(Otra lectura apalencada
de la cuestión racial en Martí)
Francisco
Morán, Southern Methodist University©
1. Mis negros.” 2. Zurbano:
otra vuelta de tuerca. 3. El racismo
en teoría: El prólogo “El poema del Niágara,” “Nuestra América,” el prólogo a Cuentos de Hoy y de Mañana, de Rafael
Castro Palomino; la locomotora “Gobernador.” 4. “Carta del 2 de mayo de 1895 al New York” Herald. 5. “Mi raza.” 6. Conclusiones.
INTRODUCCIÓN
Este
es el último “post” que he subido al blog Martí,
la justicia infinita (http://martijinfinita.blogspot.com/).
Como en los que le han precedido, también ahora me ocupo de la cuestión del
negro en la escritura de Martí. Como puede ver el lector, he incluido un índice
de las secciones y textos que menciono y discuto. Dos de esos textos no los
conocía, y los descubrí por azar mientras trabajaba en esta entrega. Ellos son
el breve artículo sobre una locomotora con nombre hispano que se estaba
construyendo en California, y la carta del 2 de mayo de 1895. No tengo la menor
duda de que esta carta deben conocerla otros estudiosos, aunque no recuerdo
ninguna referencia a ella (tampoco, por falta de tiempo, las he buscado). En
cuanto a “Mi raza,” tomé una extensa nota al pie que había incluido en mi libro
sobre Martí, la revisé, y la amplié considerablemente. De más está decir que he
invertido mucho tiempo en este trabajo. Ante la abrumadora perspectiva de tener
que revisarlo, preferí lanzarlo. Por lo tanto, agradeceré al lector señalarme cualquier
error, sugerencia, aclaración rectificación, omisión, etc., que me ayuden a
mejorar el texto.
1
En
mi artículo anterior sobre el racismo en Martí me enfoqué en un texto famoso
por su supuesto carácter anti-anexionista: la carta-respuesta “Vindicación de
Cuba.” Hasta entonces, nadie había asociado esa carta a algo que tuviera que
ver con la cuestión racial. Mi argumento – para expresarlo sucintamente – fue
que el racismo aparece ahí tanto en lo que Martí calla, como en lo que dice. El
artículo de The Manufacturer, de
Filadelfia, y del Evening Post, de
Nueva York, más que denigrar a los “cubanos” por ser cubanos, los denigraron
por no ser blancos, ni poseer por tanto las cualidades atribuidas a éstos. Su
contenido racista era tal que no era
posible ignorarlo, y menos aún si se trataba de responder a esas
representaciones. Puesto que Martí decide ignorar ese racismo, se hace cómplice
del mismo. El contraste entre ese silencio y los ejemplos de cubanos destacados
con los que intenta contradecir a dichos artículos, es el puntillazo final de
una mirada racista que no iba a la zaga de lo que éstos habían expresado. Todos
los ejemplos que Martí menciona son de hombres blancos y, además, que habían
tenido éxito en los negocios y las ciencias; es decir, todos ellos disfrutaban
de la fortuna y la posición social de la burguesía blanca de los Estados
Unidos. Incluso uno de ellos, Menocal, era ciudadano norteamericano, y estuvo a
la cabeza de un proyecto colonial, imperial: el proyecto del canal de
Nicaragua.
Que,
hasta ahora, insisto, el racismo de “Vindicación de Cuba” hubiese pasado
inadvertido para los estudiosos solo demuestra la falta de rigor no solo de la
lectura que, en su mayoría, han hecho de Martí, sino también de su resultado:
una ceguera que no les permite ver lo que tienen delante de sus ojos.
Comprender ese racismo habría incluso obligado a darle marcha atrás a la tan
aceptada ya postura anti-anexionista de la carta de Martí. Puesto que lo que
“Vindicación de Cuba” revela es que lo que el Apóstol consideró humillante fue
que para los Estados Unidos los “cubanos” estuviesen incapacitados para entrar
en la Unión americana. Creo, por tanto, que sería de la mayor utilidad re-examinar
las ideas de Martí respecto a la anexión de Cuba a Estados Unidos. Ese estudio,
sin embargo, tendría, para rendir frutos, que ser minucioso y abarcador, así
como incluir otra línea de investigación no menos cuidadosa: la del autonomismo
en la escritura martiana. Personalmente tengo la impresión – y advierto que se
trata solo de esto, de una impresión
– de que Martí les concedió a los anexionistas el beneficio de la duda, y hasta
una simpatía que, al parecer les negó
a los autonomistas. Pero, insisto, aquí solo especulo esa posibilidad, y demás
está decir que no me he ocupado de este asunto.
Huelga
decir que en lo que respecta a “Mi raza” la cuestión racial es central, algo
que nadie ha puesto en duda. No obstante, si en el caso de “Vindicación de
Cuba” los críticos no habían visto, no digamos el protagonismo, sino incluso la
mera presencia de lo racial, el consenso respecto a “Mi raza” – con alguna que
otra excepción – ha sido la confirmación del pensamiento anti-racista de Martí.[i] El
poder cegador de este artículo es tal que incluso Jorge Camacho – que es quien,
a mi juicio, ha indagado con más meticulosidad y mirada crítica la mirada
etnocentrista de Martí respecto al negro y al indio – afirma tajantemente que
Martí “combate todo tipo de racismo”
en “Mi raza” y “Nuestra América” (2007 77) (énfasis mío).
Comentando
unos apuntes de Martí sobre un texto que pensaba escribir – Mis negros - Rafael Rojas escribe que
detrás de aquéllos es legible “la presencia, en el joven Martí, de una
mentalidad paternalista criolla, que vemos en Del Monte, Saco y Luz, cuyo
abolicionismo o antiesclavismo racista,
como señala Aline Helg, alcanza una expresión política refinada” (Rojas 114)
(itálicas en el original). Rojas dice que los apuntes son “presumiblemente del
verano de 1880 o 1881” y procede a citar otro, del 20 de agosto “de ese año:”
Me desperté hoy, 20 de Agto, formulando en palabras, como resumen de
ideas maduradas y dilucidadas durante el sueño, los elementos sociales que
pondrá después de su liberación en la isla de Cuba la raza negra. No las
apariencias, sino las fuerzas vivas. No la raza negra como unidad, porque no lo
es, — sino estudiada en sus varios espíritus 0 fuerzas, con el ánimo de ver si
no es cierto como parece, que en ella misma, en una sección de ella, hay
material para elaborar el remedio contra los caracteres primitivos que
desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene
acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África
salvajes, que no han pasado aún por la serie de trances necesarios para dejar
de revelar en el ejercicio de los derechos públicos la naturalidad brutal
correspondiente a su corta vida histórica (OC
18, 284).
Acertadamente, Rojas observa que
Martí
no
sólo rearticula las nociones básicas (primitivismo, brutalidad, salvajismo) de
la eugenesia evolucionista de su época (Gobineau, Chamberlain, Lapouge…), sino
que asume el viejo argumento criollo del peligro
negro. Aquí su discurso no está lejos de Sarmiento: “caracteres primitivos”
de la población negra vs. “cultura acrisolada” de la población criolla. E
incluso llega a ponderar el típico mecanismo de “blanqueamiento” eugenésico al
insistir en el rol civilizatorio de “una sección” de la raza negra: al parecer,
la élite de mulatos libres e ilustrados. Es evidente que en textos posteriores,
ya de la época política revolucionaria, como “Basta”, “Mi raza” y “Sobre
Blancos y negros”, Martí trató de
liberar su discurso de esos enunciados eugenésicos y racistas. Sin embargo, hay un principio que se
mantiene en ese corte discursivo: el principio republicano, es decir, el
énfasis en que la raza negra no conforma una “una unidad”, ya que la
construcción de una comunidad cívica nacional exigía el desvanecimiento de las identidades raciales (114-15) (énfasis mío).
Valga
recordar aquí que, en perfecta consonancia con esos apuntes, en la segunda
entrevista de 1880 que le hizo el New
York Herald Tribune, Martí se refirió a los negros que estaban peleando en
la Guerra Chiquita como salvajes que, por carecer del auto-dominio
característico del hombre blanco, estaban cometiendo “todo tipo de
atrocidades.” De modo que no creo que pueda hacerse la distinción que sugiere
Rojas entre una época (posterior) “política revolucionaria,” y otra anterior no
– o no tan – política revolucionaria.
En este sentido, cabe remarcar que Rojas expresa que Martí “trató de liberar su
discurso de esos enunciados eugenésicos y racistas;” no de que lo logró. Más aún, si como, otra vez
acertadamente afirma Rojas, Martí mantiene el principio republicano por el cual
“la construcción de una comunidad cívica nacional exigía el desvanecimiento de las identidades
raciales,” ese mismo principio era, en su raíz, eugenésico, y concebido por un
pensamiento que no podía ser otro que el del patriarcado hegemónico y blanco.
Porque, en efecto, los llamados a construir esa “comunidad cívica” eran, sin
duda, los hombres blancos. Nada más natural entonces que estos fundadores
exigieran el “desvanecimiento” – el término es elocuente: desvanecimiento, borradura
– de las identidades raciales. No puede olvidarse que cuando la cultura
hegemónica habla de razas se refiere a los no blancos; de la misma manera que
la “orientación sexual” significa hoy a las sexualidades que no son la norma.
Lo
que sucede con Martí es que, sin importar a qué momento decidamos restringir
nuestra lectura de la cuestión racial, resulta imposible no darnos de narices
con el racismo, y del cual el paternalismo
a que alude Rojas es solo su aspecto menos odioso. Así, por ejemplo, al
estudiar las representaciones de los indígenas en las escenas norteamericanas
de Martí, Camacho demuestra que este caracterizó al indígena de dos formas:
“primero como un ser ‘perezoso’ enemigo
del progreso económico que instauraron las élites liberales en América, y
después como depositario de una ‘bondad’
natural que los otros corrompen y envilecen” (2013 26) (énfasis mío). Debe
advertirse que en lo primero – la amenaza que representaban para el progreso –
estaba implícita la legitimación de la violencia;
mientras que en lo segundo se afirma el paternalismo.[ii]
Al comentar una crónica de Martí para La
Opinión Nacional, de Caracas, de 1882, y en la que comenta las reservas en
que el gobierno norteamericano había relocalizado a los indígenas, Camacho
observa que Martí “celebra” a los cheyenes “en el momento de su conversión no
cuando se oponen al gobierno y deciden alzarse.” Dicho de otro, el buen indio
era aquel que aceptaba la subyugación, el que se sometía y se asimilaba. “Por
esto,” agrega Camacho, “su acercamiento a ellos depende de la aceptación
individual o del éxito con que logre cada uno asimilarse la otra cultura” (78).
Esa asimilación representaba, en efecto, el desvanecimiento
de las identidades raciales, pero no la del blanco, sino las de los indígenas.
Por
su parte Kevin Meehan y Paul B. Miller William Luis comentan que aunque en
“Nuestra América” “los afroamericanos forman parte de su comunidad imaginada,”
Martí “tiende a marginar su negritud en dos maneras.” Primero,
en
la visión de la identidad latinoamericana martiana, el negro “cantaba en la noche
la música de su corazón, solo y desconocido entre las olas y las fieras" (Obras completas 6: 20). Cabe recordar
que Martí escogió la palabra “mestizo”, no “mulato” para describir la hibridez
cultural de “nuestra America”. Que “mestizo” signifique un encuentro entre
europeo e indígena parece especialmente evidente en otro pasaje en que Martí
discute el ascenso del nacionalismo latinoamericano: “Con... la cabeza blanca y
el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las
naciones” (6: 18). Si, en la primera cita, el negro está marginado
—
“solo y desconocido entre las olas y las fieras” — en la segunda cita queda ausente.
A
continuación, en explícita referencia a “Mi raza,” los autores comentan que
Martí “tiende a borrar las diferencias raciales.” Como ejemplo, citan la
consabida cita de ese artículo: “No hay odio de razas
porque no hay razas” (Meehan y Miller 73-74).[iii]
2
Como
preámbulo a la discusión de “Mi raza” regresaré brevemente al problema
suscitado por la publicación de la entrevista a Roberto Zurbano en el New York Times. Esto
me dará pie para
situar teóricamente mi aproximación a la cuestión racial en Martí, tanto como
demostrar su relevancia para los debates sobre el racismo en la Cuba actual.
Lo
mismo la partida de rancheadores – la
feliz expresión la tomo prestada de Antonio José Ponte – que ejecutaron el
linchamiento político de Zurbano sobre todo – pero no exclusivamente – desde La Jiribilla, que aquellos que, o bien
lo defendieron, o se acercaron al asunto desde la comprensión y/o la
solidaridad – me vienen a la mente Víctor Fowler y Alan West-Durán –, e incluso
el propio Zurbano al responderles a los que lo atacaron, se enfocaron casi sin
excepción en la cuestión del título, o si se prefiere, en los cambios en el
mismo que habría introducido el NYT.
Supuestamente, la entrevista se hubiera leído de otro modo si, en lugar de “For
Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t
Begun” [“Para los negros en Cuba, la Revolución no ha embezado”] se hubiese
respetado la voluntad de Zurbano: “For Blacks in Cuba, The Revolution Isn’t Over” [Para los negros en Cuba, la
Revolución no ha terminado”] (énfasis mío). O sea, insisto, que “no ha
empezado” y “no ha terminado,” significaban dos cosas totalmente diferentes. No me lo parece. Incluso es
necesario dilucidar qué era aquello que estaba en juego en dicha “diferencia.”
Debemos
entender que muchas veces, pero sobre todo desde 1968 cuando se conmemoró el
Centenario de La Demajagua, se afirmó la lectura teleológica de la Revolución
Cubana por la cual ésta pasó a ser – en una continuidad sin fisuras – la
heredera de los ideales del 68 y del 95 y, más que nada, la que finalmente los
había realizado. Al conmemorar ese Centenario, Fidel Castro dijo algo que
revela por qué, ni con el triunfo de 1959, ni después, el racismo no solo no
desaparecería, sino que seguiría vivo detrás de las leyes y los decretos:
“Nosotros, entonces, habríamos sido como
ellos; ellos, hoy, hubieran sido como
nosotros.”[iv]
Dicho de otra manera, ambas revoluciones son absolutamente intercambiables,
incluyendo, claro, la guerra necesaria de Martí. El problema con esto era que,
en primer lugar, lo que conocemos como el «Manifiesto del 10 de Octubre» de Céspedes,
revela que al ponerse en marcha el movimiento independentista se había involucrado él mismo en la esclavitud.
