Martí

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Wednesday, June 24, 2015

Al lado, o detrás del negro: la justiciera ‘tez de amo’ de José Martí

(Otra lectura apalencada de la cuestión racial en Martí)

Francisco Morán, Southern Methodist University©

1. Mis negros.” 2. Zurbano: otra vuelta de tuerca. 3. El racismo en teoría: El prólogo “El poema del Niágara,” “Nuestra América,” el prólogo a Cuentos de Hoy y de Mañana, de Rafael Castro Palomino; la locomotora “Gobernador.” 4. “Carta del 2 de mayo de 1895 al New York” Herald. 5. “Mi raza.” 6. Conclusiones.

INTRODUCCIÓN

            Este es el último “post” que he subido al blog Martí, la justicia infinita (http://martijinfinita.blogspot.com/). Como en los que le han precedido, también ahora me ocupo de la cuestión del negro en la escritura de Martí. Como puede ver el lector, he incluido un índice de las secciones y textos que menciono y discuto. Dos de esos textos no los conocía, y los descubrí por azar mientras trabajaba en esta entrega. Ellos son el breve artículo sobre una locomotora con nombre hispano que se estaba construyendo en California, y la carta del 2 de mayo de 1895. No tengo la menor duda de que esta carta deben conocerla otros estudiosos, aunque no recuerdo ninguna referencia a ella (tampoco, por falta de tiempo, las he buscado). En cuanto a “Mi raza,” tomé una extensa nota al pie que había incluido en mi libro sobre Martí, la revisé, y la amplié considerablemente. De más está decir que he invertido mucho tiempo en este trabajo. Ante la abrumadora perspectiva de tener que revisarlo, preferí lanzarlo. Por lo tanto, agradeceré al lector señalarme cualquier error, sugerencia, aclaración rectificación, omisión, etc., que me ayuden a mejorar el texto.    

1

            En mi artículo anterior sobre el racismo en Martí me enfoqué en un texto famoso por su supuesto carácter anti-anexionista: la carta-respuesta “Vindicación de Cuba.” Hasta entonces, nadie había asociado esa carta a algo que tuviera que ver con la cuestión racial. Mi argumento – para expresarlo sucintamente – fue que el racismo aparece ahí tanto en lo que Martí calla, como en lo que dice. El artículo de The Manufacturer, de Filadelfia, y del Evening Post, de Nueva York, más que denigrar a los “cubanos” por ser cubanos, los denigraron por no ser blancos, ni poseer por tanto las cualidades atribuidas a éstos. Su contenido racista era tal que no era posible ignorarlo, y menos aún si se trataba de responder a esas representaciones. Puesto que Martí decide ignorar ese racismo, se hace cómplice del mismo. El contraste entre ese silencio y los ejemplos de cubanos destacados con los que intenta contradecir a dichos artículos, es el puntillazo final de una mirada racista que no iba a la zaga de lo que éstos habían expresado. Todos los ejemplos que Martí menciona son de hombres blancos y, además, que habían tenido éxito en los negocios y las ciencias; es decir, todos ellos disfrutaban de la fortuna y la posición social de la burguesía blanca de los Estados Unidos. Incluso uno de ellos, Menocal, era ciudadano norteamericano, y estuvo a la cabeza de un proyecto colonial, imperial: el proyecto del canal de Nicaragua.
            Que, hasta ahora, insisto, el racismo de “Vindicación de Cuba” hubiese pasado inadvertido para los estudiosos solo demuestra la falta de rigor no solo de la lectura que, en su mayoría, han hecho de Martí, sino también de su resultado: una ceguera que no les permite ver lo que tienen delante de sus ojos. Comprender ese racismo habría incluso obligado a darle marcha atrás a la tan aceptada ya postura anti-anexionista de la carta de Martí. Puesto que lo que “Vindicación de Cuba” revela es que lo que el Apóstol consideró humillante fue que para los Estados Unidos los “cubanos” estuviesen incapacitados para entrar en la Unión americana. Creo, por tanto, que sería de la mayor utilidad re-examinar las ideas de Martí respecto a la anexión de Cuba a Estados Unidos. Ese estudio, sin embargo, tendría, para rendir frutos, que ser minucioso y abarcador, así como incluir otra línea de investigación no menos cuidadosa: la del autonomismo en la escritura martiana. Personalmente tengo la impresión – y advierto que se trata solo de esto, de una impresión – de que Martí les concedió a los anexionistas el beneficio de la duda, y hasta una simpatía que, al parecer les negó a los autonomistas. Pero, insisto, aquí solo especulo esa posibilidad, y demás está decir que no me he ocupado de este asunto.
            Huelga decir que en lo que respecta a “Mi raza” la cuestión racial es central, algo que nadie ha puesto en duda. No obstante, si en el caso de “Vindicación de Cuba” los críticos no habían visto, no digamos el protagonismo, sino incluso la mera presencia de lo racial, el consenso respecto a “Mi raza” – con alguna que otra excepción – ha sido la confirmación del pensamiento anti-racista de Martí.[i] El poder cegador de este artículo es tal que incluso Jorge Camacho – que es quien, a mi juicio, ha indagado con más meticulosidad y mirada crítica la mirada etnocentrista de Martí respecto al negro y al indio – afirma tajantemente que Martí “combate todo tipo de racismo” en “Mi raza” y “Nuestra América” (2007 77) (énfasis mío).
            Comentando unos apuntes de Martí sobre un texto que pensaba escribir – Mis negros - Rafael Rojas escribe que detrás de aquéllos es legible “la presencia, en el joven Martí, de una mentalidad paternalista criolla, que vemos en Del Monte, Saco y Luz, cuyo abolicionismo o antiesclavismo racista, como señala Aline Helg, alcanza una expresión política refinada” (Rojas 114) (itálicas en el original). Rojas dice que los apuntes son “presumiblemente del verano de 1880 o 1881” y procede a citar otro, del 20 de agosto “de ese año:”

Me desperté hoy, 20 de Agto, formulando en palabras, como resumen de ideas maduradas y dilucidadas durante el sueño, los elementos sociales que pondrá después de su liberación en la isla de Cuba la raza negra. No las apariencias, sino las fuerzas vivas. No la raza negra como unidad, porque no lo es, — sino estudiada en sus varios espíritus 0 fuerzas, con el ánimo de ver si no es cierto como parece, que en ella misma, en una sección de ella, hay material para elaborar el remedio contra los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvajes, que no han pasado aún por la serie de trances necesarios para dejar de revelar en el ejercicio de los derechos públicos la naturalidad brutal correspondiente a su corta vida histórica (OC 18, 284).

Acertadamente, Rojas observa que Martí

no sólo rearticula las nociones básicas (primitivismo, brutalidad, salvajismo) de la eugenesia evolucionista de su época (Gobineau, Chamberlain, Lapouge…), sino que asume el viejo argumento criollo del peligro negro. Aquí su discurso no está lejos de Sarmiento: “caracteres primitivos” de la población negra vs. “cultura acrisolada” de la población criolla. E incluso llega a ponderar el típico mecanismo de “blanqueamiento” eugenésico al insistir en el rol civilizatorio de “una sección” de la raza negra: al parecer, la élite de mulatos libres e ilustrados. Es evidente que en textos posteriores, ya de la época política revolucionaria, como “Basta”, “Mi raza” y “Sobre Blancos y negros”, Martí trató de liberar su discurso de esos enunciados eugenésicos y racistas. Sin embargo, hay un principio que se mantiene en ese corte discursivo: el principio republicano, es decir, el énfasis en que la raza negra no conforma una “una unidad”, ya que la construcción de una comunidad cívica nacional exigía el desvanecimiento de las identidades raciales (114-15) (énfasis mío).

            Valga recordar aquí que, en perfecta consonancia con esos apuntes, en la segunda entrevista de 1880 que le hizo el New York Herald Tribune, Martí se refirió a los negros que estaban peleando en la Guerra Chiquita como salvajes que, por carecer del auto-dominio característico del hombre blanco, estaban cometiendo “todo tipo de atrocidades.” De modo que no creo que pueda hacerse la distinción que sugiere Rojas entre una época (posterior) “política revolucionaria,” y otra anterior no – o no tan – política revolucionaria. En este sentido, cabe remarcar que Rojas expresa que Martí “trató de liberar su discurso de esos enunciados eugenésicos y racistas;” no de que lo logró. Más aún, si como, otra vez acertadamente afirma Rojas, Martí mantiene el principio republicano por el cual “la construcción de una comunidad cívica nacional exigía el desvanecimiento de las identidades raciales,” ese mismo principio era, en su raíz, eugenésico, y concebido por un pensamiento que no podía ser otro que el del patriarcado hegemónico y blanco. Porque, en efecto, los llamados a construir esa “comunidad cívica” eran, sin duda, los hombres blancos. Nada más natural entonces que estos fundadores exigieran el “desvanecimiento” – el término es elocuente: desvanecimiento, borradura – de las identidades raciales. No puede olvidarse que cuando la cultura hegemónica habla de razas se refiere a los no blancos; de la misma manera que la “orientación sexual” significa hoy a las sexualidades que no son la norma.
            Lo que sucede con Martí es que, sin importar a qué momento decidamos restringir nuestra lectura de la cuestión racial, resulta imposible no darnos de narices con el racismo, y del cual el paternalismo a que alude Rojas es solo su aspecto menos odioso. Así, por ejemplo, al estudiar las representaciones de los indígenas en las escenas norteamericanas de Martí, Camacho demuestra que este caracterizó al indígena de dos formas: “primero como un ser ‘perezoso’ enemigo del progreso económico que instauraron las élites liberales en América, y después como depositario de una ‘bondad’ natural que los otros corrompen y envilecen” (2013 26) (énfasis mío). Debe advertirse que en lo primero – la amenaza que representaban para el progreso – estaba implícita la legitimación de la violencia; mientras que en lo segundo se afirma el paternalismo.[ii] Al comentar una crónica de Martí para La Opinión Nacional, de Caracas, de 1882, y en la que comenta las reservas en que el gobierno norteamericano había relocalizado a los indígenas, Camacho observa que Martí “celebra” a los cheyenes “en el momento de su conversión no cuando se oponen al gobierno y deciden alzarse.” Dicho de otro, el buen indio era aquel que aceptaba la subyugación, el que se sometía y se asimilaba. “Por esto,” agrega Camacho, “su acercamiento a ellos depende de la aceptación individual o del éxito con que logre cada uno asimilarse la otra cultura” (78). Esa asimilación representaba, en efecto, el desvanecimiento de las identidades raciales, pero no la del blanco, sino las de los indígenas.
            Por su parte Kevin Meehan y Paul B. Miller William Luis comentan que aunque en “Nuestra América” “los afroamericanos forman parte de su comunidad imaginada,” Martí “tiende a marginar su negritud en dos maneras.” Primero,

en la visión de la identidad latinoamericana martiana, el negro “cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido entre las olas y las fieras" (Obras completas 6: 20). Cabe recordar que Martí escogió la palabra “mestizo”, no “mulato” para describir la hibridez cultural de “nuestra America”. Que “mestizo” signifique un encuentro entre europeo e indígena parece especialmente evidente en otro pasaje en que Martí discute el ascenso del nacionalismo latinoamericano: “Con... la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones” (6: 18). Si, en la primera cita, el negro está marginado
— “solo y desconocido entre las olas y las fieras” — en la segunda cita queda ausente.

            A continuación, en explícita referencia a “Mi raza,” los autores comentan que Martí “tiende a borrar las diferencias raciales.” Como ejemplo, citan la consabida cita de ese artículo: “No hay odio de razas
porque no hay razas” (Meehan y Miller 73-74).[iii]

2

            Como preámbulo a la discusión de “Mi raza” regresaré brevemente al problema suscitado por la publicación de la entrevista a Roberto Zurbano en el New York Times. Esto
me dará pie para situar teóricamente mi aproximación a la cuestión racial en Martí, tanto como demostrar su relevancia para los debates sobre el racismo en la Cuba actual.
            Lo mismo la partida de rancheadores – la feliz expresión la tomo prestada de Antonio José Ponte – que ejecutaron el linchamiento político de Zurbano sobre todo – pero no exclusivamente – desde La Jiribilla, que aquellos que, o bien lo defendieron, o se acercaron al asunto desde la comprensión y/o la solidaridad – me vienen a la mente Víctor Fowler y Alan West-Durán –, e incluso el propio Zurbano al responderles a los que lo atacaron, se enfocaron casi sin excepción en la cuestión del título, o si se prefiere, en los cambios en el mismo que habría introducido el NYT. Supuestamente, la entrevista se hubiera leído de otro modo si, en lugar de “For Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t Begun” [“Para los negros en Cuba, la Revolución no ha embezado”] se hubiese respetado la voluntad de Zurbano: “For Blacks in Cuba, The Revolution Isn’t Over” [Para los negros en Cuba, la Revolución no ha terminado”] (énfasis mío). O sea, insisto, que “no ha empezado” y “no ha terminado,” significaban dos cosas totalmente diferentes. No me lo parece. Incluso es necesario dilucidar qué era aquello que estaba en juego en dicha “diferencia.”
            Debemos entender que muchas veces, pero sobre todo desde 1968 cuando se conmemoró el Centenario de La Demajagua, se afirmó la lectura teleológica de la Revolución Cubana por la cual ésta pasó a ser – en una continuidad sin fisuras – la heredera de los ideales del 68 y del 95 y, más que nada, la que finalmente los había realizado. Al conmemorar ese Centenario, Fidel Castro dijo algo que revela por qué, ni con el triunfo de 1959, ni después, el racismo no solo no desaparecería, sino que seguiría vivo detrás de las leyes y los decretos: “Nosotros, entonces, habríamos sido como ellos; ellos, hoy, hubieran sido como nosotros.”[iv] Dicho de otra manera, ambas revoluciones son absolutamente intercambiables, incluyendo, claro, la guerra necesaria de Martí. El problema con esto era que, en primer lugar, lo que conocemos como el «Manifiesto del 10 de Octubre» de Céspedes, revela que al ponerse en marcha el movimiento independentista se había involucrado él mismo en la esclavitud. En EcuRed uno puede leer los puntos de ese manifiesto, no de manera textual, sino resumidos en dos apartados: «Fundamentos» y «Esencia». En este último se expresa que Carlos Manuel de Céspedes “llama a todos los reunidos hermanos, con ello reconocía el lugar del negro en la sociedad,” y que en el manifiesto “[s]e aspiraba a la emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud.”[v] Se incurre así en una total distorsión de un texto evidentemente esclavista. No me detendré en este asunto, por cuanto cité y discutí el texto de Céspedes en mi estudio Martí, la justicia infinita. Y porque volveré a esto, más detalladamente, cuando entre en la discusión de la fascinación de Martí por Céspedes. Lo que me interesa subrayar aquí es que la declaración de Fidel Castro traiciona, hoy como ayer, la vinculación de la Revolución Cubana con el ímpetu independentista y, simultáneamente, con la opresión del negro. Como afirma Luis Navarro García – quien, por cierto, no entra ni de pasada en las partes más escabrosas del Manifiesto – dejando a un lado la declaración de independencia, “todo en el manifiesto es ambiguo: no se podía exigir el sufragio universal porque esto repugnaría a muchos cubanos; no sería político decretar directamente la abolición de la esclavitud porque esto lesionaría los intereses de muchos propietarios cuyo apoyo se esperaba” (Navarro García 23) (énfasis mío). Y no solo el Manifiesto; ese fue el caso del mismísimo movimiento independentista: “La revolución nacía sin un programa político y sin una dirección clara. Inicialmente no parece un movimiento de independencia absoluta, se pidió tanto la incorporación de Cuba a los EE.UU., como el modelo autonomista implantado por los ingleses en Canadá en 1867.” Orientales y camagüeyanos – Céspedes, Vicente Aguilera, Agramonte y Cisneros Betancourt – “hicieron gestiones anexionistas que se plantearon explícitamente en la Asamblea de Guáimaro.” Y si todo esto pareciera poco, “cuando en Guáimaro se debatió el tema de la bandera (Céspedes se había alzado con una bandera chilena y Agramonte con una norteamericana), la decisión final recayó en la vieja enseña de Narciso López: la estrella solitaria sobre el triángulo masónico de los anexionistas”  (Prieto Benavent 23). Y si Céspedes, “no sin resistencias, adopta el título de Capitán General de la Isla” (24), ¿dónde fue que finalmente se erigió su estatua en La Habana? ¡En la Plaza de Armas! Y no en cualquier sitio de la Plaza. En 1955 la estatua de Céspedes fue situada en el lugar donde había estado la de Fernando VII. De la misma manera que, mucho antes, la de Martí había ocupado el sitio de la reina Isabell II en lo que es hoy el Parque Central.
            No se trata de afirmar aquí que esta visión teleológica de la revolución estaba en la mente de los que participaron en la discusión de lo sucedido con Zurbano, porque hay que aclarar que ello ni se menciona. No obstante, estimo que no hay que olvidar esa interpretación de la historia si se trata de adelantar en la comprensión de la persistencia del racismo en Cuba; de ver que aquellos polvos trajeron estos lodos; o, si se prefiere, que aquellos lodos nunca perdieron su espesor bajos estos “polvos.” Entonces, como ya había dicho, el título de la entrevista, lo que éste implicaba, tuvo un lugar central en la disputa, puesto que el mismo resultaba obviamente indisociable del texto mismo. Así, aún si no de manera explícita, no pocos de los títulos de los trabajos de quienes torcieron en el asunto, se hicieron eco inmediatamente del impacto del que apareció en el NYT: “Zurbano and ‘The New York Times’: Lost and Found in Translation” (West-Durán); “La Revolución Cubana comenzó en 1959” (Morales); “Para los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado” (Pérez-Castillo); “Para los cubanos, la Revolución comenzó hace más de cincuenta años,” escribió Heriberto Feraudy al final de su artículo “The New York Times y los negros de Cuba.”
            Si se leen con cuidado esos trabajos, se descubre un muy revelador leit-motiv (en todos los casos el énfasis es mío):

“comenzamos a dejar atrás el sentimiento de culpa ante la persistencia del problema. Comprendemos mejor que la pelea cubana contra los demonios del racismo es mucho más larga, complicada y difícil” / “Por estos días retomamos el examen de problemas que han sido expuestos y argumentados por intelectuales y artistas de nuestro país” (Zuleica Romay Guerra).