En EcuRed uno puede leer los puntos
de ese manifiesto, no de manera textual, sino resumidos en dos apartados:
«Fundamentos» y «Esencia». En este último se expresa que Carlos Manuel de
Céspedes “llama a todos los reunidos hermanos, con ello reconocía el lugar del
negro en la sociedad,” y que en el manifiesto “[s]e aspiraba a la emancipación
gradual y bajo indemnización de la esclavitud.”[v] Se
incurre así en una total distorsión de un texto evidentemente esclavista. No me
detendré en este asunto, por cuanto cité y discutí el texto de Céspedes en mi
estudio Martí, la justicia infinita.
Y porque volveré a esto, más detalladamente, cuando entre en la discusión de la
fascinación de Martí por Céspedes. Lo que me interesa subrayar aquí es que la
declaración de Fidel Castro traiciona, hoy como ayer, la vinculación de la
Revolución Cubana con el ímpetu independentista y, simultáneamente, con la
opresión del negro. Como afirma Luis Navarro García – quien, por cierto, no
entra ni de pasada en las partes más escabrosas del Manifiesto – dejando a un
lado la declaración de independencia, “todo en el manifiesto es ambiguo: no se podía exigir el sufragio
universal porque esto repugnaría a muchos cubanos; no sería político decretar
directamente la abolición de la esclavitud porque esto lesionaría los intereses
de muchos propietarios cuyo apoyo se esperaba” (Navarro García 23) (énfasis
mío). Y no solo el Manifiesto; ese fue el caso del mismísimo movimiento
independentista: “La revolución nacía sin un programa político y sin una
dirección clara. Inicialmente no parece un movimiento de independencia
absoluta, se pidió tanto la incorporación de Cuba a los EE.UU., como el modelo
autonomista implantado por los ingleses en Canadá en 1867.” Orientales y
camagüeyanos – Céspedes, Vicente Aguilera, Agramonte y Cisneros Betancourt – “hicieron
gestiones anexionistas que se plantearon explícitamente en la Asamblea de
Guáimaro.” Y si todo esto pareciera poco, “cuando en Guáimaro se debatió el
tema de la bandera (Céspedes se había alzado con una bandera chilena y
Agramonte con una norteamericana), la decisión final recayó en la vieja enseña
de Narciso López: la estrella solitaria sobre el triángulo masónico de los
anexionistas” (Prieto Benavent 23). Y si
Céspedes, “no sin resistencias, adopta el título de Capitán General de la Isla”
(24), ¿dónde fue que finalmente se erigió su estatua en La Habana? ¡En la Plaza
de Armas! Y no en cualquier sitio de la Plaza. En 1955 la estatua de Céspedes
fue situada en el lugar donde había estado la de Fernando VII. De la misma
manera que, mucho antes, la de Martí había ocupado el sitio de la reina Isabell
II en lo que es hoy el Parque Central.
No
se trata de afirmar aquí que esta visión teleológica de la revolución estaba en
la mente de los que participaron en la discusión de lo sucedido con Zurbano, porque
hay que aclarar que ello ni se menciona. No obstante, estimo que no hay que
olvidar esa interpretación de la historia si se trata de adelantar en la
comprensión de la persistencia del racismo en Cuba; de ver que aquellos polvos
trajeron estos lodos; o, si se prefiere, que aquellos lodos nunca perdieron su
espesor bajos estos “polvos.” Entonces, como ya había dicho, el título de la entrevista,
lo que éste implicaba, tuvo un lugar central en la disputa, puesto que el mismo
resultaba obviamente indisociable del texto mismo. Así, aún si no de manera
explícita, no pocos de los títulos de los trabajos de quienes torcieron en el
asunto, se hicieron eco inmediatamente del impacto del que apareció en el NYT: “Zurbano and ‘The New York Times’:
Lost and Found in Translation” (West-Durán); “La Revolución Cubana comenzó en
1959” (Morales); “Para los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie
de este lado” (Pérez-Castillo); “Para los cubanos, la Revolución comenzó hace
más de cincuenta años,” escribió Heriberto Feraudy al final de su artículo “The
New York Times y los negros de Cuba.”
Si
se leen con cuidado esos trabajos, se descubre un muy revelador leit-motiv (en
todos los casos el énfasis es mío):
“comenzamos
a dejar atrás el sentimiento de culpa ante la persistencia del problema. Comprendemos mejor que la pelea cubana contra los demonios del
racismo es mucho más larga, complicada y difícil” / “Por estos días retomamos el examen de problemas que han
sido expuestos y argumentados por intelectuales y artistas de nuestro país” (Zuleica
Romay Guerra).
“A diferencia de lo ocurrido en 1962, en
que el racismo y la discriminación racial se habían dado como resueltos —a
partir, sobre todo, de la segunda mitad de los años 80—, con posterioridad a
los procesos de crisis que sacudieron a
la economía cubana, se ha abierto un
debate sobre el tema que crece continuamente” / “fue el propio Fidel Castro quien lo abrió” / “Todos los implicados
en este proceso quisieran avanzar más rápido, pero el tema es difícil y acumuló
años de atraso en su tratamiento” (Morales)
“Nunca como hoy se han debatido tanto en Cuba
los temas del racismo de modo tan recurrente. Acuciosos investigadores, activistas, miembros de
organizaciones sociales y dirigentes
políticos han conformado grupos de
trabajo, realizado eventos,
publicado libros y promovido conmemoraciones tan trascendentales como
el bicentenario de la conspiración de José Antonio Aponte y el centenario de la
masacre de los Independientes de Color” / “este
es un tema cuya discusión ha ido cobrando cada vez mayor fuerza y profundidad
en nuestro país” / “El propio líder de la Revolución, Fidel Castro, así lo explicaba” (Y. P. Fernández)
“¿Qué no ha sido suficiente? nadie aquí lo niega,
comenzando por los máximos dirigentes del país.”
/ “Y qué han sido las verdaderas audiencias
públicas, que a lo largo y ancho del
país, se han estado efectuando y se desarrollan en cada una de las provincias, promovidas por la organización que
agrupa a los intelectuales y artistas de Cuba, UNEAC, a través de su Comisión
José Antonio Aponte, nombre del negro cubano que organizó y dirigió la primera
insurrección contra la esclavitud y el régimen colonial español” (Feraudy)
“No negamos que el tema de la racialidad,
de los prejuicios, de las pretericiones por el color de la piel es asignatura aún pendiente” / “Zurbano omite que el debate sobre la
discriminación racial fue abierto por Fidel Castro en marzo de 1959, que en más
de una ocasión Fidel y Raúl se han referido al tema” (Castro)
“«No pretendo presentar a nuestra patria como
modelo perfecto de igualdad y justicia. Creíamos al principio que el
establecimiento de la más absoluta igualdad ante la ley y la absoluta
intolerancia contra toda manifestación de discriminación sexual, en el caso de
la mujer, o racial, como es el caso de las minorías étnicas, desaparecerían de
nuestra sociedad. Tiempo tardamos en
descubrir... que la marginalidad, y con ella la discriminación racial, de
hecho es algo que no se suprime con una ley ni con diez leyes...». Fidel reconoció sin cortapisas que se estaba
consciente de que en nuestro país existe todavía marginalidad y que se
encaminaban estudios y proyectos en ese sentido.” (Ronquillo Bello)
Para
resumir, prácticamente parece que todos los autores se limitaron a escribir lo
que se les dictaba. Por supuesto que ni por asomo debe tomarse al pie de la
letra lo que digo. Me refiero a que años de repetición de lo mismo han
producido eso que salta a la vista: todo el mundo dice lo mismo. Basta con
darles un asunto, y ya saben lo que tienen que decir. No hay que asombrarse,
entonces, de la celeridad con que La
Jiribilla logró armar el “dossier.” Mas, ¿qué es lo que se repite? 1) Sí,
lo sabemos, todavía hay discriminación racial, pero estamos trabajando en esto
(conferencias, eventos, celebraciones) 2) La cosa lleva tiempo; 3) Zurbano no
dijo nada que Fidel o Raúl Castro no hayan dicho ya; 4) Cuba, la Revolución les
ha dado más oportunidades a los negros que otros gobiernos o los Estados
Unidos. Los ha hecho maestros, científicos, deportistas, médicos, etc. Lo
irónico es que este último reclamo no es sino una variante de un “chiste” o
expresión racista que desde hace tiempo circula en la Isla, y que consiste en recordarle a los negros: “la Revolución
los hizo persona.” Con lo cual el negro es devuelto a la esclavitud a través de
la misma retórica que Martí había empleado antes: la de la deuda.
No vaya a pensarse que hablo
figurativamente. Cuando la invasión a Playa Girón, el único negro de alto rango
entre los invasores fue Erneido Oliva, segundo al mando de la brigada 2506.
Oliva fue uno de los tres jefes por los que Washington tuvo que pagar medio
millón de dólares para ser liberados. Lo capturó el Gallego Fernández, que
había sido profesor suyo en la escuela de cadetes en la época de Batista, y
donde se graduó en 1954.[vi]
Cuando Fidel Castro lo vio, le espetó: “¿Y tú qué haces aquí?” Esta pregunta no
se la hizo, ni se la habría hecho a ningún blanco, pero se la podía hacer a un
negro precisamente porque éste debía estarle agradecido a la revolución. Quiero recordar que una de las formas
de la esclavitud fue la esclavitud por deuda.
Vale, pues, hacerse la pregunta cómo; o mejor cuándo pagaría el negro su deuda a la patria, a Martí, a la
Revolución. Otro ejemplo de cómo se utiliza la retórica de la deuda para
decirle al negro que no se salga de su lugar, es el hecho de que a Guillermo
Rodríguez Rivera – profesor universitario por más señas – le pareciera
escandaloso “que un negro cubano y revolucionario afirmara de modo terminante que ‘para los negros
cubanos, la revolución no ha comenzado’” (“Una opinión”) (énfasis mío). Si un blanco hubiese declarado eso mismo,
habría sido criticado con dureza también – no hay que dudarlo – pero no se le
habría echado en cara la raza, puesto
que la carta fuerte de la Revolución Cubana, una en las que buscó legitimarse
más, fue precisamente la abolición del racismo, lo que debía a su vez
garantizarle la absoluta lealtad de los negros. De ahí que, en efecto,
tratándose de un negro, cubano y revolucionario, ¿qué sino escándalo
iba a provocar su crítica al racismo en Cuba? Incluso, ni Rodríguez Rivera, ni
el resto de la pandilla se atreven a dudar de que el negro Zurbano no sea
revolucionario – aún si, probablemente, nadie puede explicar muy bien hoy qué significa eso – por el mero hecho
que el negro tiene que ser, por
implicación – entiéndase, por gratitud – revolucionario. Ese grillete es el signo de su libertad bajo la Revolución Cubana.
Lo que hizo La Jiribilla puede decirse que no fue otra cosa que dar licencia
para matar. Y ya sabemos lo que sucede cuando se declara abierta la temporada
de caza. Siempre hay cazadores más desesperados que otros, y a los que
enloquece el olor de la sangre. Ni más ni menos, esto fue lo que le ocurrió a
uno de los rancheadores, y he aquí que en ese dossier de La Jiribilla apareció un texto de un racismo tan virulento que
basta para dejar al descubierto la vacuidad de la supuesta lucha contra las
manifestaciones racistas en Cuba. Porque si no fueron capaces de ver esto, ¿qué
cosas peores dejarán de ver, y permitirán que ocurran?
Me refiero al artículo “Para los
negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado,” de Ernesto
Pérez Castillo. El único – y quiero
recalcar esto – que comprendió a fondo el racismo del artículo, y no vaciló en
decirlo, fue Víctor Fowler. Y creo que amerita reproducir su lectura:
Para ofrecer una descripción de las problemáticas pertinentes al
tratamiento del racismo en su variante cubana escribe Pérez Castillo, en el
artículo muy combativamente titulado Para
los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado, el
siguiente párrafo en apariencia perfecto:
“Si bien de pronto los negros tenían derecho a asistir a las mismas
escuelas que los blancos, a acceder a los mismos empleos que los blancos, a
compartir las mismas playas y el mismo sol sobre la arena que los blancos, lo
grave, lo que nunca se les concedió de jure, para decirlo mal y rápido, fue el
derecho a seguir cantando sus canciones, a seguir bailando sus pasiones, y a
seguir orándole a sus divinidades. O sea, lo que nunca se debatió ni se planteó
sobre el papel, en blanco y negro, fue el derecho de los negros a ser negros.”
Pese al esfuerzo por demostrar solidaridad el fragmento es una
monumental muestra de incomprensión del argumento que se intenta defender y
contiene tres planteos horriblemente racistas. Lo primero a decir es que el
párrafo opera sobre la idea de que hay un grupo subalterno (los negros) al cual
un agente externo (innominado) tiene el derecho de permitirles que sigan
“cantando sus canciones”, “bailando sus pasiones” y “orándole a sus
divinidades”. En el contexto del párrafo dicho agente externo (al cual, por
demás, los negros pasivamente parecer aceptar como gran juez), de estatura
cuasi-divinal, no pueden sino ser el grupo de “los blancos” decidiendo destinos
gracias al abanico de posibilidades sobre el otro que abre el detentar el poder
político. Lo más increíble del aserto es que, de manera implícita, Pérez
Castillo ha dicho lo que ni siquiera el Times
abiertamente escribió: que el poder político ha sido consistentemente blanco.
Además de ello, en una segunda muestra de racismo, el articulista ha
construido –para ese grupo del cual se distancia- un catálogo de supuestos
signos de identificación y pertenencia; según él esos, “los negros”, tienen
“sus canciones”, “sus pasiones”, “sus dioses” y probablemente “sus bailes”.
Pero ser negro es mucho más, incluso, que todo lo anterior, por tal motivo
–desde el punto de vista del autor– ¿sería posible saber que significa la frase
“el derecho de los negros a ser negros”? La simplificación aquí va acompañada
de una visión exotizadora incapaz de manejar, dentro del conjunto, a aquellos
negros que no tienen dioses, no bailan, ni cantan ni comparten secretas pasiones;
es decir, un negro cuyo afrocentrismo esté fundado en otra cosa que la
religión. A estas alturas del siglo XXI, además de Gobineau y Lombroso, ¿puede
alguien explicarme cuáles son esas pasiones secretas que, al parecer, debo de
tener como negro y que lamentablemente ignoro?
Solo que el racismo del artículo
no está ni mucho menos limitado al párrafo que comenta Fowler. Antes de ese,
Pérez Castillo explica así el verdadero “pecado” de la Revolución (énfasis
mío):
el
gran pecado, la asignatura por mucho tiempo pendiente de la Revolución frente
al conflicto racial fue la pretendida
igualdad. Que sí, que si usted mira con calma y sangre fría para atrás, y
así me lo parece a mí, verá que todo se basa en un mal entendido tenaz y
persistente: cuando se decretó de facto
la igualdad racial no se estaba decretando que negros y blancos eran iguales,
sino, cosa terrible, que los negros eran, y debían ser, iguales que
los blancos. O sea, que los negros,
por obra y gracia de la Revolución, no
solo tenían derecho a todos los derechos que tuvieren los blancos sino, por
sobre todas las cosas, los negros tenían
el derecho de ser blancos. Y con ello también, si no la obligación, al menos el deber.
Como
se puede ver, la igualdad racial aparece como presunta, supuesta.
Obviamente, Pérez Castillo habla de una igualdad supuesta, que es lo que habría estado implícito en el decreto de la
Revolución al respecto. Dicha suposición, afirma, “se basa en un mal entendido
tenaz y persistente.” ¿Cuál fue ese malentendido
que sigue en pie? Estoy de acuerdo con la primera parte del enunciado. Es
cierto, solo tiene sentido decretar que los negros y los blancos son iguales,
si esa igualdad, para empezar, no existe.
De existir, el decreto no sería
necesario. Por consiguiente, esa realidad confirma, además de la desigualdad,
los privilegios del blanco. Así, está claro – y esto es importante – que en
ningún momento se trató o se trataría de igualar
al blanco con el negro. El asunto no era, pues, que los negros eran iguales que los blancos, sino que debían serlo. Entonces, para Pérez
Castillo la suposición de que los
negros debían tener los mismos
derechos acarreaba un imposible: que a estos se les concediera derecho a ser blancos. Y esa es justamente la raíz
del malentendido, puesto que el negro
nunca llegará a ser otra cosa que negro. Un supremacista blanco no podía
haberse expresado mejor. No vaya a pensarse, por otra parte, que no hay otros
asomos de racismos entre los ataques dirigidos contra Zurbano. Viene al caso la
sugerencia que le hace Rodríguez Rivera: “Zurbano,
que nació y creció en tiempos de revolución, debía indagar –si es que no lo conoce– el asunto con sus mayores” (“Una opinión”) (énfasis mío). La
recomendación la hace un adulto e – insistamos
de paso – un profesor que se dirige a un Zurbano infantilizado: debe
aprender de sus mayores. Es
archisabido que a los negros se los trató a menudo como niños – en el Sur de
Estados Unidos todavía hoy dirigirse a un negro como boy es considerado un insulto – precisamente para denotar su falta
de autonomía, de control, y de ninguna agencia. Rodríguez Rivera debió recordar
lo que escribió Frantz Fanon: “Un blanco que se dirige a un negro se comporta
exactamente como un adulto con un chiquillo…” (Piel negra 58). Fanon añade que “Hablar en petit-négre a un negro es ofenderlo, porque se le convierte en «el que
habla petit-négre». Sin embargo, se
nos dirá, no hay intención, no hay voluntad de ofender. Lo aceptamos, pero es
justamente esa ausencia de voluntad, esa desenvoltura, esa alegría, esa facilidad
con la que se le fija, con la que se le encarcela, se le primitiviza, se le anticiviliza, eso es lo ofensivo”
(Piel negra 58).
Tal y como afirma Pérez Castillo –
y de hecho el apoyo editorial de La
Jiribilla – todo no ha sido sino un mal entendido. Porque, veamos, ¿qué
puede ser un negro sino un negro? ¿Recuerdan los lectores que había dicho que
la clave de la polémica en torno a Zurbano no estaba, como se pensaba, en la
diferencia sino en la coincidencia de
sentido entre los dos títulos? Decir que la Revolución no ha empezado para los negros es lo mismo que decir que no ha acabado, porque ¿sabe alguien
cuándo acabará?
Se comprenderá mejor lo que digo
si nos volvemos al artículo de Alan West-Durán. Refiriéndose al título que
inicialmente Zurbano había escogido para la entrevista, y que el periódico no
aceptó – “El país que viene: ¿y mi Cuba negra?” – West-Durán argumenta que lo
que lo hace “históricamente verdadero” es “el distintivo compromiso de Cuba con
la igualdad social.”[vii]
Hay que notar, sin embargo, que la realización de esa igualdad es delegada a un futuro
que hay que construir. En
efecto, “el texto original de Zurbano,” sostiene el autor, “offers a politics
and poetics of historical change in the making of a future yet to be determined.”
Quise mantener el original en inglés para resaltar
que, además de la posposición de la igualdad al futuro, éste está asediado por
una incertidumbre total: “yet to be
determined.” Se trata, como él dice, de “[un] salto a lo desconocido” (énfasis mío). El problema
es que, ni West-Durán, ni tampoco los que salieron a linchar a Zurbano, pueden
decirnos cómo se van a materializar los cambios que tienen que ocurrir. Claro,
nadie puede hablar de esto, porque todo eso va a la cuenta del futuro que, por ser tal, acepta todo
cuanto le enviemos. Y ¿cómo no ha de aceptarlo todo si el futuro no existe? Solo puede hablarse del
futuro en la medida en que hablamos de lo que no existe. Nada ocurre en el
futuro, absolutamente nada. Las cosas suceden en el presente, y en el momento
de suceder, de pasar, se convierten en pasado. Hablar de futuro, es hablar de esperanza. Es lo que siempre se le ha
prometido al negro: esperanza. Para quienes no enfrentan la discriminación, o
su secuela, es muy fácil decirle al negro que espere y que – a pesar de lo que
enseña la historia – confíe en un futuro “yet to be determined,” o que salte a lo desconocido. Mientras tanto,
no vemos qué le sucede al negro que – como Zurbano – da, en efecto, el salto a
lo desconocido, pero en su presente. ¿Y
qué sucede? Lo despiden de su puesto
como director del Fondo Editorial de Casa de las Américas. ¿Por qué? West-Durán
expresa que el Times, además de
cambiar el título, introdujo “múltiples inserciones” en el texto “para
clarificar aspectos de la sociedad cubana, pero con una gran cantidad de sub-texto político, e introdujo lenguaje
que Zurbano reconoció contradecía sus intenciones y [era] potencialmente políticamente problemático” (énfasis mío).
Si bien no pongo en duda estas
afirmaciones, cabe destacar que en “Acuse de recibo…,” donde Zurbano respondió
a sus detractores, solo censura, explícitamente, el cambio del título original que había hecho el Times (énfasis mío):
El original fue aceptado, con propuestas de cambios. Durante el
proceso de negociación editorial se
agregaron y rechazaron textos que fueron discutidos por vía electrónica, durante
una semana de trabajo. Dos colegas compartieron conmigo estas revisiones, ambos
con excelente dominio del inglés. El
texto final, enviado en la tarde del viernes 22, nos satisfizo a todos. El
título aprobado por mí “Para los negros en Cuba, la Revolución no ha
terminado”, aunque no fue el original (“El país que viene y mi Cuba negra”) me
resultaba afortunado, pues esta idea se esboza en varios momentos del texto.
Desafortunadamente, el título que
apareció, “Para los negros en Cuba, la Revolución no ha comenzado”, sin mi aprobación, borró toda
posibilidad de identificar a los negros cubanos con la Revolución.
Lo único que podría considerarse
una alusión a cambios en el texto de la entrevista, es la muy ambigua
afirmación de Zurbano de que: “Este cambio
constituye una violación ética y legal a mi texto, al tiempo que prejuicio casi
toda la lectura. De inmediato redacté una nota advirtiendo los cambios, enviada en la mañana del martes 26 de marzo, (el lunes
hubo apagón) a colegas y amigos que se encargaron de circularlo” (énfasis mío).
No resulta difícil percatarse de que este
cambio sigue refiriéndose al título, mientras que los cambios, expresado así – y sin otra referencia al respecto –
resulta de una vaguedad indiscutible. Además, Zurbano deja bien en claro que su
destitución del puesto que ocupaba en Casa de las Américas, no se debió al
cambio del título, sino a la entrevista misma, a las ideas políticas sobre el
racismo en Cuba vertidas en ella (énfasis mío):
Lamento haber involucrado a la Casa de las Américas con opiniones que, bien sé, no expresan la
posición de la institución. Sin embargo, este tipo de “inconformidad” es
recurrente en otras personas, dentro y fuera de la isla, con cargos
institucionales. ¿Puede la condición intelectual aceptar esta dualidad entre responsabilidad cívica y responsabilidad institucional? ¿Podría
definirse un pacto o un diálogo entre institución y activismo? ¿Cuál es el
lugar del activismo social en Cuba? ¿Cuáles son los espacios y límites del
debate y del pensamiento crítico? (“Acuse…”)
La decisión de Casa de las
Américas de cambiarlo de puesto; o, si se prefiere, de ponerlo en su lugar –, es la respuesta a las preguntas que hace
Zurbano, además de demostrar por qué lo que importa es el aquí y el ahora. No
fue por incompetencia en su trabajo, sino por atreverse a hablar fuera y
disintiendo del marco institucional, que lo sancionaron.
3
de estado, concretamente, a los estados basados en la coerción y en el capital” (74-5). Dicho en pocas palabras, la tradición «naturalista» corresponde a la del esclavismo. Considerado inferior, y una propiedad, el esclavo estaba sujeto a la violencia, sin restricciones, de sus amos. Por su propia naturaleza no era un ser humano, y naturalmente no había que tratarlo como tal. Para Goldberg, Las Casas, que preconizó que los indios podían ser convertidos al cristianismo representa el modelo, aún si incipiente, de la tradición «historicista» (John Locke) y «desarrollista» (Comte y Marx). Se trata de la tradición que “alimentó los compromisos abolicionistas de los franceses e ingleses de fines del siglo XVIII y del XIX.”
Goldberg
advierte que no hay que pensar, sin embargo, que “[él] está alegando que el
historicista es relativamente más benigno (porque de algún modo más
‘progresista’) que el modo naturalista de gobierno racial.” Cierto, las formas
naturalistas “tendían a ser más visceralmente viciosas y crueles,” mientras las
historicistas son ‘más paternalistas.’ Pero de igual modo,
la
naturalista tendía a ser más llana, desvergonzada y directa en lo concerniente
a su compromiso con la presunción racista. La historicista, en cambio, es más ambigua, ambivalente y, ciertamente, más hipócrita.
Con la naturalista, en consecuencia, podían establecerse más directamente las
líneas de batalla que con la progresista y su tendencia a la cortesía, a la codificación del sentido (las propias
implicaciones de “progreso” tendiendo a ocultar
asunciones de inferioridad), y a la tolerancia como velos para la continua
invocación del poder racial” (Goldberg 79) (énfasis mío).
Mi
argumento es que el racismo de Martí parece gravitar hacia la política de la
asimilación que, afirma, Goldberg, “se apoya claramente en fundamentos
historicistas, y gobierna por un plan historicista.” [**ver nota al final]. En efecto, el
asimilacionismo “emergió en los 1880s, y fue la base de la política colonial
francesa y del ‘colonialismo interno’ de los Estados Unidos respecto a los
nativo-americanos…” (Goldberg 82). Es importante señalar que la tendencia
historicista comienza a despuntar en el interior
mismo de la naturalista.
Como observa Goldberg, “la misión
civilizatoria de los misioneros coloniales presupone, en principio al menos, la
suposición del progreso racial (incluyendo el cultural).” La ironía de esto
radica en que, “así como este proyecto civilizatorio presuponía necesariamente
la posibilidad del desarrollo histórico, cultural y social, y del progreso
intelectual de parte de los nativos considerados racialmente ingenuos e
inmaduros, suponía el derecho al valor trascendental…” Solo que el valor
trascendental, estando representado “en las divisas universales del dinero, la
palabra, el trabajo productivo y la verdad santificada, la legalidad racional y
la moral virtuosa,” la suposición “es irónicamente universalista,” dado que
estos impuestos ideales “fueron siempre nada más que encarnaciones de la virtud
y la práctica, de la moralidad y la verdad cristianas y europeas” (Goldberg 86)[viii]
Agréguese el orden, concomitante
tanto al estado colonial como al moderno. “Los esquemas de clasificación,”
expresa Goldberg, “han sido centrales para los modos modernos de
administración, precisamente porque clasificar es impartir orden e imponerlo”
(Goldberg 94). Esta necesidad perentoria de ordenar y clasificar resulta
justamente del reconocimiento de la heterogeneidad que marca la experiencia
moderna. Cualquiera que lea a Martí reconocerá en seguida que tanto la
modernidad de su escritura como de su propia experiencia vital están marcadas,
incluso trágicamente escindidas, entre lo moderno experimentado como caos,
confusión y, consecuentemente, el deseo – siempre condenado al fracaso – de
imponer orden. Y no es una coincidencia que el intento de cohesionar y gobernar
lo fragmentario suscite en él, no infrecuentemente, la añoranza por la época
colonial. Y a la inversa, cuando se juega sus cartas a la modernidad, lo hace
para afirmar el orden: el del progreso del capitalismo liberal. Entonces, el
rechazo del pasado será entonces el de un pasado improductivo y colonial. Lo
único que no cambia, cualquiera que sea el caso, es la impronta racista.