A diferencia de lo ocurrido en 1962, en que el racismo y la discriminación racial se habían dado como resueltos —a partir, sobre todo, de la segunda mitad de los años 80—, con posterioridad a los procesos de crisis que  sacudieron a la economía cubana, se ha abierto un debate sobre el tema que crece continuamente” / “fue el propio Fidel Castro quien lo abrió” / “Todos los implicados en este proceso quisieran avanzar más rápido, pero el tema es difícil y acumuló años de atraso en su tratamiento” (Morales)

Nunca como hoy se han debatido tanto en Cuba los temas del racismo de modo tan recurrente. Acuciosos investigadores, activistas, miembros de organizaciones sociales y dirigentes políticos han conformado grupos de trabajo, realizado eventos, publicado libros y promovido conmemoraciones tan trascendentales como el bicentenario de la conspiración de José Antonio Aponte y el centenario de la masacre de los Independientes de Color” / “este es un tema cuya discusión ha ido cobrando cada vez mayor fuerza y profundidad en nuestro país” / “El propio líder de la Revolución, Fidel Castro, así lo explicaba” (Y. P. Fernández)

“¿Qué no ha sido suficiente? nadie aquí lo niega, comenzando por los máximos dirigentes del país.” / “Y qué han sido las verdaderas audiencias públicas, que a lo largo y ancho del país, se han estado efectuando y se desarrollan en cada una de las provincias, promovidas por la organización que agrupa a los intelectuales y artistas de Cuba, UNEAC, a través de su Comisión José Antonio Aponte, nombre del negro cubano que organizó y dirigió la primera insurrección contra la esclavitud y el régimen colonial español” (Feraudy)

No negamos que el tema de la racialidad, de los prejuicios, de las pretericiones por el color de la piel es asignatura aún pendiente” / “Zurbano omite que el debate sobre la discriminación racial fue abierto por Fidel Castro en marzo de 1959, que en más de una ocasión Fidel y Raúl se han referido al tema” (Castro)

“«No pretendo presentar a nuestra patria como modelo perfecto de igualdad y justicia. Creíamos al principio que el establecimiento de la más absoluta igualdad ante la ley y la absoluta intolerancia contra toda manifestación de discriminación sexual, en el caso de la mujer, o racial, como es el caso de las minorías étnicas, desaparecerían de nuestra sociedad. Tiempo tardamos en descubrir... que la marginalidad, y con ella la discriminación racial, de hecho es algo que no se suprime con una ley ni con diez leyes...». Fidel reconoció sin cortapisas que se estaba consciente de que en nuestro país existe todavía marginalidad y que se encaminaban estudios y proyectos en ese sentido.” (Ronquillo Bello)

            Para resumir, prácticamente parece que todos los autores se limitaron a escribir lo que se les dictaba. Por supuesto que ni por asomo debe tomarse al pie de la letra lo que digo. Me refiero a que años de repetición de lo mismo han producido eso que salta a la vista: todo el mundo dice lo mismo. Basta con darles un asunto, y ya saben lo que tienen que decir. No hay que asombrarse, entonces, de la celeridad con que La Jiribilla logró armar el “dossier.” Mas, ¿qué es lo que se repite? 1) Sí, lo sabemos, todavía hay discriminación racial, pero estamos trabajando en esto (conferencias, eventos, celebraciones) 2) La cosa lleva tiempo; 3) Zurbano no dijo nada que Fidel o Raúl Castro no hayan dicho ya; 4) Cuba, la Revolución les ha dado más oportunidades a los negros que otros gobiernos o los Estados Unidos. Los ha hecho maestros, científicos, deportistas, médicos, etc. Lo irónico es que este último reclamo no es sino una variante de un “chiste” o expresión racista que desde hace tiempo circula en la Isla, y que consiste en recordarle a los negros: “la Revolución los hizo persona.” Con lo cual el negro es devuelto a la esclavitud a través de la misma retórica que Martí había empleado antes: la de la deuda.
No vaya a pensarse que hablo figurativamente. Cuando la invasión a Playa Girón, el único negro de alto rango entre los invasores fue Erneido Oliva, segundo al mando de la brigada 2506. Oliva fue uno de los tres jefes por los que Washington tuvo que pagar medio millón de dólares para ser liberados. Lo capturó el Gallego Fernández, que había sido profesor suyo en la escuela de cadetes en la época de Batista, y donde se graduó en 1954.[vi] Cuando Fidel Castro lo vio, le espetó: “¿Y tú qué haces aquí?” Esta pregunta no se la hizo, ni se la habría hecho a ningún blanco, pero se la podía hacer a un negro precisamente porque éste debía estarle agradecido a la revolución. Quiero recordar que una de las formas de la esclavitud fue la esclavitud por deuda. Vale, pues, hacerse la pregunta cómo; o mejor cuándo pagaría el negro su deuda a la patria, a Martí, a la Revolución. Otro ejemplo de cómo se utiliza la retórica de la deuda para decirle al negro que no se salga de su lugar, es el hecho de que a Guillermo Rodríguez Rivera – profesor universitario por más señas – le pareciera escandaloso “que un negro cubano y revolucionario afirmara de modo terminante que ‘para los negros cubanos, la revolución no ha comenzado’” (“Una opinión”) (énfasis mío). Si un blanco hubiese declarado eso mismo, habría sido criticado con dureza también – no hay que dudarlo – pero no se le habría echado en cara la raza, puesto que la carta fuerte de la Revolución Cubana, una en las que buscó legitimarse más, fue precisamente la abolición del racismo, lo que debía a su vez garantizarle la absoluta lealtad de los negros. De ahí que, en efecto, tratándose de un negro, cubano y revolucionario, ¿qué sino escándalo iba a provocar su crítica al racismo en Cuba? Incluso, ni Rodríguez Rivera, ni el resto de la pandilla se atreven a dudar de que el negro Zurbano no sea revolucionario – aún si, probablemente, nadie puede explicar muy bien hoy qué significa eso – por el mero hecho que el negro tiene que ser, por implicación – entiéndase, por gratitud – revolucionario. Ese grillete es el signo de su libertad bajo la Revolución Cubana.     
Lo que hizo La Jiribilla puede decirse que no fue otra cosa que dar licencia para matar. Y ya sabemos lo que sucede cuando se declara abierta la temporada de caza. Siempre hay cazadores más desesperados que otros, y a los que enloquece el olor de la sangre. Ni más ni menos, esto fue lo que le ocurrió a uno de los rancheadores, y he aquí que en ese dossier de La Jiribilla apareció un texto de un racismo tan virulento que basta para dejar al descubierto la vacuidad de la supuesta lucha contra las manifestaciones racistas en Cuba. Porque si no fueron capaces de ver esto, ¿qué cosas peores dejarán de ver, y permitirán que ocurran?
Me refiero al artículo “Para los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado,” de Ernesto Pérez Castillo. El único – y quiero recalcar esto – que comprendió a fondo el racismo del artículo, y no vaciló en decirlo, fue Víctor Fowler. Y creo que amerita reproducir su lectura:

Para ofrecer una descripción de las problemáticas pertinentes al tratamiento del racismo en su variante cubana escribe Pérez Castillo, en el artículo muy combativamente titulado Para los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado, el siguiente párrafo en apariencia perfecto:

“Si bien de pronto los negros tenían derecho a asistir a las mismas escuelas que los blancos, a acceder a los mismos empleos que los blancos, a compartir las mismas playas y el mismo sol sobre la arena que los blancos, lo grave, lo que nunca se les concedió de jure, para decirlo mal y rápido, fue el derecho a seguir cantando sus canciones, a seguir bailando sus pasiones, y a seguir orándole a sus divinidades. O sea, lo que nunca se debatió ni se planteó sobre el papel, en blanco y negro, fue el derecho de los negros a ser negros.”

Pese al esfuerzo por demostrar solidaridad el fragmento es una monumental muestra de incomprensión del argumento que se intenta defender y contiene tres planteos horriblemente racistas. Lo primero a decir es que el párrafo opera sobre la idea de que hay un grupo subalterno (los negros) al cual un agente externo (innominado) tiene el derecho de permitirles que sigan “cantando sus canciones”, “bailando sus pasiones” y “orándole a sus divinidades”. En el contexto del párrafo dicho agente externo (al cual, por demás, los negros pasivamente parecer aceptar como gran juez), de estatura cuasi-divinal, no pueden sino ser el grupo de “los blancos” decidiendo destinos gracias al abanico de posibilidades sobre el otro que abre el detentar el poder político. Lo más increíble del aserto es que, de manera implícita, Pérez Castillo ha dicho lo que ni siquiera el Times abiertamente escribió: que el poder político ha sido consistentemente blanco.
Además de ello, en una segunda muestra de racismo, el articulista ha construido –para ese grupo del cual se distancia- un catálogo de supuestos signos de identificación y pertenencia; según él esos, “los negros”, tienen “sus canciones”, “sus pasiones”, “sus dioses” y probablemente “sus bailes”. Pero ser negro es mucho más, incluso, que todo lo anterior, por tal motivo –desde el punto de vista del autor– ¿sería posible saber que significa la frase “el derecho de los negros a ser negros”? La simplificación aquí va acompañada de una visión exotizadora incapaz de manejar, dentro del conjunto, a aquellos negros que no tienen dioses, no bailan, ni cantan ni comparten secretas pasiones; es decir, un negro cuyo afrocentrismo esté fundado en otra cosa que la religión. A estas alturas del siglo XXI, además de Gobineau y Lombroso, ¿puede alguien explicarme cuáles son esas pasiones secretas que, al parecer, debo de tener como negro y que lamentablemente ignoro?

Solo que el racismo del artículo no está ni mucho menos limitado al párrafo que comenta Fowler. Antes de ese, Pérez Castillo explica así el verdadero “pecado” de la Revolución (énfasis mío):

el gran pecado, la asignatura por mucho tiempo pendiente de la Revolución frente al conflicto racial fue la pretendida igualdad. Que sí, que si usted mira con calma y sangre fría para atrás, y así me lo parece a mí, verá que todo se basa en un mal entendido tenaz y persistente: cuando se decretó de facto la igualdad racial no se estaba decretando que negros y blancos eran iguales, sino, cosa terrible, que los negros eran, y debían ser, iguales que los blancos. O sea, que los negros, por obra y gracia de la Revolución, no solo tenían derecho a todos los derechos que tuvieren los blancos sino, por sobre todas las cosas, los negros tenían el derecho de ser blancos. Y con ello también, si no la obligación, al menos el deber.

            Como se puede ver, la igualdad racial aparece como presunta, supuesta. Obviamente, Pérez Castillo habla de una igualdad supuesta, que es lo que habría estado implícito en el decreto de la Revolución al respecto. Dicha suposición, afirma, “se basa en un mal entendido tenaz y persistente.” ¿Cuál fue ese malentendido que sigue en pie? Estoy de acuerdo con la primera parte del enunciado. Es cierto, solo tiene sentido decretar que los negros y los blancos son iguales, si esa igualdad, para empezar, no existe. De existir, el decreto no sería necesario. Por consiguiente, esa realidad confirma, además de la desigualdad, los privilegios del blanco. Así, está claro – y esto es importante – que en ningún momento se trató o se trataría de igualar al blanco con el negro. El asunto no era, pues, que los negros eran iguales que los blancos, sino que debían serlo. Entonces, para Pérez Castillo la suposición de que los negros debían tener los mismos derechos acarreaba un imposible: que a estos se les concediera derecho a ser blancos. Y esa es justamente la raíz del malentendido, puesto que el negro nunca llegará a ser otra cosa que negro. Un supremacista blanco no podía haberse expresado mejor. No vaya a pensarse, por otra parte, que no hay otros asomos de racismos entre los ataques dirigidos contra Zurbano. Viene al caso la sugerencia que le hace Rodríguez Rivera: “Zurbano, que nació y creció en tiempos de revolución, debía indagar –si es que no lo conoce– el asunto con sus mayores” (“Una opinión”) (énfasis mío). La recomendación la hace un adulto e – insistamos  de paso – un profesor que se dirige a un Zurbano infantilizado: debe aprender de sus mayores. Es archisabido que a los negros se los trató a menudo como niños – en el Sur de Estados Unidos todavía hoy dirigirse a un negro como boy es considerado un insulto – precisamente para denotar su falta de autonomía, de control, y de ninguna agencia. Rodríguez Rivera debió recordar lo que escribió Frantz Fanon: “Un blanco que se dirige a un negro se comporta exactamente como un adulto con un chiquillo…” (Piel negra 58). Fanon añade que “Hablar en petit-négre a un negro es ofenderlo, porque se le convierte en «el que habla petit-négre». Sin embargo, se nos dirá, no hay intención, no hay voluntad de ofender. Lo aceptamos, pero es justamente esa ausencia de voluntad, esa desenvoltura, esa alegría, esa facilidad con la que se le fija, con la que se le encarcela, se le primitiviza, se le anticiviliza, eso es lo ofensivo” (Piel negra 58). 
Tal y como afirma Pérez Castillo – y de hecho el apoyo editorial de La Jiribilla – todo no ha sido sino un mal entendido. Porque, veamos, ¿qué puede ser un negro sino un negro? ¿Recuerdan los lectores que había dicho que la clave de la polémica en torno a Zurbano no estaba, como se pensaba, en la diferencia sino en la coincidencia de sentido entre los dos títulos? Decir que la Revolución no ha empezado para los negros es lo mismo que decir que no ha acabado, porque ¿sabe alguien cuándo acabará?
Se comprenderá mejor lo que digo si nos volvemos al artículo de Alan West-Durán. Refiriéndose al título que inicialmente Zurbano había escogido para la entrevista, y que el periódico no aceptó – “El país que viene: ¿y mi Cuba negra?” – West-Durán argumenta que lo que lo hace “históricamente verdadero” es “el distintivo compromiso de Cuba con la igualdad social.”[vii] Hay que notar, sin embargo, que la realización de esa igualdad es delegada a un futuro que hay que construir. En efecto, “el texto original de Zurbano,” sostiene el autor, “offers a politics and poetics of historical change in the making of a future yet to be determined.” Quise mantener el original en inglés para resaltar que, además de la posposición de la igualdad al futuro, éste está asediado por una incertidumbre total: “yet to be determined.” Se trata, como él dice, de “[un] salto a lo desconocido” (énfasis mío). El problema es que, ni West-Durán, ni tampoco los que salieron a linchar a Zurbano, pueden decirnos cómo se van a materializar los cambios que tienen que ocurrir. Claro, nadie puede hablar de esto, porque todo eso va a la cuenta del futuro que, por ser tal, acepta todo cuanto le enviemos. Y ¿cómo no ha de aceptarlo todo si el futuro no existe? Solo puede hablarse del futuro en la medida en que hablamos de lo que no existe. Nada ocurre en el futuro, absolutamente nada. Las cosas suceden en el presente, y en el momento de suceder, de pasar, se convierten en pasado. Hablar de futuro, es hablar de esperanza. Es lo que siempre se le ha prometido al negro: esperanza. Para quienes no enfrentan la discriminación, o su secuela, es muy fácil decirle al negro que espere y que – a pesar de lo que enseña la historia – confíe en un futuro “yet to be determined,” o que salte a lo desconocido. Mientras tanto, no vemos qué le sucede al negro que – como Zurbano – da, en efecto, el salto a lo desconocido, pero en su presente. ¿Y qué sucede?  Lo despiden de su puesto como director del Fondo Editorial de Casa de las Américas. ¿Por qué? West-Durán expresa que el Times, además de cambiar el título, introdujo “múltiples inserciones” en el texto “para clarificar aspectos de la sociedad cubana, pero con una gran cantidad de sub-texto político, e introdujo lenguaje que Zurbano reconoció contradecía sus intenciones y [era] potencialmente políticamente problemático” (énfasis mío).
Si bien no pongo en duda estas afirmaciones, cabe destacar que en “Acuse de recibo…,” donde Zurbano respondió a sus detractores, solo censura, explícitamente, el cambio del título original que había hecho el Times (énfasis mío): 

El original fue aceptado, con propuestas de cambios. Durante el proceso de negociación editorial se agregaron y rechazaron textos que fueron discutidos por vía electrónica, durante una semana de trabajo. Dos colegas compartieron conmigo estas revisiones, ambos con excelente dominio del inglés. El texto final, enviado en la tarde del viernes 22, nos satisfizo a todos. El título aprobado por mí “Para los negros en Cuba, la Revolución no ha terminado”, aunque no fue el original (“El país que viene y mi Cuba negra”) me resultaba afortunado, pues esta idea se esboza en varios momentos del texto. Desafortunadamente, el título que apareció, “Para los negros en Cuba, la Revolución no ha comenzado”, sin mi aprobación, borró toda posibilidad de identificar a los negros cubanos con la Revolución.

Lo único que podría considerarse una alusión a cambios en el texto de la entrevista, es la muy ambigua afirmación de Zurbano de que: “Este cambio constituye una violación ética y legal a mi texto, al tiempo que prejuicio casi toda la lectura. De inmediato redacté una nota advirtiendo los cambios, enviada en la mañana del martes 26 de marzo, (el lunes hubo apagón) a colegas y amigos que se encargaron de circularlo” (énfasis mío). No resulta difícil percatarse de que este cambio sigue refiriéndose al título, mientras que los cambios, expresado así – y sin otra referencia al respecto – resulta de una vaguedad indiscutible. Además, Zurbano deja bien en claro que su destitución del puesto que ocupaba en Casa de las Américas, no se debió al cambio del título, sino a la entrevista misma, a las ideas políticas sobre el racismo en Cuba vertidas en ella (énfasis mío):

Lamento haber involucrado a la Casa de las Américas con opiniones que, bien sé, no expresan la posición de la institución. Sin embargo, este tipo de “inconformidad” es recurrente en otras personas, dentro y fuera de la isla, con cargos institucionales. ¿Puede la condición intelectual aceptar esta dualidad entre responsabilidad cívica y responsabilidad institucional? ¿Podría definirse un pacto o un diálogo entre institución y activismo? ¿Cuál es el lugar del activismo social en Cuba? ¿Cuáles son los espacios y límites del debate y del pensamiento crítico? (“Acuse…”)

La decisión de Casa de las Américas de cambiarlo de puesto; o, si se prefiere, de ponerlo en su lugar –, es la respuesta a las preguntas que hace Zurbano, además de demostrar por qué lo que importa es el aquí y el ahora. No fue por incompetencia en su trabajo, sino por atreverse a hablar fuera y disintiendo del marco institucional, que lo sancionaron.

3

  
          David T. Goldberg distingue dos tradiciones en la teorización del estado racial: la «naturalista» y la «historicista» o «evolutiva» (Goldberg 11). Similarmente, en lo que respecta a los debates raciales, hay igualmente historiadores o estudiosos historicistas y naturalistas. El futuro de la igualdad racial – “determinable” y “yet to be determined,” – (¿por quién?, ¿cuándo?, ¿cómo?) que imaginan Zurbano y West-Durán, corresponde a la segunda de esas tradiciones. Goldberg advierte, sin embargo, que “las dos tradiciones que [él] ha identificado al concebir los estados raciales y escribir sobre ellos, si bien son conceptualmente distintivas y en apariencia mutuamente exclusivas, coexisten históricamente.” La primera tradición, la «naturalista», que afirmó “la inherente inferioridad racial” prevaleció “desde el siglo diecisiete hasta bien entrado el diecinueve.” La «historicista», por otra parte, asumió un compromiso progresista, “y desplazó el predominio del naturalismo en la segunda mitad del siglo diecinueve,” pero no lo eliminó. Añádase a esto que estas tradiciones están a su vez ligadas a “dos más vastas tradiciones de formación
de estado, concretamente, a los estados basados en la coerción y en el capital” (74-5). Dicho en pocas palabras, la tradición «naturalista» corresponde a la del esclavismo. Considerado inferior, y una propiedad, el esclavo estaba sujeto a la violencia, sin restricciones, de sus amos. Por su propia naturaleza no era un ser humano, y naturalmente no había que tratarlo como tal. Para Goldberg, Las Casas, que preconizó que los indios podían ser convertidos al cristianismo representa el modelo, aún si incipiente, de la tradición «historicista» (John Locke) y «desarrollista» (Comte y Marx). Se trata de la tradición que “alimentó los compromisos abolicionistas de los franceses e ingleses de fines del siglo XVIII y del XIX.”
            Goldberg advierte que no hay que pensar, sin embargo, que “[él] está alegando que el historicista es relativamente más benigno (porque de algún modo más ‘progresista’) que el modo naturalista de gobierno racial.” Cierto, las formas naturalistas “tendían a ser más visceralmente viciosas y crueles,” mientras las historicistas son ‘más paternalistas.’ Pero de igual modo,

la naturalista tendía a ser más llana, desvergonzada y directa en lo concerniente a su compromiso con la presunción racista. La historicista, en cambio, es más ambigua, ambivalente y, ciertamente, más hipócrita. Con la naturalista, en consecuencia, podían establecerse más directamente las líneas de batalla que con la progresista y su tendencia a la cortesía, a la codificación del sentido (las propias implicaciones de “progreso” tendiendo a ocultar asunciones de inferioridad), y a la tolerancia como velos para la continua invocación del poder racial” (Goldberg 79) (énfasis mío).

            Mi argumento es que el racismo de Martí parece gravitar hacia la política de la asimilación que, afirma, Goldberg, “se apoya claramente en fundamentos historicistas, y gobierna por un plan historicista.” [**ver nota al final]. En efecto, el asimilacionismo “emergió en los 1880s, y fue la base de la política colonial francesa y del ‘colonialismo interno’ de los Estados Unidos respecto a los nativo-americanos…” (Goldberg 82). Es importante señalar que la tendencia historicista comienza a despuntar en el interior mismo de la naturalista.
Como observa Goldberg, “la misión civilizatoria de los misioneros coloniales presupone, en principio al menos, la suposición del progreso racial (incluyendo el cultural).” La ironía de esto radica en que, “así como este proyecto civilizatorio presuponía necesariamente la posibilidad del desarrollo histórico, cultural y social, y del progreso intelectual de parte de los nativos considerados racialmente ingenuos e inmaduros, suponía el derecho al valor trascendental…” Solo que el valor trascendental, estando representado “en las divisas universales del dinero, la palabra, el trabajo productivo y la verdad santificada, la legalidad racional y la moral virtuosa,” la suposición “es irónicamente universalista,” dado que estos impuestos ideales “fueron siempre nada más que encarnaciones de la virtud y la práctica, de la moralidad y la verdad cristianas y europeas” (Goldberg 86)[viii]
Agréguese el orden, concomitante tanto al estado colonial como al moderno. “Los esquemas de clasificación,” expresa Goldberg, “han sido centrales para los modos modernos de administración, precisamente porque clasificar es impartir orden e imponerlo” (Goldberg 94). Esta necesidad perentoria de ordenar y clasificar resulta justamente del reconocimiento de la heterogeneidad que marca la experiencia moderna. Cualquiera que lea a Martí reconocerá en seguida que tanto la modernidad de su escritura como de su propia experiencia vital están marcadas, incluso trágicamente escindidas, entre lo moderno experimentado como caos, confusión y, consecuentemente, el deseo – siempre condenado al fracaso – de imponer orden. Y no es una coincidencia que el intento de cohesionar y gobernar lo fragmentario suscite en él, no infrecuentemente, la añoranza por la época colonial. Y a la inversa, cuando se juega sus cartas a la modernidad, lo hace para afirmar el orden: el del progreso del capitalismo liberal. Entonces, el rechazo del pasado será entonces el de un pasado improductivo y colonial. Lo único que no cambia, cualquiera que sea el caso, es la impronta racista.
En el tan comentado prólogo suyo “El Poema del Niágara” (1882) encontramos la nostalgia del pasado colonial o pre-moderno como respuesta a la fragmentación descentralizadora de la experiencia urbana, moderna:

no parece posible, en este desconcierto de la mente, en esta revuelta vida sin vía fija, carácter definido, ni término seguro, en este miedo acerbo de las pobrezas de la casa, y en la labor varia y medrosa que ponemos en evitarlas, producir aquellas luengas y pacientes obras, aquellas dilatadas historias en verso, aquellas celosas imitaciones de gentes latinas que se escribían pausadamente, año sobre año, en el reposo de la celda, en los ocios amenos del pretendiente en corte, o en el ancho sillón de cordobán de labor rica y tachuelas de fino oro, en la beatífica calma que ponía en el espíritu la certidumbre de que el buen indio amasaba el pan, y el buen rey daba la ley, y la madre Iglesia abrigo y sepultura (OC 7, 226) (énfasis mío).