En el tan comentado prólogo suyo
“El Poema del Niágara” (1882) encontramos la nostalgia del pasado colonial o
pre-moderno como respuesta a la fragmentación descentralizadora de la
experiencia urbana, moderna:
no
parece posible, en este desconcierto de la mente, en esta revuelta vida sin vía
fija, carácter definido, ni término seguro, en este miedo acerbo de las
pobrezas de la casa, y en la labor varia y medrosa que ponemos en evitarlas,
producir aquellas luengas y pacientes obras, aquellas dilatadas historias en
verso, aquellas celosas imitaciones de gentes latinas que se escribían pausadamente,
año sobre año, en el reposo de la celda, en los ocios amenos del pretendiente
en corte, o en el ancho sillón de cordobán de labor rica y tachuelas de fino
oro, en la beatífica calma que ponía en
el espíritu la certidumbre de que el buen indio amasaba el pan, y el buen rey
daba la ley, y la madre Iglesia abrigo y sepultura (OC 7, 226) (énfasis mío).
Lo
que se echa de menos aquí, ante el empuje democratizador de la modernidad, el
orden que aseguraban los regímenes monárquico y colonial a través de una rígida
jerarquización de sujetos y funciones que era, precisamente, “la beatífica
calma” de que habla Martí: la ley y el orden representados por “el buen rey” y
“la madre Iglesia,” y cuyo sustento, tanto como el del “pretendiente en corte,”
o el del que productor de “aquellas
dilatadas historias en verso, aquellas celosas imitaciones de gentes latinas
que se escribían pausadamente, año sobre año, en el reposo de la celda, en los
ocios amenos del pretendiente en corte, o en el ancho sillón de cordobán de labor
rica y tachuelas de fino oro” garantizaba la sujeción y el esclavitud del indio. No se nos escape que el indio es
bueno porque se estaba en su sitio. Ese
escritor encerrado en su celda, con el que indudablemente se identifica Martí,
escribe sentado en un sillón espléndido, lujoso, manufacturado con la sangre y
el trabajo de muchos indios mansos, y protegido por la ley del “buen rey,”
tanto como por la “madre Iglesia” que le inculcaba al indio la sumisión y la obediencia. Aunque sólo ligeramente
velado por el estilo, vemos aquí la añoranza por la tradición naturalista, es
decir, aquella en la que el indio, considerado bárbaro era brutalizado por la
colonia. Es preciso subrayar, pues, que los temores del Martí enfrentado a la
modernidad cambiante e imprevisible se refleja especularmente en ese escritor
del pasado, cuya “beatífica calma” – su confianza en la solidez del orden
establecido por la fuerza – sugiere su reverso: su zozobra ante ese indio
bueno, sí, pero cuyo rostro permanecía ilegible. En ese indio mudo se incubaba
quizá algo desconocido, y muy posiblemente hostil. De más está decir la
fantasía de Martí, proyectada, en el “reposo de la celda” y el sillón de lujo,
era la del hombre blanco de la colonia, directo beneficiario del trabajo
esclavo; del indio, primero; después, del negro. Para mí, Martí es un excelente
ejemplo de las preocupaciones de la modernidad sobre el control natural y social
a través del siglo XIX:
Para
la modernidad en general, y en particular para el siglo diecinueve, la heterogeneidad
fue […] tomada para inyectar elementos de los mundos desconocidos,
impredecibles e incontrolables, en la seguridad y estabilidad de los mundos
conocidos, predecibles, y controlables. Porque la heterogeneidad introduce la
amenaza y la imposibilidad de manejar lo desconocido, lo diverso, así como la
imposibilidad también de contener lo desconocido.
Lo
que sucede, entonces, es que “la raza es impuesta a la otredad; es decir, el
intento de explicarla, de conocerla, de controlarla” (Goldberg 23). A los
estudiosos de Martí, y en particular a los numerosos comentadores del prólogo
“El poema del Niágara” se les ha escapado – o han permanecido ciegos – a la
íntima relación entre el desasosiego de Martí ante la fragmentación y
heterogeneidad de la experiencia moderna y su percepción, como una amenaza, del
ascenso de los otros; otros que, en efecto, son de color – en el sentido del
lugar que la ley y el orden les tienen asignado. El compromiso de Martí con la ley y el orden, que es incuestionable, es el compromiso también con el
gobierno de la élite privilegiada. Como he argumentado antes, el temor a las
masas, de índole racista, visible en el prólogo martiano del poema de Antonio
Pérez Bonalde – incluso con una velada alusión al fantasma del anarquismo – se
nos revela con más fuerza en otro prólogo de Martí, publicado sólo un año más
tarde que el primero, y también afín a aquél en la retórica y en las ideas: el
que escribió para el libro de relatos Cuentos de Hoy y de Mañana, de Rafael Castro Palomino, y que también reseñó en La América, en octubre de 1883. De aquí,
por ejemplo, que la retórica que Martí usa con el negro cubano que quiere arrastrar a la guerra sea la misma que, con
idéntico propósito, utiliza con el trabajador.
Y se explica, puesto que en el balanza de las jerarquías sociales ambos tienen,
si no el mismo peso – que es mi parecer – al menos uno muy similar. La reseña,
por ejemplo, comienza casi de idéntica forma al prólogo del poema de Pérez
Bonalde: “El mundo está en tránsito violento, de un estado social a otro. En este
cambio, los elementos de los pueblos se desquician y confunden; las ideas se
obscurecen; se mezclan la justicia y la venganza; se exageran la acción y la
reacción” (énfasis mío). Es imposible no ver que el desquiciamiento del mundo,
su heterogeneidad y cambio vertiginoso no es otro que el cambio social: el
“ancho sillón” se ha vuelto menos cómodo. Y por si alguna duda, véase como
termina el párrafo introductorio: “Los hombres
inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados, y éstos ven con desdén los dolores reales
y agudos de los hombres pobres” (OC 5,
109) (énfasis mío). Lo llamativo no es el obvio favoritismo de Martí con los
“hombres adinerados,” sino su intento de disimular su desdén hacia los “hombres
pobres” [no-blancos]. Como hace con hasta frecuencia – “Mi raza” nos ofrece
abundantes ejemplos de esto – se vale de estructuras paralelas que,
comprometidas como están con la afirmación de la desigualdad, todavía intenta un patético simulacro igualitario a través de la construcción sintáctica, no de
sentido. Quienquiera que hable de
“hombres inferiores,” es de suponer que tiene en mente a los superiores. Ninguno de los dos tiene
sentido sin el otro. Es decir, que en alguna parte de lo que Martí dice tienen
que estar esos superiores. Curiosamente,
la visibilidad de los inferiores es
lo que permite lincharlos como tales, puesto que el ocultamiento de aquéllos es la manera en que se los protege de la “ira” de los salvajes inferiores. Si no, ¿por qué
Martí establece una extraña ruptura en ese paralelismo: “hombres inferiores,”
“hombres adinerados,” “pobres”? La “ira” de los “inferiores” se dirige contra
los “adinerados,” y estos miran con “desdén” el dolor de los pobres. La
triangulación es, por supuesto, una ilusión. Los “pobres” son los “inferiores,”
y Martí quiere ganar por partida doble: decirlo
sin decirlo. Sabemos de qué lado están sus simpatías. La “ira” de los inferiores – al no decirse
explícitamente que son los pobres –
sugiere envidia. Es decir, su ira no tiene otra causa que desear la riqueza
ajena. Adviértase, además, la significativa diferencia entre la “ira” de los
inferiores y el “desdén” de lo otro que calla: los superiores. Ira es el
significante de la violencia propensa a manifestarse irracionalmente; mientras
que el desdén – que sugiere indiferencia y menosprecio - está más próximo a la
encogida de hombros, un gesto más “civilizado” y para nada “amenazador.” Si
todavía quedan dudas, véase lo que dice Martí más adelante:
Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son locos que
quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las facultades que
vienen con ella (110) (énfasis mío).
Obsérvese
la deliberada confusión que introduce Martí al crear un cuarto de espejos, de
modo que parece moverse en círculos. Echémosle el guante si no queremos que se
nos escape. El campo de visión de Martí se ha reducido y simplificado
notablemente: ahora solo ve pobres y trabajadores; o mejor, dos tipos de
trabajadores y dos tipos de pobres: pobres con
éxito, y pobres sin éxito;
trabajadores con fortuna, y
trabajadores sin fortuna. No; se
equivocó el lector. No es Mitt Romney, sino Martí. De paso, admitámoslo, pone
las cartas sobre la mesa:
Los
hombres inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados
los
pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito
Cuando
Martí habla de los “hombres inferiores,” en efecto, habla de los “hombres sin
éxito” (los pobres). ¿Y quiénes son los “hombres adinerados”? Son también
pobres… sólo que tuvieron éxito. Para poder apreciar todavía mejor con quien
nos la estamos viendo, hay que señalar que no estamos aquí ante una mera
ambigüedad o ambivalencia, sino, otra vez, ante el deliberado propósito de
confundir y engañar. Es posible que algunos lectores piensen que Martí quiere
decir que los que hoy son ricos fueron pobres ayer. Hay que decir, sin embargo,
que gramaticalmente esto no está claro. Más aún, nótese que pobres parece suspendido en el presente, a diferencia de “tuvieron
éxito”). Esto se ve reforzado por el paralelismo pobres-pobres, dado que
unos pobres atacan a “otros.” Por otra parte, los “hombres adinerados” ahora
son “trabajadores con fortuna,” repitiéndose el mismo ardid: si antes se
trataba de hacer pasar al rico por “pobre;” ahora el asunto es hacer del hombre
“adinerado” un mero “trabajador” con fortuna. Se trata de fundar la igualdad
sobre la más absoluta y desfachatada desigualdad. En esta maniobra, es el
hombre blanco y acaudalado el que se convierte en el significante mismo de lo humano; pero no solo esto, sino de
una humanidad atacada injustamente por la violencia irracional de los otros,
por supuesto, no-blancos. Esta es la más elocuente demostración de lo que
argumenta Goldberg:
En sus aplicaciones coloniales, el historicismo o progresismo fue al
naturalismo lo que el guante de terciopelo al puño de hierro. El primero se
inclinaba a la suavidad y a la tersura, procediendo a través de la educación y
la ideología, de la coerción sutil y de la manipulación calculada, pero se
erizaba al toque de la crítica. El segundo tendió a ser vicioso y vengativo,
llano en sus designios y fines, cruel y convincentemente imperioso en sus
medios, impulsado a veces a trasgredir los límites del genocidio, e intolerante
ante cualquier oposición (87).
De Martí podemos decir entonces,
apoyándonos en Goldberg, que “[sus] predisposiciones racistas y presunciones
progresistas o historicistas están por contraste, como hemos visto, más
matizadas y ocultas (Goldberg 88).” Así, es en el trucaje del estilo, en sus
pliegues, en su intrincada espesura donde en verdad se puede aprehender lo
político en Martí, así como la subyacente impronta racial, racializadora, y
racista. En última instancia los tejemanejes del estilo están al servicio de la
ocultación, del enmascaramiento. Y el hecho mismo, irrefutable, de que en
términos estilísticos, Martí usó la política del estilo, lo mismo en sus
escenas norteamericanas, que en su correspondencia, ensayos, y en sus discursos
a los trabajadores y los negros, cabe decir que en los dos últimos casos que
menciono, ello le sirvió para marcar por un lado su autoridad; y por el otro,
para hacer sentir al otro su inferioridad, así como engañarlos y persuadirlos a
contribuir a la guerra con sus ahorros y con sus vidas. Hay suficientes
testimonios de que los mismos tabaqueros que se veían arrastrados al entusiasmo
por la oratoria de Martí, no lo entendían.
El estilo es, por tanto, el sello inconfundible de la raza de Martí: de su blancura. El negro, el indio, el
campesino que, en “Nuestra América” son objetos,
no sujetos del discurso, y por lo tanto no tienen voz – recuérdese las “masas
mudas de indio” – son, efectivamente, el «hombre natural», o lo que es lo
mismo, negros o no-blancos; como también lo es “Nuestra América,” que lleva
“delantal indio.” Se trata, pues, de una América atrasada, pre-moderna,
no-civilizada: “Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto
de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones.” El contraste
es entre nuestros pueblos atrasados, racialmente
mixtos, en los que persiste el fanatismo religioso español – otro signo de
nuestro atraso – y la supuesta homogeneidad
racial y cultural de las naciones modernas, civilizadas, cultas. Como los
negros, o los no-blancos, “[l]a masa inculta
es perezosa, y tímida en las cosas de la
inteligencia” (OC 6, 17). El
ensayo de que tanto se han ufanado los martianos y latinoamericanistas es
racista por donde quiera que se le mire. En “Nuestra América” resulta, pues,
palpable la tradición historicista que preconiza la educación de los
no-blancos, haciéndose eco, si es que no coincidiendo, con la misión civilizadora
de los regímenes coloniales: “El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el
atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio;
en ir haciendo lado al negro suficiente;
en ajustar la libertad
al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella” (OC 6, 20) (énfasis mío).
Solo que ahí mismo, en los entresijos de la caridad
– el guante de terciopelo – entrevemos el puño de hierro de las jerarquías
coloniales, si bien enmascaradas. En primer lugar porque hermanar la vincha y
la toga, lejos de anular la jerarquía implícita en ellas, la reifica. La vincha – del quechua wíncha – es un
atavío indígena, mientras que la toga
es la vestidura del magistrado y del catedrático. La enorme disparidad simbólica
y de poder entre la vincha y la toga reside en que la primera subsume al
indio en una otredad radical, folclórica, exótica, primitiva (lo irracional), y
sobre todo sujeto, sometido y evaluado por la ley, el orden
y la letra de la segunda: la toga (la
Razón). (Ver Goldberg 140). A pesar del aparente rechazo al “libro europeo,” y
al “libro yanqui,” la toga que legitima la desigualdad proviene de esos mismos
libros; y es incluso, para mayor ironía, el signo
del prestigio y de la autoridad de la
ley y la cultura europeas, yanqui y blanca por añadidura. La tarea
de “desestancar” al indio correspondía, por supuesto, a la toga; y la toga, y
solo la toga, tenía el poder de evaluar el éxito del indio, de reconocer sus
méritos, de, para decirlo de una vez, reconocerlo.
Al mismo tiempo, esa tarea parte del presupuesto de que el indio es inmaduro,
perezoso y resistente al progreso. Pero hay que advertir que justo porque la
vincha nunca podrá aparejarse con la toga, cualquiera que sea el grado de
“desestancamiento” y de “progreso” del indio, éste nunca llegará a ser blanco.
Será siempre un indio. De modo que la misma idea progresista que propugna la
posibilidad de avance cultural y social de los no-blancos, la limita, la
coarta. Este hecho se hace aún más evidente en lo que la caridad martiana le
tiene reservado al negro: “ir haciendo
lado al negro suficiente.” ¿Qué
otra significa hacerle lado al negro, sino un mero permitirle estar? Bastaría, pues, un lapsus linguae, para que salga
a la luz el material reprimido: ir dándole de lado al negro suficiente; o, haciéndole lado suficiente al negro. Después de todo,
¿qué significa suficiente? ¿Acaso al negro suficiente
como mano de obra? Se nos queda otra frase absolutamente crucial, pero su
análisis probará ser más útil en la discusión de “Mi raza.” A estas alturas no
debe quedar duda de que las “masas mudas de indios,” el “indio mudo,” el negro
“desconocido,” solo entre “las olas y
las fieras,” y el “negro suficiente” son los “elementos incultos” y “[l]a masa
inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia.” Insistamos: son
los no-blancos, y están sujetos a la caridad y a la autoridad letrada, a la
piedad de los blancos [varones, hombres, masculinos], y más específicamente de Martí: “¡Bajarse hasta los
infelices y alzarlos en los brazos!” (OC
6, 21). Desprovistos de agencia, reducidos a la impotencia y a la dependencia
de la víctima, están ahí para que el blanco ejerza la caridad, y experimente su
superioridad moral. El blanco que, en primer lugar, es el responsable de esa
miseria. Piedad que mantiene las cosas en su sitio sin resolver el problema del
sufrimiento y la marginación del otro. La piedad tiene, sin embargo, otro lado
aún más siniestro si se quiere, puesto que el blanco culto que la practica es
el mismo llamado a gobernar al
no-blanco inculto. De modo que si “Nuestra América” es un texto fundacional de
la identidad latinoamericana, y hasta otra de las instancias del supuesto
anti-racismo martiano, hay que decir también que el ensayo martiano promueve el
estado racial que, en palabras de Goldberg, “está al mismo tiempo implicado en
la posibilidad de producir y de reproducir fines y resultados racistas:”
La
raza ha sido invocada normativamente en términos institucionales y en contextos
estatales casi siempre con propósitos jerárquicos. Este hecho limita
profundamente tomar la raza como un tema organizativo con fines antirracistas.
[…] Los efectos de la movilización racial anti-racista han tendido a ser
ambivalentes y ambiguos. Al invocar los propios términos de la subyugación con
propósitos transformativos, la invocación racial probablemente reinscribe
elementos de las mismas suposiciones que promueven la exclusión racista, y a
las que se había comprometido poner fin. De aquí el forcejeo de Sartre sobre lo
que en Antisemite and Jew denomina “racismo anti-racista” (Goldberg 213-14)
Propongo
que ese racismo anti-racista es un
traje cortado justo a la medida de Martí, pero – aclaro – sólo a condición de
que en ese ropero haya lugar para el otro traje: racismo racista. Uno de los sellos de este racismo en “Nuestra
América” es la misma clasificación racial a que se entrega Martí –
“sietemesinos,” “indios,” “hombre natural,” “mestizo autóctono,” “criollo
exótico,” “elementos cultos e incultos,” “la masa inculta,” “políticos
nacionales,” “políticos exóticos” – y no menciono los innumerables objetos,
sujetos, ideas – unos racializados, y otros racistas – que aparecen en el
ensayo. En este sentido el texto martiano está implicado en otras formas
textuales como el censo, la ley, la política; o para decirlo de manera
resumida: en el orden, administración y regulación de “Nuestra América” – “arte
del gobierno” – a través de categorías marcadamente raciales y racistas. La
categorización, que permite a su vez gobernar, es uno de los rasgos de los
estados raciales (Goldberg 109-10). Otra característica de los estados
raciales, que en el ensayo martiano asume podemos decir el punto de
articulación hermenéutica, es la mediación
de Martí, de su autoridad moral y política, entre los sujetos blancos y los
no-blancos, si bien los primeros solo son nombrados oblicuamente: “políticos
nacionales,” “el buen gobernante,” “elementos cultos,” o el hombre que debe
“pensar con orden.” Desde luego, esta mediación
se verifica a través de la clasificación
y evaluación de sujetos,
instituciones e ideas sobresaturados racialmente, responde al otro propósito
cardinal del ensayo: la voluntad unificadora, homogeneizante, de la instancia autorial. Estamos ante una aparente
paradoja: si por un lado el mismo desenvolvimiento del ensayo da cuenta de una
incesante fragmentación, hibridez, y desunión; por el otro, lo niega: “De
factores tan descompuestos, jamás, en
menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas”
(OC 6, 16) (énfasis mío). El
paralelismo de la intensificación – “tan descompuestas”/”tan compactas” resume
tanto la aporía como el autoritarismo del ensayo. Obsérvese además que el
adelanto, y por ende el progreso y la modernización están explícitamente
vinculados a la unificación imperiosa: “tan adelantadas y compactas.” Ni siquiera se trata de unidad, sino del cierre total
de las fronteras. Irónicamente, pues, el deseo de unir las naciones americanas,
llevado a su extremo, conduce al cierre, potenciando de paso una mayor desconfianza
y la posibilidad de agresión entre ellas. Pero más importante para mí es el
hecho de que la obsesión martiana de unir a las repúblicas americanas se
sostiene y es exacerbada por la apremiante necesidad de superar, y aun
proscribir la hibridez; hibridez que – no hay que olvidarlo – tiene su origen
en la cuestión racial, tanto como en la de la identidad sexual: “¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres!” (OC
6, 16). El problema no es que estos sujetos, por ser delicados no sean hombres.
Al contrario: son hombres delicados.
Uno podría hablar de una masculinidad mestiza, y para Martí, por supuesto,
abyecta. Si esos delicados no fuesen
hombres no habría problemas porque sería una indicación de que las
clasificaciones todavía funcionaban, tenían sentido. El rechazo de la hibridez
es la razón de los aparentes sinsentidos del ensayo: “Por eso el libro importado ha sido vencido en
América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo
exótico” (OC 6, 17). Estamos de
regreso a un escenario harto familiar: el cuarto de espejos del estilo. Pero se
trata sobre todo de la duplicidad del texto, y por consiguiente de Martí. ¿Cómo
entender su afirmación de que “el libro importado ha sido vencido en América
por el hombre natural”? ¿Cómo se produjo esa victoria? ¿En qué consistió? El
hecho mismo de que ese “hombre natural” del que Martí habla, pero que no define
o describe, haya vencido al “libro importado,” ¿no implica que lo leyó? Su victoria habría sido, entonces,
desechar la cultura importada que venía enlatada en el libro importado. ¿Cabe
otra explicación? Pero si esto es lo más lógico, tendremos que aceptar que el
hombre natural era culto, que podía leer críticamente
el libro importado. ¿Y cómo adquirió esa cultura? ¿En qué libros? Y no
obstante, Martí también dice que “[e]l hombre natural es bueno, y acata y
premia la inteligencia superior” (OC
6, 17), lo cual confirma lo que habíamos dicho antes y crea un nuevo problema:
este hombre natural cuya inteligencia ahora, naturalmente, resulta ser inferior
a las de otros que, claro, son implícitamente blancos, ¿cómo se las arregló
para vencer al “libro importado, e
incluso a los “letrados artificiales”? A esto hay que agregar el trabalenguas
“mestizo autóctono” / “criollo exótico.” ¿Quién es el mestizo autóctono? ¿Cómo podemos diferenciarlo del que no lo es?
Porque si hay mestizos autóctonos es porque hay otros que no lo son; y que por tanto también no han vencido. Este absurdo se explica porque Martí necesitaba
oponer al “criollo exótico” – que tiene más sentido, pues podría ser otra
referencia al letrado artificial – otro sujeto que fuese casi su espejo: autóctono y exótico son esdrújulos y fonéticamente muy similares.
Pero
quizá lo más singular del ensayo, y de su recepción, es que a pesar de que
Martí habla de razas todo el tiempo – negros e indios – justo la última parrafada comienza con una
afirmación tan rotunda como contradictoria: “No hay odio de razas, porque no
hay razas” (OC 6, 22). No es de menor
importancia que arrastrado por su determinación de afirmar una Nuestra América homogénea
llegara al extremo de declarar abolidas
las razas. Lo que emerge aquí, con una fuerza incontrastable, es que la hibridez
que Martí tenía que vencer en última instancia para lograr esa unidad idílica,
pre-adánica, era la cuestión racial; o para ser más exactos, el “problema
negro.” Quizá eso explique que ante la innegable heterogeneidad racial de
Nuestra América, se decidiera por el “mal menor:” el mestizo. Esto no contradice lo que afirmé antes acerca del rechazo
martiano a la hibridez y al mestizaje. Por paradójico que pueda
parecer, el mestizo o el mulato que, por supuesto, son sujetos híbridos, al
invisibilizar la diferencia del negro, permiten afirmar la homogeneidad de
“nuestra América mestiza.” Nunca se insistirá lo suficiente en que no el
mestizaje, sino su promoción, constituyó y constituye una manera aceptable,
disimulada, de eugenesia; puesto que el mestizaje es, en el fondo, un
blanqueamiento gradual que, por lo mismo, aspira a la siempre inasible homogeneidad. Como afirma Javier Lasarte
Valcárcel, el mestizaje fue una “operación simbólica” que expresaba “la
voluntad de concertar armónica y solidariamente lo heterógeneo y socialmente
conflictivo para construir una efectiva cultura de unidad nacional, acogiendo
en su convocatoria sectores de la comunidad que habían sido secularmente desatendidos
o subyugados por los distintos poderes.” Y añade: “Esto es, a partir de Martí y su tiempo” (Lasarte
Valcárcel 18) (énfasis mío). Él nota, como luego y más elaboradamente lo
explicará Charles Hatfield, que ya en “Nuestra América” la idea del mestizaje “viene
indisolublemente aparejada a la de lo nacional/ continental, pues supone su
definición como cultura” (193).
El
perspicaz análisis de Hatfield revela que en “Nuestra América,” al refutar la
raza como “un hecho biológico,” Martí “produce un concepto de cultura que toma
el lugar de aquél.” Hatfield comenta que “lo sorprendente acerca del concepto
de cultura de Martí es que no pueda deshacerse de la raza: el concepto
supuestamente desracializado de cultura
de Martí se apoya en el mismo concepto de raza
biológica que niega” (énfasis mío). El problema de este ensayo, afirma con
razón Hatfield, “es que continúa funcionando como el modelo de la normatividad
cultural latinoamericana de hoy” (Hatfield 11). El nudo del argumento de
Hatfield es que “[n]o se trata de que la prohibición martiana de todas las
formas de pensamiento racial sea lo que esté en conflicto con su anti-racismo,
sino su proyecto cultural, en el que la cultura hace el trabajo normativo de
las categorías raciales” (198). Lo que sucede es que no puede olvidarse que
tanto los discursos y prácticas abiertamente racistas como los culturalistas
han sido promovidos, en primer lugar, por las élites blancas. En segundo lugar,
en uno y otro caso – ya se trate de la Alemania de Hitler (un clásico ejemplo
del racismo naturalista), o la América de Martí (un no menos clásico ejemplo
del racismo historicista o evolucionista; de ahí el énfasis en la cultura) – se
trata en última instancia de borrar de imponer la hegemonía de una identidad,
ya sea nacional o continental. Esto necesariamente implica conduce al
totalitarismo:
[la]
homogeneidad sólo puede alcanzarse y
reproducirse, hay que enfatizarlo, sólo a través de la represión y la
tachadura, de la restricción y la negación, de la delimitación y la dominación.
En el análisis final, tales términos y condiciones de reproducción son
insostenibles sin el ordenamiento del estado. Aquí la hibridez es concebible sólo contra el telón de fondo de la
suposición de los términos raciales,
comprendidos biológica o culturalmente (Goldberg 33) (énfasis mío).
Los
proyectos homogeneizantes son, pues, en sus mismos fundamentos, totalitarios,
represores y racistas. No es sorprendente, pues, que el itinerario retórico de
“Nuestra América” que al acercarse a su conclusión decreta la anulación de las
razas, esté en perfecta armonía con el tono explícita y/o veladamente racista
del ensayo, a los que ya hice referencia y comenté. Hay que tener en cuenta,
además, que “mestizo autóctono,” “criollo exótico” no significan a sujetos
culturales, o al menos no solamente culturales. La raza biológica y el racismo
están ahí; en primer lugar, por la obvia referencia a clasificaciones raciales
– criollo y mestizo – y en segundo lugar, porque esto mismo hace que la
exclusión del “exótico” por el “autóctono” sea a la postre una exclusión racista. Sin embargo, todavía no es
suficiente, y el paso siguiente será el de unificar a “Nuestra América” bajo un
solo rótulo, que si es cultural, también es racial: “mestiza.” Con todo, para
Martí resulta imperativo hasta el último resto racial: “No hay odio de razas, porque no hay razas.” Por supuesto, no niega que
existe el color racial, sino que en “la justicia de la naturaleza” lo que
“resalta” es “la identidad universal del hombre.” En efecto: “El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos
diversos en forma y en color” (OC 6,
22). Esa “identidad universal del hombre,” y del “alma, igual y eterna se
predican en un presente eterno, incesante: “no hay,” “resalta,” “emana.” Así se
borra la historia, se pasa la página de la esclavitud y, por ende se reinstala
el racismo. Y se reinstala por la sencilla razón de que ese decreto Martí
reinscribe con más fuerza lo que “quería” negar: las razas. Preguntémonos a
cuántos negros en aquellos años, en Cuba o en Estados Unidos, se les habría
ocurrido decirse a sí mismos, o a otro negro que no había “razas.” Solo a un
blanco – y a uno con el peso intelectual de Martí – se le pudo ocurrir
semejante cosa. Pero hay otro detalle de la mayor importancia. ¿Qué quiere
decir Martí con “odio de razas”? ¿No implica acaso un odio a partes iguales,
del blanco al negro y del negro al blanco? ¿Qué le lleva a pensar a Martí, aún
si solo para negarlo, que el negro odiaba
al blanco? Este es otro ejemplo de la duplicidad martiana, que se hará más
evidente aun cuando lleguemos a “Mi raza.” Acertadamente, Hatfield concluye que
“Nuestra América” “se asemeja a lo que Appiah con razón llama una ‘política de
compulsión,’ y es así la sustitución de ‘una clase de tiranía por otra’”[ix]
(Hatfield 201). Cierto, los martianos y estudiosos que insisten en la vigencia;
o mejor, en la “futuridad” de Martí, no se equivocan. Solo que ese futuro ya
está con nosotros – fundido, desde luego, en su caso, al racismo biológico.