            Lo que se echa de menos aquí, ante el empuje democratizador de la modernidad, el orden que aseguraban los regímenes monárquico y colonial a través de una rígida jerarquización de sujetos y funciones que era, precisamente, “la beatífica calma” de que habla Martí: la ley y el orden representados por “el buen rey” y “la madre Iglesia,” y cuyo sustento, tanto como el del “pretendiente en corte,” o el del que productor de “aquellas dilatadas historias en verso, aquellas celosas imitaciones de gentes latinas que se escribían pausadamente, año sobre año, en el reposo de la celda, en los ocios amenos del pretendiente en corte, o en el ancho sillón de cordobán de labor rica y tachuelas de fino oro” garantizaba la sujeción y el esclavitud del indio. No se nos escape que el indio es bueno porque se estaba en su sitio. Ese escritor encerrado en su celda, con el que indudablemente se identifica Martí, escribe sentado en un sillón espléndido, lujoso, manufacturado con la sangre y el trabajo de muchos indios mansos, y protegido por la ley del “buen rey,” tanto como por la “madre Iglesia” que le inculcaba al indio la sumisión y la obediencia. Aunque sólo ligeramente velado por el estilo, vemos aquí la añoranza por la tradición naturalista, es decir, aquella en la que el indio, considerado bárbaro era brutalizado por la colonia. Es preciso subrayar, pues, que los temores del Martí enfrentado a la modernidad cambiante e imprevisible se refleja especularmente en ese escritor del pasado, cuya “beatífica calma” – su confianza en la solidez del orden establecido por la fuerza – sugiere su reverso: su zozobra ante ese indio bueno, sí, pero cuyo rostro permanecía ilegible. En ese indio mudo se incubaba quizá algo desconocido, y muy posiblemente hostil. De más está decir la fantasía de Martí, proyectada, en el “reposo de la celda” y el sillón de lujo, era la del hombre blanco de la colonia, directo beneficiario del trabajo esclavo; del indio, primero; después, del negro. Para mí, Martí es un excelente ejemplo de las preocupaciones de la modernidad sobre el control natural y social a través del siglo XIX:

Para la modernidad en general, y en particular para el siglo diecinueve, la heterogeneidad fue […] tomada para inyectar elementos de los mundos desconocidos, impredecibles e incontrolables, en la seguridad y estabilidad de los mundos conocidos, predecibles, y controlables. Porque la heterogeneidad introduce la amenaza y la imposibilidad de manejar lo desconocido, lo diverso, así como la imposibilidad también de contener lo desconocido.

            Lo que sucede, entonces, es que “la raza es impuesta a la otredad; es decir, el intento de explicarla, de conocerla, de controlarla” (Goldberg 23). A los estudiosos de Martí, y en particular a los numerosos comentadores del prólogo “El poema del Niágara” se les ha escapado – o han permanecido ciegos – a la íntima relación entre el desasosiego de Martí ante la fragmentación y heterogeneidad de la experiencia moderna y su percepción, como una amenaza, del ascenso de los otros; otros que, en efecto, son de color – en el sentido del lugar que la ley y el orden les tienen asignado. El compromiso de Martí con la ley y el orden, que es incuestionable, es el compromiso también con el gobierno de la élite privilegiada. Como he argumentado antes, el temor a las masas, de índole racista, visible en el prólogo martiano del poema de Antonio Pérez Bonalde – incluso con una velada alusión al fantasma del anarquismo – se nos revela con más fuerza en otro prólogo de Martí, publicado sólo un año más tarde que el primero, y también afín a aquél en la retórica y en las ideas: el que escribió para el libro de relatos Cuentos de Hoy y de Mañana, de Rafael Castro Palomino, y que también reseñó en La América, en octubre de 1883. De aquí, por ejemplo, que la retórica que Martí usa con el negro cubano que quiere arrastrar a la guerra sea la misma que, con idéntico propósito, utiliza con el trabajador. Y se explica, puesto que en el balanza de las jerarquías sociales ambos tienen, si no el mismo peso – que es mi parecer – al menos uno muy similar. La reseña, por ejemplo, comienza casi de idéntica forma al prólogo del poema de Pérez Bonalde: “El mundo está en tránsito violento, de un estado social a otro. En este cambio, los elementos de los pueblos se desquician y confunden; las ideas se obscurecen; se mezclan la justicia y la venganza; se exageran la acción y la reacción” (énfasis mío). Es imposible no ver que el desquiciamiento del mundo, su heterogeneidad y cambio vertiginoso no es otro que el cambio social: el “ancho sillón” se ha vuelto menos cómodo. Y por si alguna duda, véase como termina el párrafo introductorio: “Los hombres inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados, y éstos ven con desdén los dolores reales y agudos de los hombres pobres” (OC 5, 109) (énfasis mío). Lo llamativo no es el obvio favoritismo de Martí con los “hombres adinerados,” sino su intento de disimular su desdén hacia los “hombres pobres” [no-blancos]. Como hace con hasta frecuencia – “Mi raza” nos ofrece abundantes ejemplos de esto – se vale de estructuras paralelas que, comprometidas como están con la afirmación de la desigualdad, todavía intenta un patético simulacro igualitario a través de la construcción sintáctica, no de sentido.  Quienquiera que hable de “hombres inferiores,” es de suponer que tiene en mente a los superiores. Ninguno de los dos tiene sentido sin el otro. Es decir, que en alguna parte de lo que Martí dice tienen que estar esos superiores. Curiosamente, la visibilidad de los inferiores es lo que permite lincharlos como tales, puesto que el ocultamiento de aquéllos es la manera en que se los protege de la “ira” de los salvajes inferiores. Si no, ¿por qué Martí establece una extraña ruptura en ese paralelismo: “hombres inferiores,” “hombres adinerados,” “pobres”? La “ira” de los “inferiores” se dirige contra los “adinerados,” y estos miran con “desdén” el dolor de los pobres. La triangulación es, por supuesto, una ilusión. Los “pobres” son los “inferiores,” y Martí quiere ganar por partida doble: decirlo sin decirlo. Sabemos de qué lado están sus simpatías. La “ira” de los inferiores – al no decirse explícitamente que son los pobres – sugiere envidia. Es decir, su ira no tiene otra causa que desear la riqueza ajena. Adviértase, además, la significativa diferencia entre la “ira” de los inferiores y el “desdén” de lo otro que calla: los superiores. Ira es el significante de la violencia propensa a manifestarse irracionalmente; mientras que el desdén – que sugiere indiferencia y menosprecio - está más próximo a la encogida de hombros, un gesto más “civilizado” y para nada “amenazador.” Si todavía quedan dudas, véase lo que dice Martí más adelante:

            Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son locos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las facultades que vienen con ella (110) (énfasis mío).

            Obsérvese la deliberada confusión que introduce Martí al crear un cuarto de espejos, de modo que parece moverse en círculos. Echémosle el guante si no queremos que se nos escape. El campo de visión de Martí se ha reducido y simplificado notablemente: ahora solo ve pobres y trabajadores; o mejor, dos tipos de trabajadores y dos tipos de pobres: pobres con éxito, y pobres sin éxito; trabajadores con fortuna, y trabajadores sin fortuna. No; se equivocó el lector. No es Mitt Romney, sino Martí. De paso, admitámoslo, pone las cartas sobre la mesa:

Los hombres inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados

los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito

            Cuando Martí habla de los “hombres inferiores,” en efecto, habla de los “hombres sin éxito” (los pobres). ¿Y quiénes son los “hombres adinerados”? Son también pobres… sólo que tuvieron éxito. Para poder apreciar todavía mejor con quien nos la estamos viendo, hay que señalar que no estamos aquí ante una mera ambigüedad o ambivalencia, sino, otra vez, ante el deliberado propósito de confundir y engañar. Es posible que algunos lectores piensen que Martí quiere decir que los que hoy son ricos fueron pobres ayer. Hay que decir, sin embargo, que gramaticalmente esto no está claro. Más aún, nótese que pobres parece suspendido en el presente, a diferencia de “tuvieron éxito”). Esto se ve reforzado por el paralelismo pobres-pobres, dado que unos pobres atacan a “otros.” Por otra parte, los “hombres adinerados” ahora son “trabajadores con fortuna,” repitiéndose el mismo ardid: si antes se trataba de hacer pasar al rico por “pobre;” ahora el asunto es hacer del hombre “adinerado” un mero “trabajador” con fortuna. Se trata de fundar la igualdad sobre la más absoluta y desfachatada desigualdad. En esta maniobra, es el hombre blanco y acaudalado el que se convierte en el significante mismo de lo humano; pero no solo esto, sino de una humanidad atacada injustamente por la violencia irracional de los otros, por supuesto, no-blancos. Esta es la más elocuente demostración de lo que argumenta Goldberg:

En sus aplicaciones coloniales, el historicismo o progresismo fue al naturalismo lo que el guante de terciopelo al puño de hierro. El primero se inclinaba a la suavidad y a la tersura, procediendo a través de la educación y la ideología, de la coerción sutil y de la manipulación calculada, pero se erizaba al toque de la crítica. El segundo tendió a ser vicioso y vengativo, llano en sus designios y fines, cruel y convincentemente imperioso en sus medios, impulsado a veces a trasgredir los límites del genocidio, e intolerante ante cualquier oposición (87).

De Martí podemos decir entonces, apoyándonos en Goldberg, que “[sus] predisposiciones racistas y presunciones progresistas o historicistas están por contraste, como hemos visto, más matizadas y ocultas (Goldberg 88).” Así, es en el trucaje del estilo, en sus pliegues, en su intrincada espesura donde en verdad se puede aprehender lo político en Martí, así como la subyacente impronta racial, racializadora, y racista. En última instancia los tejemanejes del estilo están al servicio de la ocultación, del enmascaramiento. Y el hecho mismo, irrefutable, de que en términos estilísticos, Martí usó la política del estilo, lo mismo en sus escenas norteamericanas, que en su correspondencia, ensayos, y en sus discursos a los trabajadores y los negros, cabe decir que en los dos últimos casos que menciono, ello le sirvió para marcar por un lado su autoridad; y por el otro, para hacer sentir al otro su inferioridad, así como engañarlos y persuadirlos a contribuir a la guerra con sus ahorros y con sus vidas. Hay suficientes testimonios de que los mismos tabaqueros que se veían arrastrados al entusiasmo por la oratoria de Martí, no lo entendían. El estilo es, por tanto, el sello inconfundible de la raza de Martí: de su blancura. El negro, el indio, el campesino que, en “Nuestra América” son objetos, no sujetos del discurso, y por lo tanto no tienen voz – recuérdese las “masas mudas de indio” – son, efectivamente, el «hombre natural», o lo que es lo mismo, negros o no-blancos; como también lo es “Nuestra América,” que lleva “delantal indio.” Se trata, pues, de una América atrasada, pre-moderna, no-civilizada: “Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones.” El contraste es entre nuestros pueblos atrasados, racialmente mixtos, en los que persiste el fanatismo religioso español – otro signo de nuestro atraso – y la supuesta homogeneidad racial y cultural de las naciones modernas, civilizadas, cultas. Como los negros, o los no-blancos, “[l]a masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia” (OC 6, 17). El ensayo de que tanto se han ufanado los martianos y latinoamericanistas es racista por donde quiera que se le mire. En “Nuestra América” resulta, pues, palpable la tradición historicista que preconiza la educación de los no-blancos, haciéndose eco, si es que no coincidiendo, con la misión civilizadora de los regímenes coloniales: “El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella” (OC 6, 20)  (énfasis mío). Solo que ahí mismo, en los entresijos de la caridad – el guante de terciopelo – entrevemos el puño de hierro de las jerarquías coloniales, si bien enmascaradas. En primer lugar porque hermanar la vincha y la toga, lejos de anular la jerarquía implícita en ellas, la reifica. La vincha – del quechua wíncha – es un atavío indígena, mientras que la toga es la vestidura del magistrado y del catedrático. La enorme disparidad simbólica y de poder entre la vincha y la toga reside en que la primera subsume al indio en una otredad radical, folclórica, exótica, primitiva (lo irracional), y sobre todo sujeto, sometido y evaluado por la ley, el orden y la letra de la segunda: la toga (la Razón). (Ver Goldberg 140). A pesar del aparente rechazo al “libro europeo,” y al “libro yanqui,” la toga que legitima la desigualdad proviene de esos mismos libros; y es incluso, para mayor ironía, el signo del prestigio y de la autoridad de la ley y la cultura europeas, yanqui y blanca por añadidura. La tarea de “desestancar” al indio correspondía, por supuesto, a la toga; y la toga, y solo la toga, tenía el poder de evaluar el éxito del indio, de reconocer sus méritos, de, para decirlo de una vez, reconocerlo. Al mismo tiempo, esa tarea parte del presupuesto de que el indio es inmaduro, perezoso y resistente al progreso. Pero hay que advertir que justo porque la vincha nunca podrá aparejarse con la toga, cualquiera que sea el grado de “desestancamiento” y de “progreso” del indio, éste nunca llegará a ser blanco. Será siempre un indio. De modo que la misma idea progresista que propugna la posibilidad de avance cultural y social de los no-blancos, la limita, la coarta. Este hecho se hace aún más evidente en lo que la caridad martiana le tiene reservado al negro: “ir haciendo lado al negro suficiente.” ¿Qué otra significa hacerle lado al negro, sino un mero permitirle estar? Bastaría, pues, un lapsus linguae, para que salga a la luz el material reprimido: ir dándole de lado al negro suficiente; o, haciéndole lado suficiente al negro. Después de todo, ¿qué significa suficiente? ¿Acaso al negro suficiente como mano de obra? Se nos queda otra frase absolutamente crucial, pero su análisis probará ser más útil en la discusión de “Mi raza.” A estas alturas no debe quedar duda de que las “masas mudas de indios,” el “indio mudo,” el negro “desconocido,” solo entre “las olas y las fieras,” y el “negro suficiente” son los “elementos incultos” y “[l]a masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia.” Insistamos: son los no-blancos, y están sujetos a la caridad y a la autoridad letrada, a la piedad de los blancos [varones, hombres, masculinos], y más específicamente de Martí: “¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos!” (OC 6, 21). Desprovistos de agencia, reducidos a la impotencia y a la dependencia de la víctima, están ahí para que el blanco ejerza la caridad, y experimente su superioridad moral. El blanco que, en primer lugar, es el responsable de esa miseria. Piedad que mantiene las cosas en su sitio sin resolver el problema del sufrimiento y la marginación del otro. La piedad tiene, sin embargo, otro lado aún más siniestro si se quiere, puesto que el blanco culto que la practica es el mismo llamado a gobernar al no-blanco inculto. De modo que si “Nuestra América” es un texto fundacional de la identidad latinoamericana, y hasta otra de las instancias del supuesto anti-racismo martiano, hay que decir también que el ensayo martiano promueve el estado racial que, en palabras de Goldberg, “está al mismo tiempo implicado en la posibilidad de producir y de reproducir fines y resultados racistas:”

La raza ha sido invocada normativamente en términos institucionales y en contextos estatales casi siempre con propósitos jerárquicos. Este hecho limita profundamente tomar la raza como un tema organizativo con fines antirracistas. […] Los efectos de la movilización racial anti-racista han tendido a ser ambivalentes y ambiguos. Al invocar los propios términos de la subyugación con propósitos transformativos, la invocación racial probablemente reinscribe elementos de las mismas suposiciones que promueven la exclusión racista, y a las que se había comprometido poner fin. De aquí el forcejeo de Sartre sobre lo que en Antisemite and Jew denomina “racismo anti-racista” (Goldberg 213-14)

            Propongo que ese racismo anti-racista es un traje cortado justo a la medida de Martí, pero – aclaro – sólo a condición de que en ese ropero haya lugar para el otro traje: racismo racista. Uno de los sellos de este racismo en “Nuestra América” es la misma clasificación racial a que se entrega Martí – “sietemesinos,” “indios,” “hombre natural,” “mestizo autóctono,” “criollo exótico,” “elementos cultos e incultos,” “la masa inculta,” “políticos nacionales,” “políticos exóticos” – y no menciono los innumerables objetos, sujetos, ideas – unos racializados, y otros racistas – que aparecen en el ensayo. En este sentido el texto martiano está implicado en otras formas textuales como el censo, la ley, la política; o para decirlo de manera resumida: en el orden, administración y regulación de “Nuestra América” – “arte del gobierno” – a través de categorías marcadamente raciales y racistas. La categorización, que permite a su vez gobernar, es uno de los rasgos de los estados raciales (Goldberg 109-10). Otra característica de los estados raciales, que en el ensayo martiano asume podemos decir el punto de articulación hermenéutica, es la mediación de Martí, de su autoridad moral y política, entre los sujetos blancos y los no-blancos, si bien los primeros solo son nombrados oblicuamente: “políticos nacionales,” “el buen gobernante,” “elementos cultos,” o el hombre que debe “pensar con orden.” Desde luego, esta mediación se verifica a través de la clasificación y evaluación de sujetos, instituciones e ideas sobresaturados racialmente, responde al otro propósito cardinal del ensayo: la voluntad unificadora, homogeneizante, de la instancia autorial. Estamos ante una aparente paradoja: si por un lado el mismo desenvolvimiento del ensayo da cuenta de una incesante fragmentación, hibridez, y desunión; por el otro, lo niega: “De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas” (OC 6, 16) (énfasis mío). El paralelismo de la intensificación – “tan descompuestas”/”tan compactas” resume tanto la aporía como el autoritarismo del ensayo. Obsérvese además que el adelanto, y por ende el progreso y la modernización están explícitamente vinculados a la unificación imperiosa: “tan adelantadas y compactas.” Ni siquiera se trata de unidad, sino del cierre total de las fronteras. Irónicamente, pues, el deseo de unir las naciones americanas, llevado a su extremo, conduce al cierre, potenciando de paso una mayor desconfianza y la posibilidad de agresión entre ellas. Pero más importante para mí es el hecho de que la obsesión martiana de unir a las repúblicas americanas se sostiene y es exacerbada por la apremiante necesidad de superar, y aun proscribir la hibridez; hibridez que – no hay que olvidarlo – tiene su origen en la cuestión racial, tanto como en la de la identidad sexual: “¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres!” (OC 6, 16). El problema no es que estos sujetos, por ser delicados no sean hombres. Al contrario: son hombres delicados. Uno podría hablar de una masculinidad mestiza, y para Martí, por supuesto, abyecta. Si esos delicados no fuesen hombres no habría problemas porque sería una indicación de que las clasificaciones todavía funcionaban, tenían sentido. El rechazo de la hibridez es la razón de los aparentes sinsentidos del ensayo: “Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico” (OC 6, 17). Estamos de regreso a un escenario harto familiar: el cuarto de espejos del estilo. Pero se trata sobre todo de la duplicidad del texto, y por consiguiente de Martí. ¿Cómo entender su afirmación de que “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural”? ¿Cómo se produjo esa victoria? ¿En qué consistió? El hecho mismo de que ese “hombre natural” del que Martí habla, pero que no define o describe, haya vencido al “libro importado,” ¿no implica que lo leyó? Su victoria habría sido, entonces, desechar la cultura importada que venía enlatada en el libro importado. ¿Cabe otra explicación? Pero si esto es lo más lógico, tendremos que aceptar que el hombre natural era culto, que podía leer críticamente el libro importado. ¿Y cómo adquirió esa cultura? ¿En qué libros? Y no obstante, Martí también dice que “[e]l hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior” (OC 6, 17), lo cual confirma lo que habíamos dicho antes y crea un nuevo problema: este hombre natural cuya inteligencia ahora, naturalmente, resulta ser inferior a las de otros que, claro, son implícitamente blancos, ¿cómo se las arregló para vencer al “libro importado, e incluso a los “letrados artificiales”? A esto hay que agregar el trabalenguas “mestizo autóctono” / “criollo exótico.” ¿Quién es el mestizo autóctono? ¿Cómo podemos diferenciarlo del que no lo es? Porque si hay mestizos autóctonos es porque hay otros que no lo son; y que por tanto también no han vencido. Este absurdo se explica porque Martí necesitaba oponer al “criollo exótico” – que tiene más sentido, pues podría ser otra referencia al letrado artificial – otro sujeto que fuese casi su espejo: autóctono y exótico son esdrújulos y fonéticamente muy similares.
            Pero quizá lo más singular del ensayo, y de su recepción, es que a pesar de que Martí habla de razas todo el tiempo – negros e indios – justo  la última parrafada comienza con una afirmación tan rotunda como contradictoria: “No hay odio de razas, porque no hay razas” (OC 6, 22). No es de menor importancia que arrastrado por su determinación de afirmar una Nuestra América homogénea llegara al extremo de declarar abolidas las razas. Lo que emerge aquí, con una fuerza incontrastable, es que la hibridez que Martí tenía que vencer en última instancia para lograr esa unidad idílica, pre-adánica, era la cuestión racial; o para ser más exactos, el “problema negro.” Quizá eso explique que ante la innegable heterogeneidad racial de Nuestra América, se decidiera por el “mal menor:” el mestizo. Esto no contradice lo que afirmé antes acerca del rechazo martiano a la hibridez y al mestizaje. Por paradójico que pueda parecer, el mestizo o el mulato que, por supuesto, son sujetos híbridos, al invisibilizar la diferencia del negro, permiten afirmar la homogeneidad de “nuestra América mestiza.” Nunca se insistirá lo suficiente en que no el mestizaje, sino su promoción, constituyó y constituye una manera aceptable, disimulada, de eugenesia; puesto que el mestizaje es, en el fondo, un blanqueamiento gradual que, por lo mismo, aspira a la siempre inasible homogeneidad. Como afirma Javier Lasarte Valcárcel, el mestizaje fue una “operación simbólica” que expresaba “la voluntad de concertar armónica y solidariamente lo heterógeneo y socialmente conflictivo para construir una efectiva cultura de unidad nacional, acogiendo en su convocatoria sectores de la comunidad que habían sido secularmente desatendidos o subyugados por los distintos poderes.” Y añade: “Esto es, a partir de Martí y su tiempo” (Lasarte Valcárcel 18) (énfasis mío). Él nota, como luego y más elaboradamente lo explicará Charles Hatfield, que ya en “Nuestra América” la idea del mestizaje “viene indisolublemente aparejada a la de lo nacional/ continental, pues supone su definición como cultura” (193).
            El perspicaz análisis de Hatfield revela que en “Nuestra América,” al refutar la raza como “un hecho biológico,” Martí “produce un concepto de cultura que toma el lugar de aquél.” Hatfield comenta que “lo sorprendente acerca del concepto de cultura de Martí es que no pueda deshacerse de la raza: el concepto supuestamente desracializado de cultura de Martí se apoya en el mismo concepto de raza biológica que niega” (énfasis mío). El problema de este ensayo, afirma con razón Hatfield, “es que continúa funcionando como el modelo de la normatividad cultural latinoamericana de hoy” (Hatfield 11). El nudo del argumento de Hatfield es que “[n]o se trata de que la prohibición martiana de todas las formas de pensamiento racial sea lo que esté en conflicto con su anti-racismo, sino su proyecto cultural, en el que la cultura hace el trabajo normativo de las categorías raciales” (198). Lo que sucede es que no puede olvidarse que tanto los discursos y prácticas abiertamente racistas como los culturalistas han sido promovidos, en primer lugar, por las élites blancas. En segundo lugar, en uno y otro caso – ya se trate de la Alemania de Hitler (un clásico ejemplo del racismo naturalista), o la América de Martí (un no menos clásico ejemplo del racismo historicista o evolucionista; de ahí el énfasis en la cultura) – se trata en última instancia de borrar de imponer la hegemonía de una identidad, ya sea nacional o continental. Esto necesariamente implica conduce al totalitarismo:

[la] homogeneidad sólo puede alcanzarse y reproducirse, hay que enfatizarlo, sólo a través de la represión y la tachadura, de la restricción y la negación, de la delimitación y la dominación. En el análisis final, tales términos y condiciones de reproducción son insostenibles sin el ordenamiento del estado. Aquí la hibridez es concebible sólo contra el telón de fondo de la suposición de los términos raciales, comprendidos biológica o culturalmente (Goldberg 33) (énfasis mío).

            Los proyectos homogeneizantes son, pues, en sus mismos fundamentos, totalitarios, represores y racistas. No es sorprendente, pues, que el itinerario retórico de “Nuestra América” que al acercarse a su conclusión decreta la anulación de las razas, esté en perfecta armonía con el tono explícita y/o veladamente racista del ensayo, a los que ya hice referencia y comenté. Hay que tener en cuenta, además, que “mestizo autóctono,” “criollo exótico” no significan a sujetos culturales, o al menos no solamente culturales. La raza biológica y el racismo están ahí; en primer lugar, por la obvia referencia a clasificaciones raciales – criollo y mestizo – y en segundo lugar, porque esto mismo hace que la exclusión del “exótico” por el “autóctono” sea a la postre una exclusión racista. Sin embargo, todavía no es suficiente, y el paso siguiente será el de unificar a “Nuestra América” bajo un solo rótulo, que si es cultural, también es racial: “mestiza.” Con todo, para Martí resulta imperativo hasta el último resto racial: “No hay odio de razas, porque no hay razas.” Por supuesto, no niega que existe el color racial, sino que en “la justicia de la naturaleza” lo que “resalta” es “la identidad universal del hombre.” En efecto: “El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color” (OC 6, 22). Esa “identidad universal del hombre,” y del “alma, igual y eterna se predican en un presente eterno, incesante: “no hay,” “resalta,” “emana.” Así se borra la historia, se pasa la página de la esclavitud y, por ende se reinstala el racismo. Y se reinstala por la sencilla razón de que ese decreto Martí reinscribe con más fuerza lo que “quería” negar: las razas. Preguntémonos a cuántos negros en aquellos años, en Cuba o en Estados Unidos, se les habría ocurrido decirse a sí mismos, o a otro negro que no había “razas.” Solo a un blanco – y a uno con el peso intelectual de Martí – se le pudo ocurrir semejante cosa. Pero hay otro detalle de la mayor importancia. ¿Qué quiere decir Martí con “odio de razas”? ¿No implica acaso un odio a partes iguales, del blanco al negro y del negro al blanco? ¿Qué le lleva a pensar a Martí, aún si solo para negarlo, que el negro odiaba al blanco? Este es otro ejemplo de la duplicidad martiana, que se hará más evidente aun cuando lleguemos a “Mi raza.” Acertadamente, Hatfield concluye que “Nuestra América” “se asemeja a lo que Appiah con razón llama una ‘política de compulsión,’ y es así la sustitución de ‘una clase de tiranía por otra’”[ix] (Hatfield 201). Cierto, los martianos y estudiosos que insisten en la vigencia; o mejor, en la “futuridad” de Martí, no se equivocan. Solo que ese futuro ya está con nosotros – fundido, desde luego, en su caso, al racismo biológico. Puesto que el racismo culturalista de “Nuestra América” es precisamente ese racismo sin razas del presente: “un racismo cuyo tema dominante no es la herencia biológica, sino la irreductibilidad de las diferencias culturales […].” Solo que “la cultura puede funcionar también como una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible” (Balibar a, 37-38) (itálicas del autor). El tono imperioso y autoritario de “Nuestra América,” es decir, su carácter prescriptivo, proscriptivo, e incluso represivo – (“Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre” OC 6, 16). El discurso de “Nuestra América” se ajusta como un guante a la mano a la noción del texto autoritario de Mikhail Bakhtin: “[e]stá indisolublemente fusionado con su autoridad — con el poder político, con una institución, con una persona — y se mantiene o cae junto con esa autoridad. Uno no puede dividirlo, estar de acuerdo con una parte; aceptar, pero no completamente otra parte; rechazar completamente otra parte” (Bakhtin 343).
            Regresando a la cuestión del mestizaje, debo recalcar que hay otros ejemplos donde todavía resulta más evidente no sólo la indudable carga racial del término – por más que Martí haya intentado reducirlo a la cultura en el ensayo de 1891 – sino incluso racista. En abril de 1884, Martí publicó en La América un comentario sobre una gigantesca locomotora, llamada “El Gobernador,” que se estaba construyendo en Sacramento, “en la corpulenta California,” dice Martí, “donde tiene sus hornos colosales, sus olímpicas fraguas, sus cavernosas y vastas techumbres la Compañía de ferrocarriles que se llama de nombre inglés “Central Pacific” (énfasis mío). Su obvio entusiasmo con las entrañas de ese monstruo de la tecnología que era, empalma con el que le produce el nombre español de la máquina americana: “No vendrá mal a los que hablan lengua española saber que con nombre español va a ser bautizada la locomotora más grande que corre sobre rieles por el mundo.” La poderosa locomotora yanqui corriendo “sobre rieles por el mundo” evoca - ¿cómo podría no evocarlo? – la invasión de México por la locomotora imperial, al mismo tiempo que metaforiza la civilización pujante, el progreso y la modernidad del Norte, lo que se hará todavía más evidente en el 98 (Díaz Quiñones 222). Sucede, sin embargo, que en este punto Martí vacila. No está seguro sobre quién invadió a quién: “Ha quedado siempre por saber quién invadió más, o quién fue el invadido, cuando los rapaces nómadas del Norte se entraron por las calmosas, regocijadas, bellas y débiles ciudades latinas: acaso el Mediodía entró en el Norte, y lo refinó, en mayor grado que el Norte entró en el Mediodía y lo oprimió.” Como puede verse, de su propia vacilación Martí pasa a crear el escenario de lo que, solo técnicamente hablando, puede considerarse una violación; esto es, en el sentido de la penetración sexual. No, en el sentido de la violación como penetración forzosa. El Norte aparece convencionalmente virilizado, violento – rapaces nómadas – y, por supuesto, es el sujeto activo, invasor: el violador. Porque si el “acaso” implica solo un tal vez, una posibilidad – no se olvide que Martí tiene sus “dudas” – todavía en ese acaso es así como se figura al Norte. Las ciudades latinas, por el contrario, además de ser imaginadas con el estereotipo de lo femenino como ente pasivo y mero recipiente de la penetración masculina, también se sugiere que esperaban “calmosas” y “regocijadas” la invasión yanqui. Y siendo “débiles” y “bellas” ¿podría haber sido otro su destino? Incluso el efecto que cada “invasión” hubiera tenido sobre la otra lleva la marca de los roles de género convencionales: si las ciudades latinas del Mediodía (Sur) invadieron al Norte, siendo como eran bellas, débiles, calmosas, regocijadas, lo más que podían hacer era refinarlo. Por otra parte el Norte rapaz, penetrador, por supuesto, somete, subyuga, oprime a las ciudades latinas. La desigualdad es todavía mayor si pensamos que el Sur ejerce supuestamente un efecto civilizador en el Norte, y por tanto benéfico, mientras que el Norte roba, saquea a las ciudades latinas.

           Quise hace un detallado análisis del comienzo del texto a fin de preparar al lector para lo que sigue. Antes de entrar en el asunto central, que es por supuesto la tecnología – la gran locomotora – Martí incurre en una aparente digresión, puesto que como ya dije, la locomotora corriendo sobre rieles por el mundo parece una imagen anticipada de “los gigantes que llevan siete leguas en las botas,” de “Nuestra América.” Razón de más para preguntarnos por la fascinación de Martí con esa locomotora. Más aún si había sido bautizada, no con un nombre español, sino con un título español de poder. No obstante, Martí comenta que el asunto de la invasión “[n]o viene ahora a cuento.” ¿No viene a cuento? No, dice Martí. “[A]unque no está tampoco absolutamente fuera de cuento,” añade enseguida, “que compare La América el caballo de Alarico con aquella locomotora norteamericana que en una novela simbólica sin duda, publicada en Nueva York hace un año, entra triunfante en tierras de México por sobre el lindo cuerpo despedazado de una indefensa y amorosa virgen, la mestiza “Niñita” (OC 8, 395). Si la primera historia no venía al cuento; la segunda – que es más horrible por la manera en que la narra, y porque actualiza el significado colonial de la primera – “no está tampoco absolutamente fuera del cuento.” Lo menos importante, y por ello no me detendré ahí, es la obvia confusión que crea Martí es lo que viene o no a cuento. En realidad, y desafortunadamente, todo viene a cuento. Aquella invasión de rapaces nómadas en la que se deja entrever el avance devorador de la enorme, imparable locomotora – imperialismo y modernidad –, ahora esta última se apareja con la locomotora de la novela, también arrasadora e imperial que, en efecto, “entra triunfante en tierra de México,” y “por sobre “el lindo cuerpo despedazado de una indefensa y amorosa virgen, la mestiza “Niñita” (énfasis mío). La locomotora “triunfante” penetra en México, y esa violación se consuma al despedazar a una virgen mestiza. Lo inquietante es que, para Martí, ese cuerpo despedazado sea “lindo.” Sin necesidad de exagerar mucho las cosas puede decirse que esta historia de la virgen – que por alguna razón oscura Martí recuerda muy bien – fue el material simbólico con que construyó antes la invasión. Hasta cierto punto, la historia de la invasión, saca a flote una fantasía sádica. En primer lugar, la supuesta duda le permite a Martí imprimirle un sello de abyección a la invasión de México por el Norte. En segundo lugar, si las “ciudades latinas” eran débiles, la mestiza mexicana estaba indefensa; y si aquellas eran bellas, de esta se dice que era amorosa. Y la manera triunfante con que entra (penetra) la locomotora en México, ¿no sugiere por lo mismo, no sólo que no encontró resistencia, sino que quizá hasta era esperada, deseada, por ese México calmoso, bello y débil con el que él – no la novela – fantasea? México mestizo y virgen, ofrendado en sacrificio al sadismo blanco de Martí.
            Todavía, sin embargo, antes de entrar - ¡por fin! – en “Mi raza,” quiero comentar, si bien un tanto de prisa, otro texto de Martí. Me ocupé de él, en detalle, en mi estudio Martí, la justicia infinita. Se trata de la entrevista que le hizo Export and Finance en 1888. La revista se había creado ese mismo año, y fue “probablemente la primera en los Estados Unidos dedicada principalmente a expandir el comercio con América Latina” (Pletcher 241). Tengamos en cuenta que el contexto, tanto de la creación de la revista, como de la entrevista es el de la Conferencia Panamericana. Según el reportero que lo entrevista, Martí había hecho referencia “a los esfuerzos que se vienen realizando para dar mayor amplitud a nuestro comercio con las repúblicas suramericanas” (énfasis mío). Martí le explica por qué no hay mayor comercio entre los Estados Unidos y las repúblicas suramericanas:

En mi opinión, el motivo de que el comercio entre los Estados Unidos y las repúblicas del Sur y Centro América no sea mayor, es la falta de confianza en nuestro pueblo, de la que no adolecen Inglaterra, Alemania o Francia. Los hispanoamericanos son hombres altamente sensitivos. Nada les disgusta tanto como que se les haga sentir que no se tiene fe en ellos, en todos los aspectos. El comercio americano ha sufrido un error al no reconocer esta cualidad de la raza hispanoamericana. Lo cierto es que han estado mal documentados y que por ello imaginan que todos nosotros somos semibárbaros mestizos de españoles, indios y negros (OC 8, 79) (énfasis mío).

            En lugar de criticar duramente la opinión racista que los Estados Unidos tenían de Nuestra América, Martí la acepta. Desde luego, si no puede, o más bien no quiere ver aquí, no el “odio de razas,” sino el desdén racista del vecino norteño – para él los Estados Unidos solo están “mal informados” – en modo alguno le resultará difícil, cuando le cuadre, que no hay razas. Pero donde su racismo se muestra ostensiblemente es en su uso del “nosotros” cuando habla por América Latina. Lo que le interesa dejar en claro es que no todos nosotros “somos semibárbaros mestizos de españoles, indios y negros.” La implicación, desde luego, es que ¿algunos?, ¿muchos?, ¿la mayoría? de nosotros no somos semibárbaros. Pero de que
los hay, los hay. Finalmente, “semibarbarie” del mestizaje se explica porque ahí van a parar todos los grupos considerados inferiores, tanto por los Estados Unidos como por el propio Martí: españoles, indios y negros.
            A propósito de lo que digo, quiero señalar algo en lo que al parecer hasta ahora no habían reparado los estudiosos de Martí. Sabemos que en el 98, e incluso desde antes, la prensa norteamericana publicó caricaturas racistas de los españoles. España hizo otro tanto con los Estados Unidos, y también con los insurrectos cubanos. Esta fue una de las modalidades en que libró lo que Arcadio Díaz Quiñones llamó con razón «guerra simbólica» (Díaz Quiñones 214). Es hora de decir que también Martí desarrolló una visión de España tan racista como la de los Estados Unidos. Vale recordar que el racismo norteamericano se explica por el hecho de que España no era considerada blanca. Porque ni la blancura, ni la negritud son categorías raciales fijas, sino determinadas por el ejercicio del poder, por ideas de superioridad e inferioridad: “Consecuentemente, la movilidad racial hace evidente no simplemente la construcción estereotipada de la blancura, sino también […] la relativa falta de fijeza en la elevación y en el desprecio racial” (Goldberg 173). Un ejemplo que viene al caso es el de los inmigrantes italianos que en el siglo XIX no eran considerados blancos en los Estados Unidos.[x]