Puesto que el racismo culturalista de “Nuestra América” es precisamente ese racismo sin razas del presente: “un
racismo cuyo tema dominante no es la herencia biológica, sino la
irreductibilidad de las diferencias culturales […].” Solo que “la cultura puede funcionar también como una
naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una
determinación de origen inmutable e intangible” (Balibar a, 37-38) (itálicas
del autor). El tono imperioso y autoritario de “Nuestra América,” es decir, su
carácter prescriptivo, proscriptivo, e incluso represivo – (“Hay que cargar los
barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre”
OC 6, 16). El discurso de “Nuestra
América” se ajusta como un guante a la mano a la noción del texto autoritario
de Mikhail Bakhtin: “[e]stá indisolublemente fusionado con su autoridad — con
el poder político, con una institución, con una persona — y se mantiene o cae
junto con esa autoridad. Uno no puede dividirlo, estar de acuerdo con una
parte; aceptar, pero no completamente otra parte; rechazar completamente otra
parte” (Bakhtin 343).
Regresando
a la cuestión del mestizaje, debo recalcar que hay otros ejemplos donde todavía
resulta más evidente no sólo la indudable carga racial del término – por más
que Martí haya intentado reducirlo a la cultura en el ensayo de 1891 – sino
incluso racista. En abril de 1884, Martí publicó en La América un comentario sobre una gigantesca locomotora, llamada
“El Gobernador,” que se estaba construyendo en Sacramento, “en la corpulenta
California,” dice Martí, “donde tiene sus hornos colosales, sus olímpicas
fraguas, sus cavernosas y vastas techumbres la Compañía de
ferrocarriles que se llama de nombre inglés “Central Pacific” (énfasis mío). Su
obvio entusiasmo con las entrañas de ese monstruo de la tecnología que era,
empalma con el que le produce el nombre español
de la máquina americana: “No vendrá
mal a los que hablan lengua española saber que con nombre español va a ser
bautizada la locomotora más grande que corre sobre rieles por el mundo.” La
poderosa locomotora yanqui corriendo “sobre rieles por el mundo” evoca - ¿cómo
podría no evocarlo? – la invasión de México por la locomotora imperial, al
mismo tiempo que metaforiza la civilización pujante, el progreso y la
modernidad del Norte, lo que se hará todavía más evidente en el 98 (Díaz
Quiñones 222). Sucede, sin embargo, que en este punto Martí vacila. No está
seguro sobre quién invadió a quién: “Ha quedado siempre por saber
quién invadió más, o quién fue el invadido, cuando los rapaces nómadas del
Norte se entraron por las calmosas, regocijadas, bellas y débiles ciudades
latinas: acaso el Mediodía entró en el Norte, y lo refinó, en mayor grado que
el Norte entró en el Mediodía y lo oprimió.” Como puede verse, de su propia
vacilación Martí pasa a crear el escenario de lo que, solo técnicamente
hablando, puede considerarse una violación; esto es, en el sentido de la
penetración sexual. No, en el sentido de la violación como penetración forzosa.
El Norte aparece convencionalmente virilizado, violento – rapaces nómadas –
y, por supuesto, es el sujeto activo,
invasor: el violador. Porque si el “acaso” implica solo un tal vez, una
posibilidad – no se olvide que Martí tiene sus “dudas” – todavía en ese acaso es así como se figura al Norte.
Las ciudades latinas, por el
contrario, además de ser imaginadas con el estereotipo de lo femenino como ente
pasivo y mero recipiente de la penetración masculina, también se sugiere que
esperaban “calmosas” y “regocijadas” la invasión yanqui. Y siendo “débiles” y
“bellas” ¿podría haber sido otro su destino? Incluso el efecto que cada
“invasión” hubiera tenido sobre la otra lleva la marca de los roles de género
convencionales: si las ciudades latinas
del Mediodía (Sur) invadieron al
Norte, siendo como eran bellas, débiles, calmosas, regocijadas, lo más que
podían hacer era refinarlo. Por otra
parte el Norte rapaz, penetrador, por
supuesto, somete, subyuga, oprime a
las ciudades latinas. La desigualdad
es todavía mayor si pensamos que el Sur ejerce supuestamente un efecto
civilizador en el Norte, y por tanto benéfico, mientras que el Norte roba,
saquea a las ciudades latinas.
Todavía,
sin embargo, antes de entrar - ¡por fin! – en “Mi raza,” quiero comentar, si
bien un tanto de prisa, otro texto de Martí. Me ocupé de él, en detalle, en mi
estudio Martí, la justicia infinita.
Se trata de la entrevista que le hizo Export
and Finance en 1888. La revista se había creado ese mismo año, y fue
“probablemente la primera en los Estados Unidos dedicada principalmente a
expandir el comercio con América Latina” (Pletcher 241). Tengamos en cuenta que
el contexto, tanto de la creación de la revista, como de la entrevista es el de
la Conferencia Panamericana. Según el reportero que lo entrevista, Martí había
hecho referencia “a los esfuerzos que se vienen realizando para dar mayor amplitud a nuestro comercio con las
repúblicas suramericanas” (énfasis mío). Martí le explica por qué no hay mayor
comercio entre los Estados Unidos y las repúblicas suramericanas:
En mi opinión, el motivo de que el comercio entre los Estados Unidos y
las repúblicas del Sur y Centro América no sea mayor, es la falta de confianza
en nuestro pueblo, de la que no adolecen Inglaterra, Alemania o Francia. Los hispanoamericanos
son hombres altamente sensitivos. Nada les disgusta tanto como que se les haga
sentir que no se tiene fe en ellos, en todos los aspectos. El comercio
americano ha sufrido un error al no reconocer esta cualidad de la raza
hispanoamericana. Lo cierto es que han estado mal documentados y que por ello imaginan que todos nosotros somos semibárbaros mestizos de españoles, indios y
negros (OC 8, 79) (énfasis mío).
En
lugar de criticar duramente la opinión racista que los Estados Unidos tenían de
Nuestra América, Martí la acepta.
Desde luego, si no puede, o más bien no quiere ver aquí, no el “odio de razas,”
sino el desdén racista del vecino norteño – para él los Estados Unidos solo están
“mal informados” – en modo alguno le resultará difícil, cuando le cuadre, que no hay razas. Pero donde su racismo se
muestra ostensiblemente es en su uso del “nosotros” cuando habla por América
Latina. Lo que le interesa dejar en claro es que no todos nosotros “somos semibárbaros mestizos de españoles, indios y
negros.” La implicación, desde luego, es que ¿algunos?, ¿muchos?, ¿la mayoría?
de nosotros no somos semibárbaros. Pero de que
los hay, los hay. Finalmente,
“semibarbarie” del mestizaje se explica porque ahí van a parar todos los grupos
considerados inferiores, tanto por los Estados Unidos como por el propio Martí:
españoles, indios y negros.
A
propósito de lo que digo, quiero señalar algo en lo que al parecer hasta ahora
no habían reparado los estudiosos de Martí. Sabemos que en el 98, e incluso
desde antes, la prensa norteamericana publicó caricaturas racistas de los
españoles. España hizo otro tanto con los Estados Unidos, y también con los
insurrectos cubanos. Esta fue una de las modalidades en que libró lo que
Arcadio Díaz Quiñones llamó con razón «guerra simbólica» (Díaz Quiñones 214).
Es hora de decir que también Martí desarrolló una visión de España tan racista
como la de los Estados Unidos. Vale recordar que el racismo norteamericano se
explica por el hecho de que España no era considerada blanca. Porque ni la
blancura, ni la negritud son categorías raciales fijas, sino determinadas por
el ejercicio del poder, por ideas de superioridad e inferioridad: “Consecuentemente,
la movilidad racial hace evidente no simplemente la construcción estereotipada
de la blancura, sino también […] la relativa falta de fijeza en la elevación y
en el desprecio racial” (Goldberg 173). Un ejemplo que viene al caso es el de
los inmigrantes italianos que en el siglo XIX no eran considerados blancos en
los Estados Unidos.[x]
4
En
carta al New York Herald del 2 de
mayo de 1895 – a dos semanas y dos días de su muerte – Martí explica la razón
del alzamiento de los cubanos: “emancipar a un pueblo inteligente y generoso, de
espíritu universal y deberes especiales en América, de la nación
española, inferior a Cuba en la aptitud para el trabajo moderno y el gobierno libre” (OC 4, 152) (énfasis mío). Martí caracteriza a España con los mismos
argumentos racistas utilizados en su época contra los negros y contra los
nativos americanos: la inmadurez, el atraso, el (auto)gobierno libre – nótese
la ambigüedad de “gobierno libre” – pues no puede aplicarse Cuba. ¿Quería Martí
que España ejerciera un gobierno libre
en Cuba? No tendría sentido postular algo semejante. Sin embargo, lo más
importante es la afirmación de la superioridad
de Cuba y la inferioridad de España. Más
adelante añade solo “[e]l pensamiento superficial, o cierta especie de desdén
brutal” podría afirmar que “que la revolución cubana es el prurito
insignificante de una clase exclusiva de
cubanos pobres en el extranjero, o el alzamiento y preponderancia de la especie negra en Cuba” (152). ¿Por qué
Martí no escribe simplemente cubanos
en el extranjero y en Cuba? Ahora bien, al refutar la opinión del “pensamiento
superficial” tenemos que inferir que los cubanos del extranjero no eran pobres. Más aún cuando notamos lo que
parece ser un oxímoron: “clase exclusiva” de “cubanos pobres.” ¿En qué sentido
los pobres podrían constituir una clase
exclusiva? Claro, si el lector no ha olvidado Martí distinguía a los
“pobres” que tuvieron éxito de los que no, no sería desacertado suponer que el
mensaje a los Estados Unidos era que los cubanos del extranjero eran los otros pobres: los que tuvieron éxito. Y
mientras esos cubanos preservan su humanidad en la escritura de Martí, los
otros, los negros, son meramente una “especie negra,” es decir, un grupo
zoológico, o un montón de cosas que tienen en común el ser negras. El contraste es tan marcado que no vea como pueda
justificarse o explicarse fuera del discurso racista. Sobre todo, por el hecho
de que Martí, lejos de satisfacerse con esto presenta el origen de la
nacionalidad española en términos, otra vez, abiertamente racistas. “Un ligero
estudio de la composición nacional de España y de Cuba,” afirma, “basta a
convencer […] de la incompatibilidad
de carácter nacional, por sus raíces
diversas y sus distintos grados de desarrollo, entre España y Cuba…” (énfasis
mío). Esto lo lleva a un binarismo irreductible,de raíz ontológica y racista, puesto que no se trata de las profundas diferencias y antagonismos con una colonia opresora, sino a una oposición natural, determinista: “la metrópoli europea y retrasada” y “la isla americana, contemporánea y laboriosa.” Martí reproduce, invirtiéndola la impronta racista de The Manufacturer y del Evening Post. Porque en esa oposición, Cuba, “contemporánea” – moderna – y “laboriosa” está a la par de la modernidad (blanca) norteamericana, mientras que la España atascada en el pasado (primitiva respecto a la modernidad) y más específicamente retrasada (no-blanca), nos recuerda la caracterización de Cuba en los periódicos yanquis. Irónicamente, uno puede inferir que la guerra de independencia de Cuba se justifica también, por la misma razón que aquellos periódicos se oponían a la anexión de Cuba: el discurso independentista martiano en su raíz no era menos colonial y racista que el del vecino. De ahí que al ir a la raíz de la formación del “carácter nacional” español vaya equipado con el correspondiente arsenal racista. En el origen de ese carácter, sugiere, está el bárbaro oriental, negro y afeminado, incapacitado para el trabajo viril – en otras palabras, los “sietemesinos,” los “insectos dañinos” de “Nuestra América:” “Ligadas hace cuatrocientos años las regiones españolas, ásperas y celosas, contra el moro áspero afeminado en la molicie, vino, en mal hora para España, a cuajarse la monarquía y unificarse en la conquista, como todas las conquistas, fatal para el vencedor, de las tierras desnudas de América” (153) (énfasis mío). Para hacer todavía más evidente la transitividad españoles-moros, tanto las “regiones españolas” como el “moro” las encadena al adjetivo áspero. Después de todo, uno tiene que preguntarse qué función significativa tiene ese adjetivo, aparte de ligar España a la implícita degeneración de los moros. Inadvertidamente, todo cuanto consigue Martí es reafirmar aquello lo que pretendió refutar en su respuesta a The Manufacturer y The Evening Post. Si el origen de España es la barbarie; si éste está ligado a su lucha con una raza “inferior,” degenerada y afeminada, incapaz del trabajo viril – recordemos que los moros dominaron a España durante ocho siglos – y, consecuentemente, sugiere Martí esto dejó sus huellas en la nacionalidad española, con lo que se explican su retraso, su inferioridad e ineptitud para “el trabajo moderno y el gobierno libre”; y si, por otra parte – aunque Martí no lo mencionara – el origen de la “identidad cubana” se forjó en el interior mismo de la situación colonial de la isla, afirmar una separación absoluta entre una y otra cultura; entre una y otra historia, era simplemente una ridiculez. Recordemos lo que había dicho The Manufacturer: “Los cubanos no son mucho más deseables. A los defectos de los hombres de la raza paterna unen el afeminamiento, y una aversión a todo esfuerzo que llega verdaderamente a enfermedad. No se saben valer, son perezosos, de moral deficiente, e incapaces por la naturaleza y la experiencia para cumplir con las obligaciones de la ciudadanía en una república grande y libre” (énfasis mío). Si España era todo lo que dice Martí ¿podían los cubanos no haber heredado algo de ella? Lo quiero subrayar, sin embargo, es la absoluta coincidencia entre los racismos de Estados Unidos y el de Martí. En el fondo se trata de lo mismo: frente a la superioridad de la virilidad blanca, civilizada, y capaz de auto-gobernarse del