4
            En carta al New York Herald del 2 de mayo de 1895 – a dos semanas y dos días de su muerte – Martí explica la razón del alzamiento de los cubanos: “emancipar a un pueblo inteligente y generoso, de espíritu universal y deberes especiales en América, de la nación
española, inferior a Cuba en la aptitud para el trabajo moderno y el gobierno libre” (OC 4, 152) (énfasis mío). Martí caracteriza a España con los mismos argumentos racistas utilizados en su época contra los negros y contra los nativos americanos: la inmadurez, el atraso, el (auto)gobierno libre – nótese la ambigüedad de “gobierno libre” – pues no puede aplicarse Cuba. ¿Quería Martí que España ejerciera un gobierno libre en Cuba? No tendría sentido postular algo semejante. Sin embargo, lo más importante es la afirmación de la superioridad de Cuba y la inferioridad de España. Más adelante añade solo “[e]l pensamiento superficial, o cierta especie de desdén brutal” podría afirmar que “que la revolución cubana es el prurito insignificante de una clase exclusiva de cubanos pobres en el extranjero, o el alzamiento y preponderancia de la especie negra en Cuba” (152). ¿Por qué Martí no escribe simplemente cubanos en el extranjero y en Cuba? Ahora bien, al refutar la opinión del “pensamiento superficial” tenemos que inferir que los cubanos del extranjero no eran pobres. Más aún cuando notamos lo que parece ser un oxímoron: “clase exclusiva” de “cubanos pobres.” ¿En qué sentido los pobres podrían constituir una clase exclusiva? Claro, si el lector no ha olvidado Martí distinguía a los “pobres” que tuvieron éxito de los que no, no sería desacertado suponer que el mensaje a los Estados Unidos era que los cubanos del extranjero eran los otros pobres: los que tuvieron éxito. Y mientras esos cubanos preservan su humanidad en la escritura de Martí, los otros, los negros, son meramente una “especie negra,” es decir, un grupo zoológico, o un montón de cosas que tienen en común el ser negras. El contraste es tan marcado que no vea como pueda justificarse o explicarse fuera del discurso racista. Sobre todo, por el hecho de que Martí, lejos de satisfacerse con esto presenta el origen de la nacionalidad española en términos, otra vez, abiertamente racistas. “Un ligero estudio de la composición nacional de España y de Cuba,” afirma, “basta a convencer […] de la incompatibilidad de carácter nacional, por sus raíces diversas y sus distintos grados de desarrollo, entre España y Cuba…” (énfasis mío). Esto lo lleva a un binarismo irreductible,
de raíz ontológica y racista, puesto que no se trata de las profundas diferencias y antagonismos con una colonia opresora, sino a una oposición natural, determinista: “la metrópoli europea y retrasada” y “la isla americana, contemporánea y laboriosa.” Martí reproduce, invirtiéndola la impronta racista de The Manufacturer y del Evening Post. Porque en esa oposición, Cuba, “contemporánea” – moderna – y “laboriosa” está a la par de la modernidad (blanca) norteamericana, mientras que la España atascada en el pasado (primitiva respecto a la modernidad) y más específicamente retrasada (no-blanca), nos recuerda la caracterización de Cuba en los periódicos yanquis. Irónicamente, uno puede inferir que la guerra de independencia de Cuba se justifica también, por la misma razón que aquellos periódicos se oponían a la anexión de Cuba: el discurso independentista martiano en su raíz no era menos colonial y racista que el del vecino. De ahí que al ir a la raíz de la formación del “carácter nacional” español vaya equipado con el correspondiente arsenal racista. En el origen de ese carácter, sugiere, está el bárbaro oriental, negro y afeminado, incapacitado para el trabajo viril – en otras palabras, los “sietemesinos,” los “insectos dañinos” de “Nuestra América:”  “Ligadas hace cuatrocientos años las regiones españolas, ásperas y celosas, contra el moro áspero afeminado en la molicie, vino, en mal hora para España, a cuajarse la monarquía y unificarse en la conquista, como todas las conquistas, fatal para el vencedor, de las tierras desnudas de América” (153) (énfasis mío). Para hacer todavía más evidente la transitividad españoles-moros, tanto las “regiones españolas” como el “moro” las encadena al adjetivo áspero. Después de todo, uno tiene que preguntarse qué función significativa tiene ese adjetivo, aparte de ligar España a la implícita degeneración de los moros. Inadvertidamente, todo cuanto consigue Martí es reafirmar aquello lo que pretendió refutar en su respuesta a The Manufacturer y The Evening Post. Si el origen de España es la barbarie; si éste está ligado a su lucha con una raza “inferior,” degenerada y afeminada, incapaz del trabajo viril – recordemos que los moros dominaron a España durante ocho siglos – y, consecuentemente, sugiere Martí esto dejó sus huellas en la nacionalidad española, con lo que se explican su retraso, su inferioridad e ineptitud para “el trabajo moderno y el gobierno libre”; y si, por otra parte – aunque Martí no lo mencionara – el origen de la “identidad cubana” se forjó en el interior mismo de la situación colonial de la isla, afirmar una separación absoluta entre una y otra cultura; entre una y otra historia, era simplemente una ridiculez. Recordemos lo que había dicho The Manufacturer: “Los cubanos no son mucho más deseables. A los defectos de los hombres de la raza paterna unen el afeminamiento, y una aversión a todo esfuerzo que llega verdaderamente a enfermedad. No se saben valer, son perezosos, de moral deficiente, e incapaces por la naturaleza y la experiencia para cumplir con las obligaciones de la ciudadanía en una república grande y libre” (énfasis mío). Si España era todo lo que dice Martí ¿podían los cubanos no haber heredado algo de ella? Lo quiero subrayar, sin embargo, es la absoluta coincidencia entre los racismos de Estados Unidos y el de Martí. En el fondo se trata de lo mismo: frente a la superioridad de la virilidad blanca, civilizada, y capaz de auto-gobernarse del Norte, Cuba no podía ser sino lo opuesto: el pueblo inferior, habitado por razas inferiores – los españoles, sus descendientes y los negros; o para resumirlo: por negros – y en cuanto tal, afeminada e incapaz de autogobernarse. De modo que cuando Martí denigra a España con los mismos estereotipos racistas que los Estados Unidos habían usado con Cuba, se produce una reveladora alineación: Estados Unidos y Martí contra Cuba y España. Como recordará el lector, argumenté que la supuesta defensa de los “cubanos” en “Vindicación de Cuba,” puesto que no solo se calla ante las injurias racistas contra los negros, y aún contra los cubanos descendientes españoles, sino que los  cubanos que menciona para demostrar su valer, estaban todos fuera de la isla, eran blancos, tenían fortuna, algunos eran ciudadanos norteamericanos o se habían formado en instituciones norteamericanas, e incluso de ellos era oficial de la marina norteamericana – Menocal –, y hasta estaba al frente de un proyecto imperial: la construcción del canal de Nicaragua. Dicho de otro modo, Martí quiso demostrar que los cubanos podían ser tan yanquis como los mismísimos yanquis, lo que equivale a decir igual de blancos. Como blanco, les asegura a los Estados Unidos que no había por qué preocuparse respecto a la “especie negra” de la isla, pues el propósito de la guerra no era “el alzamiento y preponderancia” de esa especie. ¿Qué quería decir Martí con “alzamiento”? A la luz de lo que hemos visto hasta aquí no puede menos que resultar sospecha esta elección que introduce una significativa ambigüedad: alzamiento significa alzarse en rebelión, pero también movimiento de abajo hacia arriba, o sea, elevación. Y puesto que en el contexto en que lo usa Martí es obvio que no se refiere a alzamiento militar de los negros – que, por supuesto, también pelearon – entonces alzamiento, seguido de preponderancia, significaría más probablemente la elevación y dominio de la especie negra. Por eso Martí, dice que “el hijo de Cuba, levantado en la guerra y en el trabajo de la emigración durante un cuarto de siglo a tal plenitud moral, industrial y política, que no cede a la del mejor producto humano de cualquier otra nación.” Ese hijo de Cuba, que Martí alza – “levantado” – posee todas las virtudes que The Manufacturer había negado: plenitud moral, industrial (no es perezoso), política (sí es capaz, por naturaleza – es superior a España – y por experiencia (en la guerra) de auto-gobernarse civilizadamente, hasta el punto de poder equipararse, alzarse, a la altura de los hijos de cualquier otra nación. Ciertamente, Martí no pensaba en los negros cubanos cuando habla de “elevación industrial.” Tampoco incluye a España es ninguna de las naciones con cuyos hijos podría equipararse el “hijo de Cuba.” Mucho menos a Marruecos. El “hijo de Cuba” es, pues, blanco, y por consiguiente, Cuba estaba a la altura de los países civilizados, modernos, industriales, blancos: “El conoce las fuerzas de su naturaleza, y ansía deshelarlas. El habla las lenguas vivas del mundo, y piensa con facilidad en las principales de ellas. El brilla por su cultura superior, como quien más, en los centros humanos, donde más se brilla” (155). La ironía de este pensamiento racista con relación a España radica, sin embargo, en que muy posiblemente Martí no sospechaba lo cerca que tenía al negro; al menos, de acuerdos con las ideas racistas de su tiempo. El 13 de febrero de 1876, en la sesión pública de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, el doctor habanero Miguel Riva y Urréchaga, y en respuesta a una petición del Tribunal, presentó el caso de una mujer blanca de nombre Cesárea o Nazaria “era blanca o mestiza (mulata), y si como decía, era oriunda de Islas Canarias.” Para ello, contó con el auxilio de Luis Montané que ya gozaba de prestigio como antropólogo, y quien hacía solo dos años había regresado de Paris, y de cuya Sociedad Antropológica era miembro. Aunque algunas de las conclusiones de Riva se contradecían, su conclusión fue la mujer parecía acercarse más a los mestizos. Por esta misma razón cree que la mujer procedía de Canarias, “por las frecuentes relaciones, que siempre han existido entre estas islas y África” (García González 203-06) (énfasis mío). Esto viene al caso, dado que la madre de Martí, Leonor Pérez, procedía de Canarias. El caso es también ilustrativo de que la naturaleza elusiva de la raza era y es lo que históricamente ha permitido su capilarización, llegando a permear – al igual que ocurre con la identidad sexual – todo el tejido social. En cuanto al moro “afeminado” ¿qué seguridad podía tener el Maestro de que al menos una gota de sangre de un moro no hubiera llegado, a través de quién sabe qué secretos e intrincados encuentros no llegó al torrente sanguíneo, masculino, de su padre? Porque, pensándolo mejor, ¿no explicaría esto, en parte, la obsesión martiana con los afeminamientos? Vaya uno saber, pues.     
Volviendo a la cuestión con los Estados Unidos, podemos explicarnos el peligroso y contradictorio juego en que se enreda Martí en una carta dirigida a una audiencia norteamericana, y legitimada por todo el peso político de la autoridad más visible de la revolución. La carta de despedida a Manuel Mercado de 18 de mayo de 1895, que deja inconclusa, es harto conocida, y sabemos que Martí dice ahí que todo cuanto había hecho había sido para “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.” Pero en la que le escribe el 2 de ese mes al New York Herald, puede decirse que Martí tienta la codicia yanqui, e incluso ofrece abrirle a los Estados el mercado de Cuba. Respecto a lo primero llama la atención la constante referencia a las riquezas de la Isla. Así, celebra sus tiene “anchos” puertos, sus “aurígeras entrañas,” “la maravilla natural de Cuba” Cuba “quiere ser libre,” dice, “para que el hombre realice en ella su fin pleno, para que trabaje en ella el mundo, y para vender su riqueza escondida en los mercados naturales de América” (énfasis mío). Si uno considera la ambigüedad con que, para su beneficio, y desde los tiempos de la doctrina Monroe, los Estados Unidos le han asignado a la idea de “América,” el hecho de que Martí no se refiera a las Américas, sino a América, se prestaba a una confusión peligrosa que no podemos perdonarle a un hombre, tan empeñado en evitar la voracidad imperialista. Peligro que se hace mayor para Cuba cuando Martí se refiere a ella como “la isla americana” (153). Esto no habría sido un problema si el contexto lingüístico y político hubiese sido otro, pero insisto en que no podemos perder de vista que escribe para los Estados Unidos, y que él sabía muy bien que éstos estaban a la espera de que cayera la manzana.  Martí dice que la dominación colonial impide “en la hora histórica en que se abre la tierra y se abrazan los mares a sus pies, [que Cuba] tienda anchos sus puertos y sus aurígeras entrañas al mundo repleto de capitales desocupados y muchedumbres ociosas.” Y añade: “Los cubanos reconocen el deber urgente que les imponen para con el mundo su posición geográfica y la hora presente de la gestación universal” (153) (énfasis mío). Qué deber es ese, Martí no lo dice; solo que los cubanos “son plenamente capaces” para, y “quieren cumplirlo.” Dado que esto – la posición geográfica de Cuba – era justamente uno de los mayores incentivos de las propuestas anexionistas, hay que preguntarse por qué, con qué finalidad, Martí lo menciona; y por qué deja ambiguamente abierto el deber de los cubanos respecto a la posición geográfica de la Isla, comprometiendo de paso – de manera no menos ambigua – el rumbo que tomarían las relaciones de la República con los Estados Unidos. Por otro lado, Martí también intenta conjurar el peligro de la anexión, y aun de la intervención norteamericana en el conflicto entre España y Cuba. Empieza por lo que parece una no velada advertencia a “un poder extraño que se prestase sin cordura a entrar de intruso en la natural lucha doméstica de la Isla favoreciendo a su clase oligárquica e inútil contra su población matriz y productora” (156). Pero luego suaviza la advertencia con una suposición que, conociendo como conocía él los deseos intervencionistas del Norte, parece más un ruego: “Una república sensata de América jamás contribuirá a perpetuar así, con el falso pretexto de incapacidad de Cuba, el alma de amo que la sabiduría política y la humanidad aconsejan extirpar en un pueblo puesto por la naturaleza a ser crucero pacífico y próspero de las naciones” (156). Martí, como puede verse, entra con mucho tacto en el asunto. En lugar de hablar de los Estados Unidos, endilga la opinión racista sobre los cubanos a una vaga, “república sensata de América.” No vaya a pensarse, sin embargo, que Martí tenía una visión racista de los cubanos de la Isla diferente a la de los Estados Unidos. En 1892, aludiendo al pueblo cubano, le escribe una carta a Gualterio García y Barrios donde le dice: “la misma voluntad de un pueblo parece ineficaz para realizar la obra complicada y minuciosa de dirigir y administrar su propia virtud, si este trabajo, grato sólo por el placer del sacrificio y la satisfacción de la conciencia, no es tomado a pechos por una suma corta y decisiva de hombres…” (Documentos inéditos 47-8) (énfasis mío). La ineficacia a la que se refiere, por supuesto, es a la de auto-gobernarse, que era justamente lo que se pensaba de los negros, y en general de todos los grupos subalternos, es decir, no-blancos.  
Entonces, de la advertencia, al ruego; y del ruego, a una tampoco velada promesa a los Estados Unidos para que no intervengan en Cuba. En este sentido, puede decirse que lo que a todas luces es una negociación de las relaciones de Cuba con Estados Unidos, al prometer – o asegurar, que es lo mismo – Martí está hablando y actuando como presidente de facto:

Los Estados Unidos, por ejemplo, preferirían contribuir a la solidez de la libertad de Cuba, con la amistad sincera a su pueblo independiente que los ama, y les abrirá sus licencias todas, a ser cómplice de una oligarquía pretenciosa y nula que sólo buscase en ellos el modo de afincar el poder local de la clase, en verdad ínfima de la Isla, sobre la clase superior, la de sus conciudadanos productores” (156) (énfasis mío).

Es de la mayor importancia lo que revela esto sobre la visión que tenía Martí de la lucha por el poder en Cuba, justo antes de su muerte. Está el “pueblo independiente” de Cuba que “ama” a los Estados Unidos. Luego sigue una “oligarquía pretenciosa” interesada solo en “afincar el poder local de [su] clase,” y es “en verdad ínfima,” es decir, inferior. Finalmente, está “la clase superior, la de sus conciudadanos productores.” Comencemos por eliminar de la ecuación al pueblo del que, por supuesto, siempre se puede predicar cualquier cosa. Como expresa Rancière, “[a]ntes de ser el nombre de la comunidad, demos es el nombre de una parte de la comunidad: los pobres. Pero precisamente ‘los pobres’ no designa la parte económicamente desfavorecida de la población. Designa simplemente la gente que no cuenta, los que no tienen título para ejercer el poderío del arkhé, sin títulos para ser contados” (Rancière 65) (énfasis mío). No existe el pueblo porque, como sugiere Didi-Huberman, pueblo supone la homogeneidad donde solo hay heterogeneidad, contradicciones. De ahí, como él dice, “nuestra imposibilidad para subsumir cada uno de los dos términos, representación y pueblo, en la unidad de un concepto” (Didi-Huberman 69).
Eliminado el pueblo, solo quedan grupos contendiendo por el poder: el de una “oligarquía” que Martí rápidamente desestima, despojándola de cualquier pretensión al poder – es “nula,” “ínfima” –, de modo que solo queda en pie, al final, “la clase superior, la de sus conciudadanos productores.” Dicha clase superior, que es la de los productores, no es sino una manera, apenas modificada como puede verse, de lo que Martí llamaba, eufemísticamente, “clases productoras de la industria,” o simplemente “los productores.” Es decir, la clase capitalista, para distinguirla de las “clases trabajadoras” (Morán 243, 384, 471). Esta es, pues, la clase que Martí consideraba superior. Pero, entonces, ¿quiénes caían en el saco de esa oligarquía inferior que solo buscaba el modo de afincar el poder local de la clase” – a diferencia, claro, de la clase superior que solo buscaba el bien común, la república cordial del todos y para el bien de todos?
En mi opinión, la oposición “oligarquía” vs. “conciudadanos protectores” sugiere la de los comerciantes y la élite que detentaban el poder en Cuba, y que por ello, Martí sugiere pertenecían al pasado, al legado colonial, y como tal eran la rémora que se obstaculizaba el ímpetu modernizador y democrático de los “conciudadanos productores.” Conciudadanos, en efecto, parece apuntar a la ciudadanía de las democracias. En 1885, James Allanson Picton publicó The Conflict of Oligarchy and Democracy, y sugirió que en Inglaterra la primera estaba relacionada con el poder que la Iglesia había ejercido en el pasado: “[c]uando consideramos más detalladamente algunos aspectos especiales del conflicto entre la oligarquía y la democracia, podría ser necesario referirnos otra vez a la influencia eclesíastica” (Allanson Picton 2) (énfasis mío). Para él, se trata de “la conversión de la oligarquía en democracia” (18). En realidad, el asunto no era que los “conciudadanos productores” capitalistas que son para Martí la clase superior estuvieran menos interesados que la oligarquía “en afincar el poder de [su] clase,” sino de que un capitalismo nacional aspiraría, al menos en principio, a la modernización del país, a diferencia de la última a la que solo le importaría mantener el poder para servir exclusivamente a sus privilegios individuales.                 
Al lector no puede habérsele escapado que en sus principales aspectos esta carta es una reescritura de “Vindicación de Cuba,” pero, claro, sin los regaños al imperio que había en ésta última. Como en aquella, aquí presenta a Cuba apta “para el trabajo moderno y el gobierno libre,” y en ello superior a España. El esmero que pone en disociar radicalmente a Cuba de España es su respuesta racista al racismo de The Manufacturer al presentar a los españoles, y a los “cubanos” como sus hijos, y con los mismos defectos.[xi] Se añade a esto la cuestión de la anexión en ambas cartas. Así como las referencias al heroísmo y madurez de los cubanos, mostrado el uno y alcanzada la otra a lo largo de largos años de batallar con el ejército español. Así, su alusión – idéntica en ambas cartas – a la Guerra de los Diez Años: “y [las] mujeres [de Cuba] se fueron a los montes a acompañar vestidas de telas de árbol, a los maridos que peleaban por la libertad; y sus magnates incendiaron sonriendo las casas de sus pergaminos y señoríos.” Al frustrarse entonces la independencia, porque el regionalismo “aisló y vició la guerra, y la perturbó de modo que pudo disuadirla el español,” dice Martí que

[¿quién? ¿qué?] vino en las personas de muchos de sus mantenedores a buscar en el goce y la práctica de la libertad en los pueblos americanos, el consuelo al eclipse de la propia, y en la fatiga de la vida reemplazó con la autoridad y sustancia del trabajo, la timidez y desconfianza que aún se notan, como elemento detractor y deprimente, y consecuencia de los privilegios de la esclavitud, en los elementos que se han criado más cerca del cadalso y del vicio oficial en la sociedad cubana (155) (énfasis mío).

            Este fragmento basta para comprender hasta qué punto la lectura de Martí puede resultar exasperante. Para empezar, no hay manera de identificar el sujeto de “vino,” lo que, naturalmente, afecta el sentido de lo que sigue. Luego, podemos entender que los cubanos forzados por la guerra a salir del país emigraran a otros pueblos americanos a buscar la libertad que no tenían en Cuba, y a consolarse de no disfrutar de la propia. Entonces, solo por deducción, podemos concluir que el que vino es el cubano, quien “reemplazó…..” Con lo que topamos con otro problema: el cubano ¿“vino en las personas de muchos de sus mantenedores”? La construcción no tiene ni pies, ni cabeza. Menos todavía, lo que sigue. Si bien, no dudo de que Martí habla del emigrado, ¿cómo entender que este, “en la fatiga de la vida,” reemplazara “con la autoridad y sustancia del trabajo” – es decir, de su trabajo – “la timidez y desconfianza que aún se notan […], en los elementos que se han criado más cerca del cadalso y del vicio oficial en la sociedad cubana.” ¿Cómo podía el emigrado reemplazar  “la timidez y desconfianza” que no podían ser sino las de los negros: “los elementos que se han criado más cerca del cadalso y del vicio oficial en la sociedad cubana”? Mas, lo que sí podemos decir, sin equivocarnos, es que la “especie negra,” amorfa e indiferenciada, ahora es prácticamente borrada en “los elementos.” Entonces, ¿por qué le parece a Martí un “elemento detractor y deprimente” la timidez y la desconfianza de los negros hacia los blancos? Detractor es un adjetivo que tiene dos posibles significados: 1) adversario, que se opone a una opinión descalificándola; 2) maldiciente, que desacredita o difama. Como quiera que se lo interprete, lo detractor y deprimente solo puede apuntar a la hostilidad y desconfianza que Martí piensa que sentían los negros hacia los blancos como resultado de la esclavitud, el “vicio oficial” de la sociedad cubana. No obstante, el uso de la voz pasiva – “se han criado” – escamotea la violencia, y la verdad de la esclavitud. En todo caso, los negros no se criaron, sino que fueron criados por los esclavistas “más cerca del cadalso.” Pero esto no es todo. En el cadalso eran ejecutados aquellos sujetos que, o eran criminales, o que por razones políticas el régimen colonial los juzgaba como tales. La ambigua asociación que hace Martí acerca al esclavo; o incluso lo superpone a la del criminal. También el verbo criarse es sumamente ambiguo y problemático aplicado a la institución esclavista. Los esclavos no se criaban ni junto, ni cerca del cepo. El cepo no era una casa cuna, ni siquiera un lugar, sino un instrumento de muerte. La idea de los esclavos criándose solos en la cercanía del cepo sugiere la del esclavo adaptado a la esclavitud, acostumbrado a ella.

           Hay que decir que Martí insiste tanto en la capacidad de Cuba para el autogobierno que uno no sabe si quiere convencerse él – recuérdese lo que ya dijimos al respecto – o a los Estados Unidos. Al mismo tiempo, esa insistencia revela miedo e impotencia, ya que implícitamente reconoce que los Estados Unidos tienen el poder de reconocer o rechazar la preparación de los cubanos para la independencia: Cuba es “capaz del gobierno” (152). Es superior a España “en el gobierno libre” (152). “Esa composición del carácter del hijo de Cuba explica su capacidad para la independencia” (156). “Y esa capacidad plena del hijo de Cuba para su empleo y gobierno…” (156). Esto podemos interpretarlo como la tácita admisión martiana dirigida a los Estados Unidos: sé que quieren anexarse Cuba, pero si nos oportunidad les demostraremos que podemos auto-gobernarnos, que no somos tan negros como ustedes piensan; que en verdad, los cubanos somos blancos también, y civilizados, no como los negros españoles. Los miedos de Martí respecto a Estados Unidos, por otra parte se hacen eco de lo que los mambises del 68 hicieron con los esclavos, y en general con los negros, al sostener que éstos tenían que ser entrenados primero en el ejercicio de la libertad: “[O]riginalmente Céspedes postergó la abolición de la esclavitud, expresó en privado que él creía que los esclavos cubanos no estaban entrenados para la libertad,” e implicó que “la guerra tendría que servir como un salón de clase donde los esclavos recién liberados serían ‘entrenados para que comprendieran el correcto significado de la verdadera libertad’” (Ferrer 29) (énfasis mío).
            Muy cerca ya del final de la carta, Martí pasa a referirse a la cuestión del negro cubano.[xii] Escuchemos bien lo que dice:

Ni el cubano negro, que en su propia cultura y la amistad del blanco justo halla alivio al apartamiento social, que no divide más a blancos y a negros que en los pueblos viejos de la tierra dividió a nobles y villanos, sólo se alzará contra quien le suponga capaz de atentar, por la cólera que revelaría inferioridad verdadera, contra la paz de su patria (159).