Norte, Cuba no podía ser sino lo opuesto: el pueblo inferior, habitado por razas inferiores – los españoles, sus descendientes y los negros; o para resumirlo: por negros – y en cuanto tal, afeminada e incapaz de autogobernarse. De modo que cuando Martí denigra a España con los mismos estereotipos racistas que los Estados Unidos habían usado con Cuba, se produce una reveladora alineación: Estados Unidos y Martí contra Cuba y España. Como recordará el lector, argumenté que la supuesta defensa de los “cubanos” en “Vindicación de Cuba,” puesto que no solo se calla ante las injurias racistas contra los negros, y aún contra los cubanos descendientes españoles, sino que los cubanos que menciona para demostrar su valer, estaban todos fuera de la isla, eran blancos, tenían fortuna, algunos eran ciudadanos norteamericanos o se habían formado en instituciones norteamericanas, e incluso de ellos era oficial de la marina norteamericana – Menocal –, y hasta estaba al frente de un proyecto imperial: la construcción del canal de Nicaragua. Dicho de otro modo, Martí quiso demostrar que los cubanos podían ser tan yanquis como los mismísimos yanquis, lo que equivale a decir igual de blancos. Como blanco, les asegura a los Estados Unidos que no había por qué preocuparse respecto a la “especie negra” de la isla, pues el propósito de la guerra no era “el alzamiento y preponderancia” de esa especie. ¿Qué quería decir Martí con “alzamiento”? A la luz de lo que hemos visto hasta aquí no puede menos que resultar sospecha esta elección que introduce una significativa ambigüedad: alzamiento significa alzarse en rebelión, pero también movimiento de abajo hacia arriba, o sea, elevación. Y puesto que en el contexto en que lo usa Martí es obvio que no se refiere a alzamiento militar de los negros – que, por supuesto, también pelearon – entonces alzamiento, seguido de preponderancia, significaría más probablemente la elevación y dominio de la especie negra. Por eso Martí, dice que “el hijo de Cuba, levantado en la guerra y en el trabajo de la emigración durante un cuarto de siglo a tal plenitud moral, industrial y política, que no cede a la del mejor producto humano de cualquier otra nación.” Ese hijo de Cuba, que Martí alza – “levantado” – posee todas las virtudes que The Manufacturer había negado: plenitud moral, industrial (no es perezoso), política (sí es capaz, por naturaleza – es superior a España – y por experiencia (en la guerra) de auto-gobernarse civilizadamente, hasta el punto de poder equipararse, alzarse, a la altura de los hijos de cualquier otra nación. Ciertamente, Martí no pensaba en los negros cubanos cuando habla de “elevación industrial.” Tampoco incluye a España es ninguna de las naciones con cuyos hijos podría equipararse el “hijo de Cuba.” Mucho menos a Marruecos. El “hijo de Cuba” es, pues, blanco, y por consiguiente, Cuba estaba a la altura de los países civilizados, modernos, industriales, blancos: “El conoce las fuerzas de su naturaleza, y ansía deshelarlas. El habla las lenguas vivas del mundo, y piensa con facilidad en las principales de ellas. El brilla por su cultura superior, como quien más, en los centros humanos, donde más se brilla” (155). La ironía de este pensamiento racista con relación a España radica, sin embargo, en que muy posiblemente Martí no sospechaba lo cerca que tenía al negro; al menos, de acuerdos con las ideas racistas de su tiempo. El 13 de febrero de 1876, en la sesión pública de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, el doctor habanero Miguel Riva y Urréchaga, y en respuesta a una petición del Tribunal, presentó el caso de una mujer blanca de nombre Cesárea o Nazaria “era blanca o mestiza (mulata), y si como decía, era oriunda de Islas Canarias.” Para ello, contó con el auxilio de Luis Montané que ya gozaba de prestigio como antropólogo, y quien hacía solo dos años había regresado de Paris, y de cuya Sociedad Antropológica era miembro. Aunque algunas de las conclusiones de Riva se contradecían, su conclusión fue la mujer parecía acercarse más a los mestizos. Por esta misma razón cree que la mujer procedía de Canarias, “por las frecuentes relaciones, que siempre han existido entre estas islas y África” (García González 203-06) (énfasis mío). Esto viene al caso, dado que la madre de Martí, Leonor Pérez, procedía de Canarias. El caso es también ilustrativo de que la naturaleza elusiva de la raza era y es lo que históricamente ha permitido su capilarización, llegando a permear – al igual que ocurre con la identidad sexual – todo el tejido social. En cuanto al moro “afeminado” ¿qué seguridad podía tener el Maestro de que al menos una gota de sangre de un moro no hubiera llegado, a través de quién sabe qué secretos e intrincados encuentros no llegó al torrente sanguíneo, masculino, de su padre? Porque, pensándolo mejor, ¿no explicaría esto, en parte, la obsesión martiana con los afeminamientos? Vaya uno saber, pues.
Volviendo a la cuestión con los
Estados Unidos, podemos explicarnos el peligroso y contradictorio juego en que
se enreda Martí en una carta dirigida a una audiencia norteamericana, y
legitimada por todo el peso político de la autoridad más visible de la
revolución. La carta de despedida a Manuel Mercado de 18 de mayo de 1895, que
deja inconclusa, es harto conocida, y sabemos que Martí dice ahí que todo
cuanto había hecho había sido para “impedir a tiempo con la independencia de
Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa
fuerza más, sobre nuestras tierras de América.” Pero en la que le escribe el 2
de ese mes al New York Herald, puede
decirse que Martí tienta la codicia
yanqui, e incluso ofrece abrirle a
los Estados el mercado de Cuba. Respecto a lo primero llama la atención la
constante referencia a las riquezas de la Isla. Así, celebra sus tiene “anchos”
puertos, sus “aurígeras entrañas,” “la maravilla natural de Cuba” Cuba “quiere
ser libre,” dice, “para que el hombre realice en ella su fin pleno, para que
trabaje en ella el mundo, y para vender
su riqueza escondida en los mercados naturales de América” (énfasis
mío). Si uno considera la ambigüedad con que, para su beneficio, y desde los
tiempos de la doctrina Monroe, los Estados Unidos le han asignado a la idea de
“América,” el hecho de que Martí no se refiera a las Américas, sino a América, se prestaba a una confusión
peligrosa que no podemos perdonarle a un hombre, tan empeñado en evitar la
voracidad imperialista. Peligro que se hace mayor para Cuba cuando Martí se
refiere a ella como “la isla americana”
(153). Esto no habría sido un problema si el contexto lingüístico y político
hubiese sido otro, pero insisto en que no podemos perder de vista que escribe
para los Estados Unidos, y que él sabía muy bien que éstos estaban a la espera
de que cayera la manzana. Martí dice que
la dominación colonial impide “en la hora histórica en que se abre la tierra y se
abrazan los mares a sus pies, [que Cuba] tienda anchos sus puertos y sus aurígeras
entrañas al mundo repleto de capitales desocupados y muchedumbres ociosas.” Y
añade: “Los cubanos reconocen el deber
urgente que les imponen para con el mundo su posición geográfica y la hora presente de la gestación universal”
(153) (énfasis mío). Qué deber es ese, Martí no lo dice; solo que los cubanos
“son plenamente capaces” para, y “quieren cumplirlo.” Dado que esto – la
posición geográfica de Cuba – era justamente uno de los mayores incentivos de
las propuestas anexionistas, hay que preguntarse por qué, con qué finalidad, Martí lo menciona; y por qué deja ambiguamente abierto el deber de los cubanos respecto a la posición geográfica de la Isla,
comprometiendo de paso – de manera no menos ambigua – el rumbo que tomarían las
relaciones de la República con los Estados Unidos. Por otro lado, Martí también
intenta conjurar el peligro de la anexión, y aun de la intervención
norteamericana en el conflicto entre España y Cuba. Empieza por lo que parece
una no velada advertencia a “un poder
extraño que se prestase sin cordura
a entrar de intruso en la natural
lucha doméstica de la Isla favoreciendo a su clase oligárquica e inútil contra
su población matriz y productora” (156). Pero luego suaviza la advertencia con
una suposición que, conociendo como conocía él los deseos intervencionistas del
Norte, parece más un ruego: “Una república sensata de América jamás contribuirá
a perpetuar así, con el falso pretexto de incapacidad de Cuba, el alma de amo
que la sabiduría política y la humanidad aconsejan extirpar en un pueblo puesto
por la naturaleza a ser crucero pacífico y próspero de las naciones” (156).
Martí, como puede verse, entra con mucho tacto en el asunto. En lugar de hablar
de los Estados Unidos, endilga la opinión racista sobre los cubanos a una vaga, “república sensata de
América.” No vaya a pensarse, sin embargo, que Martí tenía una visión racista
de los cubanos de la Isla diferente a
la de los Estados Unidos. En 1892, aludiendo al pueblo cubano, le escribe una
carta a Gualterio García y Barrios donde le dice: “la misma voluntad de un
pueblo parece ineficaz para realizar
la obra complicada y minuciosa de dirigir
y administrar su propia virtud, si
este trabajo, grato sólo por el placer del sacrificio y la satisfacción de la
conciencia, no es tomado a pechos por una suma
corta y decisiva de hombres…” (Documentos inéditos 47-8) (énfasis mío). La ineficacia a la que se
refiere, por supuesto, es a la de auto-gobernarse, que era justamente lo que se
pensaba de los negros, y en general de todos los grupos subalternos, es decir,
no-blancos.
Entonces, de la advertencia, al ruego; y del ruego, a una tampoco velada promesa a los Estados Unidos para que no intervengan en Cuba. En
este sentido, puede decirse que lo que a todas luces es una negociación de las
relaciones de Cuba con Estados Unidos, al prometer – o asegurar, que es lo
mismo – Martí está hablando y actuando como presidente de facto:
Los Estados Unidos, por ejemplo, preferirían
contribuir a la solidez de la libertad de Cuba, con la amistad sincera a su pueblo independiente que los ama, y les abrirá sus
licencias todas, a ser cómplice de una oligarquía
pretenciosa y nula que sólo
buscase en ellos el modo de afincar el poder
local de la clase, en verdad ínfima
de la Isla, sobre la clase superior, la
de sus conciudadanos productores”
(156) (énfasis mío).
Es de la mayor importancia lo que
revela esto sobre la visión que tenía Martí de la lucha por el poder en Cuba,
justo antes de su muerte. Está el “pueblo independiente” de Cuba que “ama” a
los Estados Unidos. Luego sigue una “oligarquía pretenciosa” interesada solo en
“afincar el poder local de [su] clase,” y es “en verdad ínfima,” es decir, inferior. Finalmente, está “la clase
superior, la de sus conciudadanos productores.” Comencemos por eliminar de la
ecuación al pueblo del que, por
supuesto, siempre se puede predicar cualquier cosa. Como expresa Rancière,
“[a]ntes de ser el nombre de la comunidad, demos
es el nombre de una parte de la comunidad: los pobres. Pero precisamente ‘los
pobres’ no designa la parte económicamente desfavorecida de la población.
Designa simplemente la gente que no
cuenta, los que no tienen título para ejercer el poderío del arkhé, sin títulos para ser contados”
(Rancière 65) (énfasis mío). No existe el pueblo porque, como sugiere
Didi-Huberman, pueblo supone la homogeneidad donde solo hay heterogeneidad,
contradicciones. De ahí, como él dice, “nuestra imposibilidad para subsumir
cada uno de los dos términos, representación
y pueblo, en la unidad de un
concepto” (Didi-Huberman 69).
Eliminado el pueblo, solo quedan
grupos contendiendo por el poder: el de una “oligarquía” que Martí rápidamente
desestima, despojándola de cualquier pretensión al poder – es “nula,” “ínfima”
–, de modo que solo queda en pie, al final, “la clase superior, la de sus conciudadanos productores.” Dicha clase
superior, que es la de los productores, no es sino una manera, apenas
modificada como puede verse, de lo que Martí llamaba, eufemísticamente, “clases
productoras de la industria,” o
simplemente “los productores.” Es
decir, la clase capitalista, para distinguirla de las “clases trabajadoras” (Morán 243, 384, 471). Esta
es, pues, la clase que Martí consideraba superior.
Pero, entonces, ¿quiénes caían en el saco de esa oligarquía inferior que solo
buscaba el modo de afincar el poder local de la clase” – a diferencia, claro,
de la clase superior que solo buscaba
el bien común, la república cordial del todos y para el bien de todos?
En mi opinión, la oposición
“oligarquía” vs. “conciudadanos protectores” sugiere la de los comerciantes y
la élite que detentaban el poder en Cuba, y que por ello, Martí sugiere
pertenecían al pasado, al legado colonial, y como tal eran la rémora que se
obstaculizaba el ímpetu modernizador y democrático de los “conciudadanos productores.”
Conciudadanos, en efecto, parece
apuntar a la ciudadanía de las democracias. En 1885, James Allanson Picton
publicó The Conflict of Oligarchy and
Democracy, y sugirió que en Inglaterra la primera estaba relacionada con el
poder que la Iglesia había ejercido en el pasado:
“[c]uando consideramos más detalladamente algunos aspectos especiales del
conflicto entre la oligarquía y la democracia, podría ser necesario referirnos
otra vez a la influencia eclesíastica”
(Allanson Picton 2) (énfasis mío). Para él, se trata de “la conversión de la
oligarquía en democracia” (18). En realidad, el asunto no era que los
“conciudadanos productores” capitalistas que son para Martí la clase superior
estuvieran menos interesados que la oligarquía “en afincar el poder de [su]
clase,” sino de que un capitalismo nacional aspiraría, al menos en principio, a
la modernización del país, a diferencia de la última a la que solo le
importaría mantener el poder para servir exclusivamente a sus privilegios
individuales.