            Quiero señalar que, ni antes, ni después, Martí habla, imagina o concibe la violencia del blanco. Solo se refiere a la del negro. Lo revelador es que empieza por legitimar la desigualdad racial. El negro busca “alivio al apartamiento social” – Martí había sugerido antes que se habían desarrollado los hábitos de convivencia entre las razas – pero ni condena ese apartamiento, ni se refiere a su fin. Todo lo que puede hacer el negro es buscar alivio; y buscarlo en “la amistad del blanco” que, siendo la fuente de la marginación es, no obstante, justo. Como Martí. Nótese, además, que el susodicho alivio también debe buscarlo el negro en su cultura. La cultura negra, no aparece aquí, pues, como el derecho del negro a su diferencia, sino como marca de su exclusión. Para Martí, el asunto viene de atrás, no es nada nuevo, ni de qué asombrarse o escandalizarse: la división de blancos y negros no difiere de la de nobles y villanos. Una vez más, el racista que con elaborado estilismo trata de que no se desboque, le juega cabeza. El paralelismo de la comparación es elocuente: blancos y nobles vs. negros y villanos. Procede entonces a instalar en el negro el panóptico del blanco: tiene que auto-vigilarse, estar atento, para sujetarlo, a cualquier impulso violento – puesto que es negro, tiene que tenerlo: en el fondo será siempre un negro, es decir, un bárbaro –, porque en su caso la violencia no puede tener otra causa que la de “atentar contra la paz de su patria.” Esa Patria blanquísima, inmaculadamente blanca, tiene por tanto el derecho a defenderse de la agresión negra, y puesto que esto último pondría de manifiesto la escondida verdadera inferioridad del negro, estaría justificado hacer lo que se hace con los brutos, con los inferiores: exterminarlos. Un año antes, en 1894, Manuel Sanguily se había expresado muy martianamente de la misma manera. En referencia a la suposición de que un día los negros se levantarían indiscriminadamente contra todos los blancos, Sanguily escribió: “Esto es simplemente un despropósito. Cuando debió odiar no sintió el negro rencor ni tuvo tampoco fuerza bastante, voluntad y condiciones, para vengarse y rescatar su libertad. Ahora no tiene más que motivos de satisfacción y reconocimiento (“Negros y Blancos” 203) (énfasis mío).
            Si la carta de despedida a Mercado ha sido considerada el «testamento político» de Martí, la carta al Herald del 2 de mayo de 1895 es su último y definitivo «manifiesto racista». De haber sido Martí – Patria, El Delegado – el Presidente de Cuba en 1912, ¿habría ordenado la represión de los Independientes de Color? Sin titubear, sin el más mínimo asomo de duda respondo que . Continuando su comentario sobre los negros cubanos en la carta al periódico neoyorquino, dice Martí (vale citar en extenso):

            La sublime emancipación de los esclavos por sus amos cubanos borró, sobre la tierra fecundada por la muerte hermana de criados y dueños, el odio todo de la esclavitud. Es honor singular del pueblo de Cuba, del que ha de pedirse respetuosamente reconocimiento, el que, sin lisonja demagógica ni precipitada mezcla de los diversos grados de cultura, presenta hoy al observador un liberto más culto y exento de rencor que el de ningún otro pueblo de la tierra. El campesino negro, más cercano a la libertad, vuela a su rifle, con el que jamás en diez años de guerra hirió a la ley, y sólo se le advierte el jubiloso amor con que saluda y la ternura con que mira al hombre de tez de amo que marcha a su lado, o detrás de él, defendiendo la libertad. De la justicia no tienen nada que temer los pueblos, sino los que se resisten a ejercerla. El crimen de la esclavitud debe purgarse, por lo menos, con la penitencia harto suave de alguna mortificación social. Desde los libres campos cubanos, al borde de la fosa donde enterramos juntos al héroe blanco y al negro, proclamamos que es difícil respirar en la humanidad aire más sano de culpa y vigoroso, que el que con espíritu de reverencia rodea a negros y blancos en el camino que del mérito común lleva al cariño y a la paz (159) (énfasis mío).

            Debemos tener en mente que ya había comenzado la segunda guerra de independencia, en la que estaban muriendo los negros luchando por la libertad de Cuba. Sin
embargo, Martí no habla de negros libres, sino de libertos, que no era lo mismo. El liberto o manumiso era una especie de zona gris entre el negro esclavo y del negro libre.[xiii] Más aún si tenemos en cuenta la conclusión de Roberto Esposito de que el paso del esclavo al hombre libre nunca llega a completarse.[xiv] Puesto que la esclavitud ya había sido abolida en Cuba, la referencia martiana al liberto implicaba la continuidad – no la superación – del orden colonial. Ese liberto que, orgulloso, Martí muestra al mundo – es “un liberto más culto […] que el de ningún otro pueblo de la tierra” – educado por su patronos blancos en la sumisión a la ley, pone en entredicho la “sublime emancipación.” Sublime sobre todo, me apresuro a señalar, porque aparece como el regalo a los negros de sus “amos [blancos] cubanos.” Adviértase, además, que no obstante la libertad parentética del liberto, Martí le prohíbe el rencor; con lo que quiero decir, la memoria de la esclavitud. Pero tal y como dije que ocurría con las protestas de auto-gobierno que le hace a los Estados Unidos, ahora su insistencia en el negro absolutamente pacificado, traiciona igualmente el miedo de su raza: el miedo al negro. Así también, al “campesino negro” que vuelve a la guerra con su rifle, y que solo está cerca de la libertad, le recuerda que “jamás hirió la ley” con ese rifle, con lo cual Martí no hace sino enfatizar la advertencia que había hecho antes: que se cuide de atentar en un futuro “contra la paz de su patria,” puesto que esto revelaría su “verdadera inferioridad.” Al negro se le inculca así – y eso lo hemos estado viendo en los Estados Unidos – la auto-vigilancia ante cualquier palabra, ademán, expresión o acción suya, que pueda ser interpretada como una manifestación de violencia. Alrededor de ese panóptico se congregan los rancheadores, quienes por otra parte, siempre se sienten amenazados, y por tanto justificados para soltar la jauría. La vigilante amenaza del racismo que siempre se cierne sobre el negro cristaliza cuando hace que ese campesino negro que, no lo olvidemos, solo está cerca de la libertad salude con “jubiloso amor” y mire “con ternura” – escuchemos bien – “al hombre de tez de amo que marcha a su lado, o detrás de él, defendiendo la libertad.” El liberador de esclavos conserva el frescor de su “tez de amo,” que, claro, revela al esclavista. Y ese amo esclavista el que marcha al lado, o detrás del negro, defendiendo la libertad. Precavido, sin embargo, no se le ocurre ponerse delante del negro, a pesar de que, supuestamente, lo mira con ternura. Entonces, ¿la de quién?, preguntémonos, se defiende aquí? Ese “hombre de tez de amo” es el representante y que vigila por el cumplimiento de la ley y el mantenimiento del orden blanco: es un trasunto de fiscal, de policía, de custodio de institución penal. Lo que dice Martí no deja dudas sobre lo que significa esa sombra que lleva pegada el negro: “De la justicia no tienen nada que temer los pueblos, sino los que se resisten a ejercerla.” Donde dice pueblos, léase negros. Porque, ¿a qué viene hablar de pueblos cuando está hablando de negros? Por eso sigue hablando de negros… y blancos: “El crimen de la esclavitud debe purgarse, por lo menos, con la penitencia harto suave de alguna mortificación social.” ¿No había jurado Martí lavar con su vida el crimen de la esclavitud? ¿Qué menos podíamos esperar del Apóstol? Mientras por un lado le exige al negro que se muestre amoroso y agradecido con los blancos que supuestamente lo emanciparon, y le advierte que no se salga de la ley y el orden; por el otro trae de vuelta el esclavismo en ese hombre de tez de amo que, obviamente, introduce en la República para que vigile y reprima al negro. Pero el puntillazo final de ese racismo está, en última instancia, en la desigualdad de las dos borraduras que propugna: la memoria de la esclavitud y la culpa del blanco. Según Martí la esclavitud debía purgarse, cuando menos, “con la penitencia harto suave de alguna mortificación social.” ¿Qué mortificación social podía ser esa? ¿Tener que aceptar que vivirían en una Cuba donde no podrían evitar la presencia del negro? Los negros obviamente eran muy buenos – siempre lo han sido – para morir. La patria pasa a ser el nuevo barracón: “al borde de la fosa donde enterramos juntos al héroe blanco y al negro, proclamamos que es difícil respirar en la humanidad aire más sano de culpa y vigoroso.” Precisamente, porque de la “penitencia harto suave” Martí pasa al “aire sano de culpa,” es decir, porque no hay ni ha habido nunca restitución, reconocimiento de la culpa, el barracón no puede desaparecer. Tan pronto como un negro se sale de su lugar, recuerda, se le tacha de ingrato. Siempre hay un rancheador de guardia, que no descansa.
            La carta de Martí al Herald concluye declarando que “[p]lenamente conocedor de sus obligaciones con América y con el mundo, el pueblo de Cuba sangra hoy a la bala española, por la empresa de abrir a los tres continentes en una tierra de hombres, la república independiente que ha de ofrecer casa amiga y comercio libre al género humano” (160). Sugiere así que a través del establecimiento de una república independiente, Cuba podrá cumplir sus obligaciones comerciales, no solo con Estados Unidos, sino con los tres continentes. En apariencia, pues, matiza así otras ideas que ya discutimos, y que como vimos comprometían las relaciones de Cuba con su vecino. Para mí, lo más importante ahora es el cierre ambiguo de la carta, y tengo que decir que para mí sospechoso si uno considera las sospechas, e incluso lo que con bastante seguridad había llegado a comprender Martí sobre las intenciones de Estados Unidos hacia América Latina (“Nuestra América”) y hacia Cuba. “[a] los pueblos de la América española no pedimos aquí ayuda,” expresa, “porque firmará su deshonra aquel que nos la niegue” (mi énfasis). La afirmación del aquí – y por supuesto, ahora – refiere a la carta al Herald. Entonces, el “no pedimos aquí ayuda” a los pueblos de Hispanoamérica implica que es a los Estados Unidos a los que aquí les pedirá ayuda. Si no, ¿por qué incluso mencionar el pedido de ayuda? Al mismo tiempo, si uno piensa en lo que Martí le dice a Mercado en la carta que dejó inconclusa, ¿no resultaba peligroso, arriesgado, pedirle ayuda al vecino del Norte? ¿No existía acaso el riesgo de tener que tener que pagar intereses que a Martí no le hubiera resultado difícil prever?:

Al pueblo de los Estados Unidos mostramos en silencio, para que haga lo que deba, estas legiones de hombres que pelean por lo que pelearon ellos ayer, y marchan sin ayuda a la conquista de la libertad que ha de abrir a los Estados Unidos la Isla que hoy le cierra el interés español (160) (énfasis mío).

            Se comprenderá mejor cuando dije que sólo en apariencia Martí había corregido – o lo había intentado – declaraciones previas sobre las relaciones de Estados Unidos con la República tras la independencia. Porque ahora está claro, me parece, que les ofrece abrirles la isla a cambio de ayuda. En primer lugar, porque Martí no muestra en silencio la pelea de los cubanos por la independencia, sino que insiste, habla de esto continuamente. Entonces, decirles a los Estados Unidos que “haga lo que deba” equivalía a darles un cheque en blanco para que hicieran lo que debían, puesto que lo que debían era lo que querían o les convenía. De hecho, Martí puede decirse que estaba invitando la intervención. El hecho, además, de que la carta la firmaran él y Máximo Gómez, no podía sino implicar un pedido de intervención por parte del alto mando militar y político de la guerra. Hábilmente, Martí coloca lo que le dice a Estados Unidos entre la alusión a la ayuda de “los pueblos de América española” y la pregunta que le hace al mundo: “Y al mundo preguntamos, seguros de la respuesta, si el sacrificio de un pueblo generoso, que se inmola por abrirse a él, hallará indiferente o impía a la humanidad por quien se hace” (160) (énfasis mío). Hay dos detalles que son de la mayor importancia para comprender el delicado y peligroso juego de Martí. En primer lugar el paralelismo: “Al pueblo de los Estados Unidos mostramos en silencio” / “Y al mundo preguntamos.” Comprobamos lo que dijimos antes, ya que mostrar, en este contexto, equivale a preguntar. La pregunta que no puede hacerles directamente a los Estados Unidos al dirigirse a ellos, se las oblicuamente hace al preguntarle al “mundo.” Finalmente, claro, está el segundo y revelador paralelismo: abrirle la Isla a los Estados Unidos / abrirse al mundo.
            Esta carta, que para ser franco no había leído antes, nos presenta la dificultad de explicar su relación con aquella otra con la que permanece en irreducible contradicción: la que, dirigida a Mercado, dejó inconclusa el 18 de mayo de 1895. Pero una vez que se confrontan esas cartas en relación con la proyección martiana hacia la relación de Cuba con los Estados Unidos en el contexto de la guerra de independencia de 1895, comprobamos que el problema no es de contradicción, sino de separación entre el decir y el hacer. En la carta del dos de Mayo, Martí le dice a los Estados Unidos que haga lo que deba. Aunque esto va dirigido al “pueblo” de los Estados Unidos, ya sabemos que el pueblo no contaba, y que la decisión la tomaría el gobierno y los intereses que estaban en juego. Esto que, insisto, implicaba la intervención si era esto lo que debían hacer, es lo que hace Martí. Lo diferente es lo que le dice a Mercado, y lo que hasta ahora casi todos habían creído: que cuanto había hecho hasta ese día – “hasta hoy,” escribe el 18 – y haría, no tenía otro propósito que “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos” (OC 167). Pero, como sabemos, el 2 de mayo; o sea, antes del 18, Martí y Gómez prácticamente le habían dado luz verde a la intervención yanqui. Díaz Quiñones tiene razón, pues, cuando afirma: “[l]a intervención norteamericana no sólo fue deseada por muchos cubanos, sino, para decirlo bruscamente, fue el resultado de complicidades, acuerdos tácitos e intereses muy enmarañados.” Sin embargo, esto, según Díaz Quiñones ocurre después de muerto Martí. Fue entonces que “el Partido Revolucionario Cubano y el Ejército Libertador cubanos estuvieron conformes con la entrada de los Estados Unidos en la guerra” (Díaz Quiñones 212). Ahora sabemos que este no fue el caso.

5

Mi raza… ¿pero cuál?

            Siempre que la mayor parte de los estudiosos quieren reafirmar el compromiso anti-racista de Martí, dos textos suyos resultan insoslayables: “Nuestra América” (1891) y “Mi raza” (1893). De éstos, siempre nos muestran las mismas citas, y siempre del mismo modo: como ilustración.[xv] Nada que discutir. No han falta, sin embargo, críticos que no hayan cuestionado algunos de las ideas más comúnmente aceptadas sobre Martí y el racismo. Rosaura Sánchez, por ejemplo, al discutir la idea de igualdad de Martí va precisamente a “Mi raza:”

La igualdad es también una noción legal problemática para Martí, que se está esforzando por unir a los cubanos negros y blancos en la lucha por la independencia. La igualdad llegará a su tiempo, afirma, sobre la base “[del] mérito, la prueba patente y continua de cultura, y el comercio inexorable acabarán de unir a los hombres.” Aquí, por supuesto, Martí traiciona su asimilación de los discursos del liberalismo económico que, como explica C. B. Macpherson, es la política de la opción, de la competición y el mercado, pero no de la igualdad (Sánchez 123).

            Por su parte, Susan Gillman repara en que cuando en “Mi raza” Martí  “reclama que Cuba es racialmente neutral, para así refutar el blanqueamiento de los discursos nacionalistas latinoamericanistas del mestizaje,” la invocación de esa neutralidad lo conduce “a un argumento sobre el nacionalismo basado en la raza” (Gillman 101). Como ella expresa, aquí,

[e]l lenguaje masculino de la fraternidad militar y republicana superando las diferencias raciales rivaliza con la amenaza inminente de la guerra racial. La amenaza racial es tan potente que incluso el engendrado de la fraternidad racial masculina no puede ser superado en una guerra nacionalista. De aquí que el patriotismo de Martí necesariamente se involucra tanto en el desafío del racismo como en el silenciamiento de la raza (Gillman 102).

            La importancia de los comentarios respectivos de Sánchez y Gillman reside en que desafían dos importantes líneas de lectura tradicionales asociadas con “Mi raza.” En el texto martiano donde generalmente se ha visto una afirmación de la igualdad racial, Gillman descubre, plantada en sus mismos presupuestos, la semilla de la desigualdad. Mientras tanto, Sánchez sugiere que, a pesar de la supuesta neutralidad racial del texto, su prominencia es innegable, primero por su telón de fondo – el temor a la guerra de razas –, y después por el silencio de Martí al respecto. Esto quiere decir que el silencio es, por tanto, uno de los marcadores de la raza en el texto. Por ahora solo añadiré que, por esa misma razón, la tarea de hacer audible el silencio es una tarea que una lectura crítica, cuidadosa, no puede soslayar.
            Enrique Patterson es quien, a mi juicio, ha hecho las observaciones más incisivas acerca de “Mi raza.” El mérito de su análisis consiste, sobre todo, en hacer precisamente audible el silencio calculado de; y habría que añadir impuesto por Martí. Es lo que acertadamente Patterson ve como enmascaramiento y evasión. Comentando un pasaje del artículo martiano, Patterson dice:

El humanismo martiano se destaca en sus palabras. “Hombre” es más que raza, y es cierto; como también es cierto que esta humanidad es abstracta y sin contenido si no se concreta en culturas y especificidades socio-históricas donde la raza está incluida. Ni Saco ni Arango desdeñaban la pertenencia de los negros al género humano, están hablando de hombres concretos en situaciones sociales y culturales concretas a los cuales la élite domina y explota, y donde la raza forma parte del sistema de justificación de la situación. El humanismo martiano, por lo general, no resuelve la comprensión a esa instancia, más bien lo enmascara. La segunda instancia martiana es la apelación a la necesidad: “cubano” es más que raza. La humanidad y la nacionalidad eliminan las diferencias. El intento de reconocer la identidad sobre la base de abstracciones que eliminan las diferencias, en aras de un objetivo común –si leemos el desarrollo posterior de la historia cubana– es esencialmente peligroso. “Los partidos políticos –dice Martí en el mismo artículo– son agregados de preocupaciones, de aspiraciones, de intereses y de caracteres... La semejanza especial se busca y se halla, por sobre las diferencias de detalle” (La cursiva es mía) (Patterson 54).

Para Patterson, Martí intenta superar la solución racista de José Antonio Saco y de Francisco Arango y Parreño con un humanismo que no ofrece una solución del problema, sino su eliminación. Sólo que esto es, justamente, lo que atasca a Martí: “hay un avance en Martí, en el sentido de que no elimina, al menos, a los negros como cubanos, no obstante los elimina como negros, como sujetos con una historia y problemas sociales específicos” (54) (énfasis mío, no del autor). Solo cabe agregar que una cosa no podía ocurrir sin la otra. Si el negro es eliminado “como negro,” no puede existir “como cubano,” dado que la identidad nacional misma es impensable al margen de su origen en la esclavitud, y por tanto de la cuestión racial. Negar al negro como negro es otra manera de lincharlo. Y vale no olvidarlo, que ya sabemos que a Martí lo obsesionaba ser poeta “en actos.”
Dejé “Mi raza” para concluir esta entrega por el lugar intermedio que este texto ocupa entre los que he discutido hasta aquí. En efecto, Martí publicó “Mi raza” en 1893; o sea, dos años más tarde que “Nuestra América” (1891) y dos años antes que la carta al New York Herald (1895). Entonces, después de todo lo que hemos visto hasta aquí – quiero decir, hasta 1895 – la discusión de “Mi raza” debe entenderse solo como una manera de rematar, si se quiere, lo que he venido argumentando sobre la cuestión racial en Martí.
Martí publicó “Mi raza” en Patria el 16 de abril de 1893. El texto comienza con una extraña afirmación: “Esa de racista está siendo una palabra confusa, y hay que ponerla en claro” (OC 2, 298). ¿Qué quiere decir con esto? ¿Quiénes eran los confundidos? ¿Los blancos? ¿O más bien los negros que, con el derecho que les cabía, consideraban racistas a los blancos que les negaban sus derechos? Al igual que a los trabajadores del club anarquista Enrique Roig a los que empieza por decirles que no entendían lo que leían en malas traducciones, el negro tampoco entendía, estaba confundido. ¿Y quién va a explicarle el significado de racista para que no siga “confundido”? Un blanco, por supuesto. Y uno justo, igualitario. Solo que no puede ocular su “tez de amo.” Así, el primer gesto de un texto que aboga por la “igualdad,” es el de marcar desde el principio la distancia entre el confundido y el esclarecido, entre el que sabe y el que no. Que esas distancias sean también raciales es solo una coincidencia, una cuestión de detalle. Sigue entonces una de esas sentencias martianas, contundentes, que más que expresar un criterio, legislan la realidad; esto es, la crean por medio del dictamen. Resultan ser muy útiles, por cierto, a la hora de colgar a Martí en el marco elegido (anti-racista, anti-imperialista, latinoamericanista, etc.): “El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos” (298). Lo que hasta ahora ha pasado, que yo sepa, inadvertido, es el hecho de que el título del artículo, escrito en primera persona, implícitamente hace una promesa que queda incumplida. Es, posiblemente, el silencio más significativo a la hora lo que se trata de aprehender lo que se trama en el interior de un texto supuestamente anti-racista. Ese título cumple, pues, dos funciones importantes: primero, inscribe la centralidad de la raza, y no simplemente la raza, sino la de Martí; y segundo, la oculta, puesto que no llega a declararla. ¿Cómo se traslada la jugada del título al texto mismo? Exactamente de la misma manera. Porque el pensamiento racial que sostiene el texto es, y no podía ser otro, que el de un hombre blanco: Martí. Solo que esto mismo es lo que el texto intenta escamotear al apelar, desde el principio, a la idea de universalidad. Es ahí, tras ese hombre universal – “dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos” – supuestamente desracializado, sin alianzas de partido y de clase; el hombre sin historia, que Martí intenta esconderse. Como observa Patterson, “esta humanidad es abstracta y sin contenido si no se concreta en culturas y especificidades socio-históricas donde la raza está incluida” (Patterson 54). Se trata también de que la universalización decretada por Martí, con el supuesto propósito de establecer el reino de la igualdad, responde a lo que Balibar considera una de “las condiciones estructurales del racismo moderno.” Podemos verificarlo en el hecho de que “las sociedades en las que se desarrolla el racismo son al mismo tiempo sociedades ‘igualitarias’, es decir, sociedades que ignoran (oficialmente) las diferencias de condición entre los individuos, esta tesis sociológica […], no puede abstraerse del entorno nacional.” (énfasis mío). Es decir,

no es el Estado moderno el que es ‘igualitario’, sino el Estado nacional (y nacionalista) moderno, con una igualdad que tiene como límites interiores y exteriores la comunidad nacional y como contenido esencial los actos que le dan significado directo (especialmente el sufragio universal, la ‘ciudadanía’ política). Es ante todo una igualdad respecto a la nacionalidad  (Balibar b, 81-82).[xvi]

Hay que añadir también eso que ya he expresado antes, a saber, que lo que traiciona el lugar desde donde habla Martí – el del hombre blanco – es justamente lo que dice, puesto que ni a los negros cubanos, ni a los de Estados Unidos, se les habría ocurrido pensar en esos años que los derechos de los hombres no se pesaban en la balanza de las razas. Reconocer esto implica señalar el escondite de Martí, y sacarlo de ahí.
Tengamos, pues, en cuenta dos cosas al avanzar. Primero que todo, que en “Mi raza” Martí se exhibe y se oculta. Después, que los dos pilares que sostienen al artículo son el nacionalismo por su lado “bueno:” el patriotismo y el racismo – aún si solo como negación, que no es el caso. En este sentido no puede olvidarse lo que comparten el nacionalismo y el racismo: los fundamentos de ambos son la exclusión y la inclusión. Según Balibar: “[e]s esta estructura amplia del racismo, heterogénea y sin embargo fuertemente cohesionada, en primer lugar por una red de prejuicios y en segundo por discursos y comportamientos, la que mantiene una relación necesaria con el nacionalismo y contribuye a crearlo, produciendo la etnicidad ficticia alrededor de la cual se organiza” (Balibar b, 81) (énfasis del autor).
Veamos, entonces, qué sucede con el hombre universal una vez que interviene la raza: “El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún otro hombre: peca por redundante el blanco que dice: “mi raza”; peca por redundante el, negro que dice: “mi raza” (OC 2, 298). Martí pareciera encarnar la representación absoluta de la justicia. Censura al “racista negro” y al “racista blanco.” Como es natural, el primer racista que le viene a la mente, es el negro. Y también el último. Entre los dos racistas negros, el blanco. De este modo el texto trae de vuelta el miedo a la guerra racial que en principio parece rechazar. Pero esto es lo que nos permite ver la falsa igualdad del enunciado. Al hablar de inferioridad y de superioridad, Martí solo se refiere al negro; no al blanco. Este es el solo el comienzo de una serie de supuestas afirmaciones de la igualdad racial, que son absolutamente todo lo contrario; para decirlo de una vez: manifestaciones del racismo más ostensible que uno pueda imaginar, y más despreciable por la deliberada manera con que se lo usa para confundir, no para aclarar el significado de racista. Porque, ¿cuántos negros conocía Martí que se creían superiores a los blancos; o que era eso lo que querían ser o alcanzar? Además, al no preguntar sobre el origen de las ideas de “superioridad” e inferioridad, crea la impresión de que el negro había llegado a la conclusión él solo, por sí mismo, de su inferioridad. ¿Y con qué derecho le exige al negro que no diga “mi raza” cuando para el blanco no era sino un negro, un nigger? Martí, como blanco, sabía muy bien, que la raza hegemónica no se piensa a sí misma como raza, sino para afirmar su superioridad y su derecho cuando aparece el otro, el sujeto racializado: el negro. Los blancos seguramente no iban por ahí diciendo “mi raza,” sino más bien tu raza,¡negro! Esa es la razón por la que no consigna su raza. Como él dice, sería pecar de redundante.    
De aquí que para calar el racismo del texto sea necesario dejar al descubierto la desigualdad que Martí intenta enmascarar con la apariencia de igualdad. El asunto no está en la sustancia de lo que dice – que es obviamente racista – sino en el trucaje del estilo, y sobre todo en el mismo artificio al que apela una y otra vez: las estructuras paralelas, reforzadas además por la repetición de las mismas palabras, crean la ilusión de la igualdad, de “lo mismo,” de que el negro es igual al blanco, y son juzgados de “la misma” manera, igualitariamente: “peca por redundante” / “peca por redundante” / “el blanco que dice” / “el negro que dice” / “mi raza” / “mi raza.” Parece que nos movemos en círculo. La escritura, lejos de aclarar, confunde, desorienta. Es como si estuviéramos escuchando lo mismo sobre el blanco y sobre el negro. Cuando todo ocurre al revés. Y Martí reincide, peca, como dice él, por redundante; pero peca de racista.
Un ejemplo de su reincidencia es la falsa equiparación entre un “racismo blanco” y un “racismo negro;” en el hecho mismo, otra vez, de que no pueda censurar al primero sin antes afirmar que existe un racismo negro igualmente merecedor de censura: “El racista blanco, que le cree a su raza derechos superiores, ¿qué derecho tiene para quejarse del racista negro, que le vea también especialidad a su raza? El racista negro, que ve en la raza un carácter especial, ¿qué derecho tiene para quejarse del racista blanco?” (OC 2, 298-9) (énfasis mío). La falacia de Martí se evidencia en el hecho de la tergiversación que introduce. Elige silenciar lo que realmente está en el meollo mismo del racismo –la negación de sus derechos al negro y la desvalorización de su vida– al equiparar el problema del blanco (creerse superior, negar los derechos del otro) con el del negro. Afirmar, o sugerir incluso que el problema del negro era sentirse “especial,” y por tanto superior por ser negro, solo puede ser resultado de la ignorancia, de la ingenuidad o de la mala fe; y en todos casos de un racismo que Martí no consigue silenciar. Como ya dije, es el hecho en sí mismo revelador, de que no pueda concebir al “racista blanco” sin el “racista negro,” lo que nos dice con qué cartas está jugando: “El hombre blanco que, por razón de su raza, se cree superior al hombre negro, admite la idea de la raza, y autoriza y provoca al racista negro. El hombre negro que proclama su raza, cuando lo que acaso proclama únicamente en esta forma errónea es la identidad espiritual de todas las razas, autoriza y provoca al racista blanco” (299). ¿Por qué Martí no se entrega a la suposición en el hombre blanco, como hace con el negro: “que acaso….”? No es difícil comprender que esta ruptura del paralelismo, justo en un texto construido como un cuarto de espejos, haya pasado y pueda pasar inadvertida. Ese detalle tiene implicaciones políticas en el texto. El “racismo negro” al suponerse a sí mismo, según Martí, la “identidad espiritual de todas las razas,” sugiere, incluso si solo oblicuamente, una intención supremacista en el negro, en tanto se siente el centro hacia el que gravitan, subsumiéndolas, aún si solo espiritualmente, todas las razas. Resulta, además, sorprendente que Martí pueda encontrar legítima la violencia racial, ya que era esto precisamente lo que, en principio, suponíamos que “Mi raza” quería evitar. Prueba de esa legitimación son los verbos “autoriza” y “provoca.” Claro, para no variar, Martí tira la piedra… y esconde la mano. Por eso hay que decir que estos verbos legitiman abiertamente la violencia, y lo esconden. ¿Cómo? Primero, por el orden absurdo – y por tanto intencional – que Martí les asigna. Lo lógico habría sido que escribiera provoca, y como consecuencia de esto, autoriza. Segundo, a “autoriza” le falta algo, algo que no llega a decirse: lo autoriza, ¿a qué? Lógicamente, la provocación es la causa de la violencia, lo que la autoriza. Pero esa violencia entredicha tiene otros lados más oscuros que otras rupturas del paralelismo revelan. Implícitamente, el racismo del blanco parece justificado, pues obedece a una causa: “El hombre blanco que, por razón de su raza, se cree superior al hombre negro, admite la idea de la raza, y autoriza y provoca al racista negro.” La idea de superioridad que tiene el blanco, se sugiere, arranca primero de un hecho natural: “por razón de su raza,” y después de no negarlo, de admitirlo. La idea martiana del racismo blanco es, en el mejor de los casos, un disparate; y en el peor, una calculada evasión. Lo primero requeriría pensar que hacia 1893 empezaba a fallarle la cabeza a Martí. Lo segundo, que su inteligencia no tenía límites, o que esos límites eran los de su racismo; es decir, de una vastedad incalculable. Opto por lo segundo.
A diferencia del hombre blanco que meramente “admite” su raza, el negro la “proclama.” No se trata de lo mismo, ¿no es así? ¿Por qué ese cambio de verbos? Porque el blanco que solo admite su raza, porque después de todo es blanco, no podía ser percibido igual que el negro que no teniendo derecho a una voz, se atreve a dar un grito. Se proclama. Y ese grito, el blanco lo resignificará para siempre como la marca de la violencia y la barbarie del negro. ¿Qué justificación podría tener la violencia del negro si el blanco meramente le dice, admite que es blanco? ¿No lo es? ¿Y por qué “admitir la idea de la raza” autoriza y provoca al negro?” Además, ¿qué quiere decir Martí con “la idea de la raza”? ¿Es acaso lo mismo admitir “la idea de la raza” que “proclamar su raza? ¿No se insinúa aquí, a través de las duplicidades de la escritura y de la autoridad detrás de ella, que el racista es el
negro, el que solo ve y está obsesionado con su raza, la proclama, y por consiguiente solo puede ver desde y a través de la raza; mientras que el blanco solo admite “una idea de la raza? ¿Quién es el racista para Martí?, pregunto. Agréguese que aun en el supuesto de que Martí le concediera equitativamente al negro y al blanco el derecho a la violencia en caso de una provocación racista, ¿qué posibilidades tenía el negro frente a la violencia del blanco respaldado por leyes e instituciones blancas? ¿De verdad alguien cree que Martí no sabía esto?     
De nada le vale, entonces, recurrir al truco retórico acostumbrado: “Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro.” Porque, si como él dice, “[l]o semejante esencial se busca y halla, por sobre las diferencias de detalle,” escondiendo así la cuestión racial en esas “diferencias de detalle,” tendríamos que recordar que, en primer lugar, en ninguna parte –y menos en ese tiempo– el problema de la raza no ha sido jamás meras “diferencias de detalle,” y que en todo caso el meollo del asunto se encuentra justamente en el detalle. Como afirma Patterson,

lo que diferencia a negros y blancos a fines del siglo XIX cubano, eliminada la esclavitud después de la primera guerra de independencia, no era un problema de “detalle”, al contrario eran problemas serios de segregación y discriminación, de acceso a la propiedad, de derechos civiles y políticos, de valoración cultural, los cuales no pueden soslayarse en aras de una “humanidad” o “cubanidad” entendida al margen de esos problemas (Patterson 54).

Nada mejor para ilustrarlo que los innumerables detalles del propio texto martiano, sus callejones, cuevas; en fin, todo un mapa racista plagado de falsas direcciones con el calculado intento de extraviar y confundir al negro, y proveer a las élites blancas de la República futura con ambas cosas: un poderoso texto político con el cual negar las especificidades y desigualdades originarias de ambas razas, mediante la apelación a una cubanía que exigía que destinada a coartar las protestas de los negros, los reclamos de igualdad. Cualquier intento en esta dirección sería calificado de ingratitud; podía ser caracterizado, al menos potencialmente, de reclamos conducentes a una “guerra racial.” De ahí que la proclamación del negro de sus derechos – por la vía política o armada – era una provocación a la Patria (esencialmente blanca), una amenaza para la “unidad” de la división de la nación. Lógicamente, ello autorizaba a su vez a reprimir a los negros, a ponerlos otra vez en su sitio.
La licencia represiva que Martí le concede a lo que Foucault llamó «racismo de Estado» se insinúa en la preocupante distinción entre un racismo bueno. ¿Será necesario explicarle al lector a estas alturas lo que se escondía tras este absurdo? Porque no veo cómo sea posible, para cualquier lector que lea todo el texto – aun para el más apresurado – no detenerse aquí y preguntarse, ¿racismo bueno? Uno tiene que considerar que, además de afirmar la existencia de un racismo bueno, y de arreglárselas para explicárnoslo, Martí – en lo que constituye otra ruptura de la retórica de los paralelismos – al parecer se olvida del racismo malo. Pues se sigue que si hay uno bueno, tiene que haber otro malo. Y más si, como ya dije antes, la idea misma de un racismo bueno era posiblemente la idea más descabellada, y digamos de paso, la más racista que podía habérsele ocurrido al Maestro. En efecto; era de ése, del racismo malo del que en primer lugar tendría que haber comentado Martí. En cambio, opta por otra distinción más retorcida, hipócrita y malsana: racismo bueno y racismo justo:

Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen, ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su alma de hombre, se dice la verdad, y ha de decirse y demostrarse, porque la injusticia de este mundo es mucha, y la ignorancia de los mismos que pasa por sabiduría, y aún hay quien crea de buena fe al negro incapaz de la inteligencia y corazón del blanco; y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no importa que se le llame así, porque no es más que decoro natural, y voz que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Sí se alega que la condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava, puesto que los galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma; eso es racismo bueno, porque es pura justicia y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo, que es el derecho del negro a mantener y probar que su color no lo priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana (298) (énfasis mío).

            “Si se dice,” dice Martí, proyectando así ese decir en una alegación impersonal, enunciada por nadie. Es solo un decir que flota alienado de un sujeto específico habilitado para reivindicar sus derechos. Solo al final – “pero ahí acaba…” – donde el decir del comienzo se funde con “el derecho del negro,” es que descubrimos que Martí aludía a lo que, supuestamente, eran los argumentos de los negros que denunciaban la discriminación racial. Al mismo tiempo esos argumentos, como ya sabemos, nos llegan a través de una autoridad blanca y racista: la de Martí. Esto puede explicar las extrañas parejas: “culpa aborigen” y “virus.” ¿Por qué no “culpa original,” “innata,” “natural,” etc.? Tratándose de Martí y los negros, debo advertir, el riesgo no es leer demasiado, sino quedarnos cortos.
            Si bien Martí afirma que al decir (el negro) que “no hay culpa aborigen, ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su alma de hombre,” dice la verdad, notemos que enseguida sugiere que [el negro], además de decirlo, tiene que demostrarlo. ¿Por qué el negro tendría que demostrar esto? ¿Y a quién o quiénes? Martí nos lo dice, recurriendo otra vez al impersonal, pero una intención muy diferente del principio. Para empezar, no se trata exactamente del mismo grado de impersonalización, puesto que “hay quien crea,” aun si aparentemente desconocido, refiere a un sujeto. En español, como se sabe, el relativo quien solo puede usarse para referirse a personas. A diferencia de lo que ocurre con “hay quien crea,” el “se dice” se hunde y se pierde en la masa informe de los negros, de la negritud. Martí nos dice que el negro tiene que demostrar su humanidad, porque hay [blancos] que crea[n] “de buena fe al negro incapaz de la inteligencia y corazón del blanco.” Para decirlo de otro modo, Martí concibe que los blancos puedan creer de buena fe en la inferioridad del negro, y que corresponde a éste demostrar lo contrario. No hay ni que decir que el examen y aceptación de las “pruebas” aporten los negros para demostrar su humanidad, corre a cuenta de los racistas de buena fe que son los mismos que los consideran inferiores. Sabemos, todos sabemos, los resultados de ese examen. Porque, como lo implica Martí, la tarea de los negros es simplemente imposible: no, el asunto no es siquiera demostrar su humanidad, sino que son capaces de “la inteligencia y el corazón del blanco.” Lo que tiene que demostrar el negro es que no es negro, sino que es, quiere, y puede llegar a ser blanco. En efecto, resulta evidente que el negro tiene que medir su valor, su humanidad, con relación a la del blanco. Él, el blanco racista, es el significante de la condición humana. Imposibilitado de tener un hombre “corazón blanco,” el negro – y con él la mujer, el judío, el homosexual, el inmigrante, el anciano; en fin, el otro – perseguirá incesantemente una igualdad ante la ley que probará ser elusiva, inalcanzable. Como afirma Goldberg, mientras la sociedad

provee caminos para la ‘progresión’ y el avance de los intereses de esos previamente o si no racialmente excluidos,” al mismo tiempo sitúa una vez más justo más allá de su alcance las posibilidades de una condición social no especificada, ya sea racialmente reconocida o desracializada, porque hace que los que no son blancos, no lo sean nunca, […] sino siempre ‘como-blancos,’ tanto legal como lingüísticamente. Como naturalmente no son blancos, naturalmente nunca son bastante blancos… (Goldberg 153-54) (énfasis mío).

            El segundo argumento con el que los negros, sugiere Martí, sería el de que “la condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava,” puesto que “los galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello.” Así, mezcla dos cosas que no tienen nada que ver una con otra. Debe tenerse en cuenta que se refiere, ante todo, a un negro universal; o, mejor, a un negro abstracto. Pero no significa que no podamos y no debamos traer la discusión al contexto de “Mi raza:” la inminencia de la guerra independentista y la necesidad de despejar cualquier temor a una guerra racial. Démosle, entonces, la realidad que merece el negro cubano que estaba a punto de ser arrastrado a la guerra, en primer lugar, por el trabajo de Martí. Ese negro, ya no era esclavo. Por eso, ese negro habría dicho, en todo caso, el haber sido esclavo. Martí hace una generalización que sugiere una “esclavitud” todavía existente. Quizá fue un lapsus linguae que relampagueó en su “tez de amo.” Dudo que el negro cubano corriente intentara rebatir la idea de su inferioridad apelando a lo aprendido en los cursos de historia antigua. Por otra parte, la esclavitud del galo – cuya absoluta blancura Martí se asegura de inscribir – no era considerado inferior por ser blanco. De modo que este ejemplo, más que de un negro, parece ser el resultado de una maniobra racista de Martí para sugerir una equiparación entre la esclavitud blanca y la negra. Permítaseme aclarar que en modo alguno estoy sugiriendo la absoluta indefensión y la ausencia de resistencia de los negros a estos manejos. En efecto, los negros nunca necesitaron de los blancos para entender lo que significa la libertad y para rebelarse contra sus opresores.  Se trata entonces de que lo que estoy siguiendo aquí son los manejos racistas de Martí.

           Medio oculto tras las pesadas cortinas de su retórica, incapaz de mostrarse tal cual es, Martí murmura que si a esos argumentos del negro para demostrar que no es inferior, “si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no importa que se le llame así…” ¿Quién/quiénes llamaría racismo, pregunto, y por qué, a los intentos del negro de defender y afirmar su humanidad? ¿Podrían no ser otros que las élites blancas? ¿Y no serían, por lo mismo, esas élites las racistas? Martí dice que no importaba que por defender sus derechos a los negros se les llamara racistas. Que eso era racismo bueno. Cierto, según él, era racismo bueno “porque es pura justicia y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante.” Es muy fácil decir esto, dejarlo todo a las ideas: quitarle al blanco sus prejuicios. Pero esto no es política. En la política, y Martí no podía no saberlo, nadie que tachara, o tache de racista a un negro pensará que es un racismo bueno. Si correspondía a las instituciones, a las leyes, a la élite blanca que detentaba el poder, y tenía a su disposición las instituciones militares para hacer cumplir el orden y la ley, ¿de verdad creía Martí que no importaba que fueran estos grupos los que tuvieran el poder para definir qué y qué no constituía racismo? Sobre todo si los supuestos racistas eran, claro, los negros. Que lo que estaba en juego aquí era el derecho mismo del negro a la existencia, lo demuestra el modo inequívoco – si bien no explícito – en que aparece enseguida la advertencia represiva: “Pero ahí acaba el racismo justo, que es el derecho del negro a mantener y probar que su color no lo priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana.” El ahí acaba legisla un límite, el umbral de una provocación del racismo bueno del negro, tras el cual solo es posible concebir la represión autorizada por la afirmación provocadora. Finalmente, confirmamos lo que dijimos al principio. Es ahora Martí mismo quien lo dice: el negro tiene que probarle al blanco que lo considera inferior, que él también es un ser humano. Ese es el derecho del negro. El derecho que Martí le habría concedido en su república. En 1912, ese ahí acaba habría tomado con Martí el mismo rumbo que tomaron las cosas bajo la presidencia de José Miguel Gómez, quien, no lo olvidemos, peleó en la guerra de independencia de 1895 llegando a alcanzar, en 1898, el grado de General de División. Martí le habría dicho al Partido Independiente de Color exactamente lo mismo que les dijo a los negros cubanos en “Mi raza:” “Muchos blancos se han olvidado ya de su color; y muchos negros. [Pero ustedes no entienden, y] ahí acaba el racismo justo. […]En Cuba no habrá nunca guerras de razas” (300). El ejército, concluiría Martí, pondrá fin de una buena vez al racismo injusto.

6. Conclusiones

En su artículo “Cuban Myths of Racial Democracy,” Alejandro de la Fuente podemos ver el costo político de soslayar la relación íntima, medular, y por lo tanto problemática, entre el Estado nacional y sus reclamos de igualdad con el racismo, de que habla Balibar. En el caso de este artículo pienso que ello se debe a que el análisis del mito racial responde a la modalidad del historicismo progresista o evolutivo en términos de Goldberg. Así, De la Fuente comenta que “[p]ero mientras las realidades sociales no son muy bonitas, los paradigmas latinoamericanos de las naciones racialmente mezcladas e integradas no son tan feos” (De la Fuente 45). No se trata solo de que los países latinoamericanos hayan avanzado con relación a sus propias historias coloniales, sino de que también las ideologías formuladas por sus respectivas élites estaban en contradicción con “el racismo científicamente basado, manufacturado en el mundo del Atlántico Norte” (énfasis mío). Entonces el autor afirma simultáneamente la contradicción con los presupuestos teórico científicos del racismo del Norte, y “la asimilación de estas ideas por las élites públicas, privadas y culturales de América Latina” (énfasis mío). Lo que le parece notable “es que ellas no esas ideas incorporaron acríticamente.” Según De la Fuente, “[p]or lo menos a nivel retórico, la exaltación del mestizaje significó que la inclusión, no la exclusión, sería el motivo dominante en la construcción de la nacionalidad en la mayor parte de América Latina” (46) (énfasis mío). Una afirmación tal tiene por fuerza, en primer lugar, que pasar por alto que el trazado de las fronteras nacionales, que la idea misma de la nación, implica diferenciar entre un afuera y un adentro; además de legislar y patrullar la frontera entre ambos. En segundo
lugar, que el incesante proceso de exclusión e inclusión no sólo es constitutivo de la nación, sino incluso su razón de ser. Tal y como sucede con el racismo. En cuanto a que las élites latinoamericanas incorporaron la ideología racial acríticamente, al menos en Cuba, las evidencias apuntan a todo lo contrario. Dado que De la Fuente se enfoca en el caso de Cuba, particularmente en los primeros años de la República, resulta contraproducente su olvido de lo que implicaba, a las puertas de esa república, el examen del cráneo de Maceo que hicieron los doctores José Ramón Montalvo, Carlos de la Torre y Louis Montané – este último, miembro de la Sociedad Antropológica de París – para dictaminar la raza del héroe cubano.[xvii] Para hacer ese examen, se basaron en un arsenal teórico occidental, es decir, en boga tanto en Estados Unidos como en Europa. La humillación simbólica de esos restos – y a la que por razones obvias no se sometieron los de Martí – no marcó otra cosa que la fundación racista de la República por venir. Más aún, De la Fuente cita nada menos que “Mi raza,” como uno de los ejemplos que “representaron algo más que herramientas de exclusión y dominación hechas por la élite” (énfasis mío). Es importante notar, sin embargo, como en su ambigüedad la escritura evita aguas más profundas: “no son muy,” “no son tan,” “por lo menos,” “más que.” Si el más que es importante, ¿no lo es también el menos que? Esas herramientas, añade De la Fuente “fueron también puertas que podían ser abiertas por los grupos subordinados a fin de poder participar en lo que esas ideologías dominantes presentaban como sus propias culturas nacionales. Cuando menos, permitieron alguna movilidad individual” (De la Fuente 46). Lo sorprendente es que este comentario captura de maravillas el proyecto de nación de las élites a partir de un movimiento que incluye excluyendo. Los grupos subordinados son incluidos a medias – podían, cuando menos, alguna – a cambio de aceptar y asumir la noción de la nación de las élites de poder. Incluso, el hecho mismo de acceder a esas puertas sin dejar por ello de ser grupos subordinados, evidencia el doble juego que consiste en hacerle creer al otro que se le incluye mientras se lo excluye.
Por eso resulta tan revelador que un artículo que se propone mostrar el avance racial en la República se apoye fuertemente en el “discurso fundacional” martiano de “Mi raza.” Como tantos otros estudiosos, De la Fuente expresa que ese discurso fundacional “podía ser apropiado y manipulado por diferentes grupos y por diversos propósitos” (51).
En referencia al insoluble dilema que según Helg les presentaba a los negros el mito de la igualdad racial – de aceptarlo, deberían renunciar a las demandas de igualdad racial, pues serían consideradas como un peligro para la unión de los cubanos tenían que renunciar; si lo rechazaban esto sería visto como una muestra de racismo – De la Fuente nos dice que,

[n]o obstante, como lo han demostrado los críticos del mito, los negros cubanos encontraron una solución al ‘insoluble dilema’ planteado por la ideología nacionalista: se reapropiaron del mito y lo reinterpretaron para su propia ventaja. Presentaron la república racialmente fraternal de Martí como una meta a alcanzar, más que como un logro” (52) (énfasis mío).

            Recuérdese la cita que Goldberg. El problema, en Cuba como en todas partes es siempre el mismo. Lo único que cambian son los símbolos y el material retórico. Más de un siglo después, Zurbano acude a la misma idea para el título a su entrevista en el New York Times: “Para los negros en Cuba, la Revolución no ha terminado.” Siempre se está llegando, pero no se llega. Para los negros, las mujeres, las minorías sexuales, todo is getting better, pero nunca great. Podrá argumentarse, desde luego, que la situación social del negro cubano dista mucho de ser la del norteamericano. Y también que ese argumento es, en su raíz, racista.
            De todas maneras, lo que me interesa subrayar aquí es la dolorosa ironía de que los negros cubanos, e incluso la mayor parte de los cubanos, sigan soñando con la república de Martí. Después de todo, con todo lo que se diga, el culto a Martí es una creación mayormente de la élite blanca.
            Concluyo pues. El racismo de Martí no es una nota al pie en su latinoamericanismo, en su república – y ya podemos hacernos una idea de lo que ésta hubiera sido – ni en la organización de la guerra de independencia. Por el contrario, el racismo es central en todos esos proyectos y discursos. Así, el culto a Martí, tanto en Cuba como en América Latina, es la expresión más cabal del racismo en que aquéllos se han fundado. Ángel Escobar no se equivocó:

Yo pienso, cuando me aterro
como un Escobar sencillo
en aquel blanco cuchillo
que me matará: soy negro.

(“Paráfrasis sencilla”)  


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[i] Véanse, entre otros: Dionisio Poey Baró. “José Martí: «Mi raza» un siglo después” (1994); Oscar Montero. José Martí An Introduction (2004); Anne Fountain. “El periodismo martiano y los abolicionistas de Estados Unidos,” (José Martí and the U.S Abolition Movement) (2006);” Carlos Alberto Más Zabala. “José Martí: del antiesclavismo a la integración racial. La raza humana (I parte)” (2011).

[ii] Por ejemplo, comentando el proyecto de libro Mis negros, de Martí, Rojas escribe que “salta a la vista cómo Martí se presenta en calidad de ‘sujeto culto’, que escribe y lee, y que, a cambio de la ilustración que le brinda al negro, recibe de éste el espectáculo de su gracia y, sobre todo, de su sensualidad…” (oc., 115). Cabe agregar que, en este contexto marcado por la desigualdad y la jerarquización de los sujetos, el título Mis negros es sumamente ambiguo, oscilando entre el reclamo amoroso y el de la propiedad esclavista.

[iii] Para otra incisive lectura crítica de la cuestión racial en “Nuestra América” véase: Charles Hatfield. “The Limits of ‘Nuestra América’” (2010).

[iv] Ver: “¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros!,” Juventud Rebelde, 10 de octubre de 2012.

[v] Ver EcuRed, “El Manifiesto del 10 de Octubre,” http://www.ecured.cu/index.php/Manifiesto_del_10_de_Octubre

[vi] A Oliva lo nombraron teniente segundo en el ejército en 1954, después de graduarse en la Academia Militar. En 1955 se graduó con honores en la escuela de artillería, y lo nombraron profesor de artillería en la escuela de cadetes hasta 1958. De 1958 a 1959 estudió, se graduó con honores y fue instructor en la US Army Caribbean School en la zona del Canal de Panamá. Después del triunfo revolucionario de 1959 hubo una purga en el ejército de Batista, pero a Oliva lo nombraron inspector general del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria). En agosto de 1960 se fue a Miami. En 1965 fue ascendido a capitán, en el Pentágono, por Cyrus Vance, Secretario de Estado. Ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Erneido_Oliva

[vii] Mi traducción. A menos que indique lo contrario, tanto las del artículo de West-Durán, como las que sigan son mías.

[viii] A propósito, véase lo que dice Martí sobre las misiones al reseñar Spanish Institutions of the South West, del profesor Frank W. Blackmar para El Partido Liberal, de México, en 1891: “A las misiones no las juzga Blackmar por lo que ha quedado de ellas. No ve que iban- cuando eran como debían ser,- contra el espíritu de la colonia; y que la colonia disgregaba con su rapacidad lo que la misión, por el abrazo del alma ardiente de los misioneros y el alma menesterosa de los indios, había logrado congregar. Ni averigua, qué eran los indios cuando la conquista, y qué sabían por sí antes de que los desbandara el terror: y qué fue, en el éxito de las misiones, sabiduría del misionero o gratitud del indio. Pasaron las misiones, con la esperanza de justicia que les dio valer: lo que llevaban no fue lo importante, ni una ni otra enseñanza, fácil con gente tan blanda y de tan dispuesto natural: lo que esperaba el indio de ellas, el indio acorralado y escarnecido, la humanidad que hallaba en la misión el indio tratado inhumanamente, fue el secreto verdadero de aquellas fundaciones de amor” (60-61) (énfasis mío). He aquí un perfecto ejemplo de transición, y no obstante de simultaneidad, de la tradición racial naturalista y de la historicista, y por tanto de sus diferencias, tanto como de la persistencia de la mirada racista del blanco. Martí opone “el abrazo del alma ardiente de los misioneros” (historicismo, desarrollismo) a los indios desbandados, acorralados y escarnecidos “por el terror” de la colonia (naturalismo). De este modo la misión, en el contexto colonial, se opone supuestamente a esta en su concepción y, consecuentemente, tratamiento del indio. Porque lo considera salvaje e inferior, el poder colonial no vacila en exterminarlos, infligirles todo tipo de violencia, ni tiene que justificarlo tampoco. Significativamente, en la oposición martiana entra en juego otra diferencia: la colonia disgrega; la misión congrega, y por tanto su acción se encamina hacia el orden. Sin embargo, lo importante aquí es que la humanidad del indio se mantiene todo el tiempo en disputa, y por lo tanto, es precaria. Esto lo vemos en que el alma del misionero (blanco) es de una cualidad superior a la del indio, porque la suya es menesterosa (necesitada, carente de muchas cosas). Por otra parte, Así, a pesar de la bondad del misionero. Finalmente, la desigualdad fundante de la tradición historicista, muestra las orejas: “sabiduría del misionero” vs “gratitud del indio.” Finalmente, si bien el trabajo evangelizador y educador del misionero sigue otro derrotero en el tratamiento del indio que el del conquistador, enseñanza y conversión no fueron por ello menos expresión de la violencia colonial. 
    
[ix] Hatfield cita The Ethics of Identity (2007, 163), de Kwame Anthony Appiah.

[x] El asunto ha sido ampliamente estudiado con respecto a otros grupos étnicos y de inmigrantes. Por ejemplo, véase: Jennifer Guglielmo & Salvatore Salerno. Are Italians White? How Race is Made in America, 2003.

[xi] Martí intenta corregir esa asunción: “En Cuba hay población española y población cubana. De la población española es ya muerto por el despego de sus compatriotas liberales y acriollados al sistema de odio y castigo, el elemento que, preso por su riqueza en la súbita revolución de Yara, aprovechó para las masas, hoy menores, de voluntarios, el encono de los españoles ínfimos contra el criollo que los miraba de señor” (OC 4, 158).

[xii] Esto no significa que no lo mencionara antes, pero solo lo hace de pasada, si bien no por eso deja de ser importante lo que dice: “De la tradición de sus hombres, de lucidez propia y rebelde; de la veneración de los mártires de la independencia; del largo ejercicio de la guerra y el destierro; del poder humano de abnegación y de creación, y del conocimiento y práctica de la vida liberal y trabajadora en las naciones ejemplares, surge a la vida política el hombre cubano verdadero, blanco o de color, con variedad de profesiones y sabiduría, con desusado despejo e inventiva, y con hábitos de tolerancia y convivencia que exceden, o por lo menos igualan, las fuentes de discordia, que si la guerra y el trabajo común hubieran ahogado tal vez una república constituida de súbito por la relación artificial política entre amos y siervos, sin la sanción y prueba lenta de la realidad gradual” (155) (énfasis mío).

[xiii] En el decreto español de 4 de julio de 1870 sobre la abolición de la esclavitud – más conocido como «Ley Moret» - se establecía “en cada una de las jurisdicciones de la isla de Cuba […] una Junta protectora de los libertos, bajo cuya protección estarán todos los declarados libres por las disposiciones de la expresada ley” (Ley de cuatro de julio… 3) (itálica en el original). Esta ley instituyó el patronato: pasaje entre el esclavo y el negro libre. Ese “tránsito” puede apreciarse en lo estipulado en el artículo 37 del Capítulo III: “Quedan sujetos al patronato de los dueños de las madres todos los libertos que […] hayan nacido desde el 17 de septiembre de 1868 y nazcan en lo sucesivo.” Según el artículo 39, “[l]os libertos deben obediencia y respeto a sus patronos como a sus padres, y no podrán sin su anuencia comprar, vender ni enajenar, bajo pena de nulidad” (14). Por el artículo 41 se establecía la obligación del patrón “de mantener a sus clientes, vestirles y asistirles en sus enfermedades e instruirles en los principios de religión y moral, inculcándoles afición al trabajo, sumisión y respeto a las leyes y amor al prójimo, y la de satisfacer los gastos que originen su bautismo y sepultura” (énfasis mío). A los efectos de la ambigua posición del liberto con respecto al negro esclavo y al libre, resulta de particular importancia el artículo 44: “Desde los 18 años hasta los 22 abonará el patrono al liberto la mitad del jornal de un hombre libre, según su clase y oficio… (15) (énfasis mío). No solo la relación patrono-liberto está implicada todavía en la de amo-esclavo, sino que, como puede apreciarse, en la primera – y consecuentemente también en la segunda – emerge ya la futura relación patrón-trabajador libre. Incluso la reducción del jornal parece anticipar los recortes de salarios que los patronos capitalistas les impondrán a los trabajadores. 

[xiv] Véase: Roberto Esposito. Tercera Persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, 2009. Nos ocuparemos de su argumento en la discusión de la esclavitud y el racismo en el contexto de las guerras de independencia en Cuba. El lector interesado puede ver mi discusión de las ideas de Esposito en mi estudio sobre Martí de 2014.

[xv] Ver: Ibrahim Hidalgo. “El concepto de República en José Martí.” Santiago 1, 2012, p. 86.

[xvi] En el artículo “Cuban Myths of Racial Democracy,” de Alejandro de la Fuente podemos ver el costo político de soslayar la relación íntima, medular, y por lo tanto problemática, entre el Estado nacional y sus reclamos de igualdad con el racismo. En el caso de este artículo pienso que ello se debe a que su análisis del mito racial encaja perfectamente en la modalidad del historicismo progresista o evolutivo en términos de Goldberg. Así, De la Fuente comenta que “[p]ero mientras las realidades sociales no son muy bonitas, los paradigmas latinoamericanos de las naciones racialmente mezcladas e integradas no son tan feos” (De la Fuente 45). No se trata solo de que los países latinoamericanos hayan avanzado con relación a sus propias historias coloniales, sino que también las ideologías formuladas por sus respectivas élites estaban en contradicción con “el racismo científicamente basado, manufacturado en el mundo del Atlántico Norte.” (46) (énfasis mío). 
    
[xvii] Ver: El cráneo de Maceo (estudio antropológico), 1900.

*** Se impone aclarar que Jorge Camacho fue el primero en percibir la importancia, para comprender el de Martí, de la lectura del racismo que hace Goldberg. En este sentido, Camacho menciona algunas de las más importantes ideas de Goldberg, a saber, 1) la imposibilidad de disociar, ni la raza, ni el racismo, del Estado—nación moderno; 2) la distinción naturalismo-historicismo, para acertadamente incluir la percepción y representación martianas de la cultura indígena en la corriente historicista; 3) que “no había diferentes tajantes entre un grupo y otro.” Camacho, sin embargo no incluye realmente en su discusión de Martí las ideas de Goldberg, limitándose a comentar lo que ya mencioné en las páginas 28-29. Pero aquí surgen otros problemas. Según Camacho, no puede decirse «que no hubiese intelectuales que criticaran el racismo de muchas de las concepciones naturalistas de esos pensadores, ya que, al decir de Goldberg, el intelectual trinitario John Jacob Thomas fue uno de ellos (71) y lo mismo podría decirse de Martí, en especial del que escribe a finales de la década de 1880 y principios de 1890, y habla de “razas de librerías” y dice que “el alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y color” (OC VI, 22)» (Camacho 2013, 28-28). En primer lugar, Goldberg no dice, ni siquiera sugiere, que hubiese otros Thomas aparte del trinitario. Para empezar, el ejemplo de Thomas no lo menciona él, sino C. L. R. James: «As C. L. R. James is quick to note (James 1968)», dice Goldberg. Y es James, no Goldberg, quien toma nota de la diferencia: «As James reminds us, Thomas offers as fine an example as one could conjure of the empire writing back, the repressed to return to haunt the big house» (Goldberg 71). Goldberg, además, comenta con los detalles que necesitaría el lector para aceptar lo que nos dice, la habilidad de Thomas para socavar la mirada racista del libro de James Froude sobre las indias occidentales. Camacho, en cambio, asume él mismo – no Martí, sino él – la mirada historicista al afirmar un cambio progresista en las ideas de Martí; y esto, acudiendo a las citas que usan casi siempre otros críticos – mucho menos avezados y cuidadosos que él (que es precisamente lo que me parece penoso). Porque en esos mismos textos que Camacho menciona, no en las frases, sino en los textos, hay bastante racismo. Uno solo tiene que pensar que se puede cualquier cosa del alma – que no tiene color, que no tiene raza – pero que el racismo le ocurre al cuerpo, y el cuerpo sí tiene color. Que, precisamente, esa idea vaga y ambigua no es sino el ejemplo de la ambigüedad, incluso de la hipocresía del racismo historicista. La causa de todo esto está, a mi modo de ver, en que a Camacho se le escapó que Goldberg no sólo habla de un racismo historicista y de otro naturalista, sino también de lecturas historicistas y naturalistas del racismo.
 

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