Al lector no puede habérsele
escapado que en sus principales aspectos esta carta es una reescritura de “Vindicación
de Cuba,” pero, claro, sin los regaños al imperio que había en ésta última. Como
en aquella, aquí presenta a Cuba apta “para el trabajo moderno y el gobierno
libre,” y en ello superior a España.
El esmero que pone en disociar radicalmente a Cuba de España es su respuesta
racista al racismo de The Manufacturer
al presentar a los españoles, y a los “cubanos” como sus hijos, y con los mismos
defectos.[xi]
Se añade a esto la cuestión de la anexión en ambas cartas. Así como las
referencias al heroísmo y madurez de los cubanos, mostrado el uno y alcanzada
la otra a lo largo de largos años de batallar con el ejército español. Así, su
alusión – idéntica en ambas cartas – a la Guerra de los Diez Años: “y [las]
mujeres [de Cuba] se fueron a los montes a acompañar vestidas de telas de
árbol, a los maridos que peleaban por la libertad; y sus magnates incendiaron
sonriendo las casas de sus pergaminos y señoríos.” Al frustrarse entonces la
independencia, porque el regionalismo “aisló y vició la guerra, y la perturbó
de modo que pudo disuadirla el español,” dice Martí que
[¿quién?
¿qué?] vino en las personas de muchos de sus mantenedores a buscar en el goce y la práctica de la libertad en los pueblos
americanos, el consuelo al eclipse de la propia, y en la fatiga de la vida
reemplazó con la autoridad y sustancia del trabajo, la timidez y desconfianza que aún se notan, como elemento detractor y
deprimente, y consecuencia de los privilegios de la esclavitud, en los elementos que se han criado más cerca del cadalso y del vicio oficial en la sociedad cubana
(155) (énfasis mío).
Este
fragmento basta para comprender hasta qué punto la lectura de Martí puede resultar
exasperante. Para empezar, no hay manera de identificar el sujeto de “vino,” lo
que, naturalmente, afecta el sentido de lo que sigue. Luego, podemos entender
que los cubanos forzados por la guerra a salir del país emigraran a otros
pueblos americanos a buscar la
libertad que no tenían en Cuba, y a consolarse
de no disfrutar de la propia. Entonces, solo por deducción, podemos concluir
que el que vino es el cubano, quien “reemplazó…..” Con lo que topamos con otro
problema: el cubano ¿“vino en las
personas de muchos de sus mantenedores”? La construcción no tiene ni pies, ni
cabeza. Menos todavía, lo que sigue. Si bien, no dudo de que Martí habla del
emigrado, ¿cómo entender que este, “en la fatiga de la vida,” reemplazara “con
la autoridad y sustancia del trabajo” – es decir, de su trabajo – “la timidez y
desconfianza que aún se notan […], en los elementos que se han criado más cerca
del cadalso y del vicio oficial en la sociedad cubana.” ¿Cómo podía el emigrado
reemplazar “la timidez y desconfianza” que no podían ser
sino las de los negros: “los elementos
que se han criado más cerca del cadalso
y del vicio oficial en la sociedad
cubana”? Mas, lo que sí podemos decir, sin equivocarnos, es que la “especie
negra,” amorfa e indiferenciada, ahora es prácticamente borrada en “los
elementos.” Entonces, ¿por qué le parece a Martí un “elemento detractor y
deprimente” la timidez y la desconfianza de los negros hacia los blancos? Detractor es un adjetivo que tiene dos
posibles significados: 1) adversario, que se opone a una opinión
descalificándola; 2) maldiciente, que desacredita o difama. Como quiera que se
lo interprete, lo detractor y deprimente solo puede apuntar a la hostilidad y
desconfianza que Martí piensa que sentían los negros hacia los blancos como
resultado de la esclavitud, el “vicio oficial” de la sociedad cubana. No
obstante, el uso de la voz pasiva – “se han criado” – escamotea la violencia, y
la verdad de la esclavitud. En todo caso, los negros no se criaron, sino que fueron criados por los esclavistas “más
cerca del cadalso.” Pero esto no es todo. En el cadalso eran ejecutados
aquellos sujetos que, o eran criminales, o que por razones políticas el régimen
colonial los juzgaba como tales. La ambigua asociación que hace Martí acerca al
esclavo; o incluso lo superpone a la del criminal. También el verbo criarse es sumamente ambiguo y
problemático aplicado a la institución esclavista. Los esclavos no se criaban ni junto, ni cerca del
cepo. El cepo no era una casa cuna, ni siquiera un lugar, sino un instrumento
de muerte. La idea de los esclavos criándose solos en la cercanía del cepo
sugiere la del esclavo adaptado a la
esclavitud, acostumbrado a ella.
Muy
cerca ya del final de la carta, Martí pasa a referirse a la cuestión del negro
cubano.[xii]
Escuchemos bien lo que dice:
Ni
el cubano negro, que en su propia cultura y la amistad del blanco justo halla
alivio al apartamiento social, que no divide más a blancos y a negros que en los
pueblos viejos de la tierra dividió a nobles y villanos, sólo se alzará contra
quien le suponga capaz de atentar, por la cólera que revelaría inferioridad
verdadera, contra la paz de su patria (159).
Quiero
señalar que, ni antes, ni después, Martí habla, imagina o concibe la violencia
del blanco. Solo se refiere a la del negro.
Lo revelador es que empieza por legitimar la desigualdad racial. El negro busca
“alivio al apartamiento social” – Martí había sugerido antes que se habían
desarrollado los hábitos de convivencia
entre las razas – pero ni condena ese apartamiento, ni se refiere a su fin.
Todo lo que puede hacer el negro es buscar alivio; y buscarlo en “la amistad
del blanco” que, siendo la fuente de la marginación es, no obstante, justo. Como Martí. Nótese, además, que
el susodicho alivio también debe buscarlo el negro en su cultura. La cultura negra, no aparece aquí, pues, como el
derecho del negro a su diferencia, sino como marca de su exclusión. Para Martí, el asunto viene de atrás, no es nada nuevo,
ni de qué asombrarse o escandalizarse: la división de blancos y negros no
difiere de la de nobles y villanos. Una vez más, el racista que
con elaborado estilismo trata de que no se desboque, le juega cabeza. El
paralelismo de la comparación es elocuente: blancos
y nobles vs. negros y villanos. Procede
entonces a instalar en el negro el panóptico del blanco: tiene que
auto-vigilarse, estar atento, para sujetarlo, a cualquier impulso violento –
puesto que es negro, tiene que tenerlo: en el fondo será siempre un negro, es
decir, un bárbaro –, porque en su caso la violencia no puede tener otra causa
que la de “atentar contra la paz de su patria.” Esa Patria blanquísima, inmaculadamente blanca, tiene por tanto el
derecho a defenderse de la agresión negra, y puesto que esto último pondría de
manifiesto la escondida verdadera inferioridad del negro, estaría justificado
hacer lo que se hace con los brutos,
con los inferiores: exterminarlos. Un año antes, en 1894,
Manuel Sanguily se había expresado muy martianamente de la misma manera. En
referencia a la suposición de que un día los negros se levantarían
indiscriminadamente contra todos los blancos, Sanguily escribió: “Esto es
simplemente un despropósito. Cuando debió odiar no sintió el negro rencor ni
tuvo tampoco fuerza bastante, voluntad y condiciones, para vengarse y rescatar
su libertad. Ahora no tiene más que motivos de satisfacción y reconocimiento
(“Negros y Blancos” 203) (énfasis mío).
Si
la carta de despedida a Mercado ha sido considerada el «testamento político» de
Martí, la carta al Herald del 2 de
mayo de 1895 es su último y definitivo «manifiesto racista». De haber sido
Martí – Patria, El Delegado – el
Presidente de Cuba en 1912, ¿habría ordenado la represión de los Independientes
de Color? Sin titubear, sin el más mínimo asomo de duda respondo que sí. Continuando su comentario sobre los
negros cubanos en la carta al periódico neoyorquino, dice Martí (vale citar en
extenso):
La sublime emancipación de los
esclavos por sus amos cubanos borró, sobre
la tierra fecundada por la muerte hermana de criados y dueños, el odio todo de la esclavitud. Es honor
singular del pueblo de Cuba, del que ha de pedirse respetuosamente
reconocimiento, el que, sin lisonja demagógica ni precipitada mezcla de los
diversos grados de cultura, presenta hoy al observador un liberto más culto y exento de rencor que el de ningún otro pueblo
de la tierra. El campesino negro, más cercano a la libertad, vuela a su
rifle, con el que jamás en diez años de guerra hirió a la ley, y sólo se le
advierte el jubiloso amor con que saluda y la ternura con que mira al hombre de
tez de amo que marcha a su lado, o detrás de él, defendiendo la libertad. De la
justicia no tienen nada que temer los pueblos, sino los que se resisten a ejercerla.
El crimen de la esclavitud debe purgarse, por lo menos, con la penitencia harto
suave de alguna mortificación social. Desde los libres campos cubanos, al borde
de la fosa donde enterramos juntos al héroe blanco y al negro, proclamamos que
es difícil respirar en la humanidad aire más sano de culpa y vigoroso, que el
que con espíritu de reverencia rodea a negros y blancos en el camino que del
mérito común lleva al cariño y a la paz (159) (énfasis mío).
Debemos
tener en mente que ya había comenzado la segunda guerra de independencia, en la
que estaban muriendo los negros luchando por la libertad de Cuba. Sin
embargo,
Martí no habla de negros libres, sino
de libertos, que no era lo mismo. El
liberto o manumiso era una especie de zona gris entre el negro esclavo y del negro
libre.[xiii]
Más aún si tenemos en cuenta la conclusión de Roberto Esposito de que el paso
del esclavo al hombre libre nunca llega a completarse.[xiv]
Puesto que la esclavitud ya había sido abolida en Cuba, la referencia martiana
al liberto implicaba la continuidad –
no la superación – del orden colonial.
Ese liberto que, orgulloso, Martí muestra al mundo – es “un liberto más culto […] que el de ningún otro pueblo
de la tierra” – educado por su patronos blancos en la sumisión a la ley, pone
en entredicho la “sublime emancipación.” Sublime sobre todo, me apresuro a
señalar, porque aparece como el regalo a los negros de sus “amos [blancos]
cubanos.” Adviértase, además, que no obstante la libertad parentética del
liberto, Martí le prohíbe el rencor; con lo que quiero decir, la memoria de la esclavitud. Pero tal y
como dije que ocurría con las protestas de auto-gobierno que le hace a los
Estados Unidos, ahora su insistencia en el negro absolutamente pacificado,
traiciona igualmente el miedo de su raza: el miedo al negro. Así también, al “campesino negro” que vuelve a la
guerra con su rifle, y que solo está cerca de la libertad, le recuerda que
“jamás hirió la ley” con ese rifle, con lo cual Martí no hace sino enfatizar la
advertencia que había hecho antes:
que se cuide de atentar en un futuro “contra la paz de su patria,” puesto que
esto revelaría su “verdadera inferioridad.” Al negro se le inculca así – y eso
lo hemos estado viendo en los Estados Unidos – la auto-vigilancia ante
cualquier palabra, ademán, expresión o acción suya, que pueda ser interpretada
como una manifestación de violencia. Alrededor de ese panóptico se congregan
los rancheadores, quienes por otra parte, siempre se sienten amenazados, y por
tanto justificados para soltar la jauría. La vigilante amenaza del racismo que
siempre se cierne sobre el negro cristaliza cuando hace que ese campesino negro
que, no lo olvidemos, solo está cerca
de la libertad salude con “jubiloso amor” y mire “con ternura” – escuchemos
bien – “al hombre de tez de amo que marcha a su lado, o detrás de él,
defendiendo la libertad.” El liberador de esclavos conserva el frescor de su
“tez de amo,” que, claro, revela al esclavista. Y ese amo esclavista el que
marcha al lado, o detrás del negro, defendiendo la libertad. Precavido, sin embargo, no se
le ocurre ponerse delante del negro,
a pesar de que, supuestamente, lo mira con ternura.
Entonces, ¿la de quién?, preguntémonos,
se defiende aquí? Ese “hombre de tez de amo” es el representante y que vigila
por el cumplimiento de la ley y el mantenimiento del orden blanco: es un
trasunto de fiscal, de policía, de custodio de institución penal. Lo que dice
Martí no deja dudas sobre lo que significa esa sombra que lleva pegada el
negro: “De la justicia no tienen nada que temer los pueblos, sino los que se
resisten a ejercerla.” Donde dice pueblos,
léase negros. Porque, ¿a qué viene
hablar de pueblos cuando está
hablando de negros? Por eso sigue
hablando de negros… y blancos: “El crimen
de la esclavitud debe purgarse, por lo
menos, con la penitencia harto suave de alguna mortificación social.” ¿No había jurado Martí lavar con su vida el crimen de la esclavitud? ¿Qué menos podíamos esperar del Apóstol?
Mientras por un lado le exige al negro que se muestre amoroso y agradecido con los
blancos que supuestamente lo emanciparon, y le advierte que no se salga de la
ley y el orden; por el otro trae de vuelta el esclavismo en ese hombre de tez de amo que, obviamente, introduce en
la República para que vigile y reprima al negro. Pero el puntillazo final de
ese racismo está, en última instancia, en la desigualdad de las dos borraduras
que propugna: la memoria de la
esclavitud y la culpa del blanco. Según
Martí la esclavitud debía purgarse, cuando
menos, “con la penitencia harto suave de alguna mortificación social.” ¿Qué mortificación social podía ser esa? ¿Tener que aceptar que vivirían
en una Cuba donde no podrían evitar
la presencia del negro? Los negros obviamente eran muy buenos – siempre lo han
sido – para morir. La patria pasa a
ser el nuevo barracón: “al borde de la fosa donde enterramos juntos al héroe
blanco y al negro, proclamamos que es difícil respirar en la humanidad aire más
sano de culpa y vigoroso.” Precisamente, porque de la “penitencia harto suave”
Martí pasa al “aire sano de culpa,” es decir, porque no hay ni ha habido nunca
restitución, reconocimiento de la culpa, el barracón no puede desaparecer. Tan
pronto como un negro se sale de su lugar, recuerda, se le tacha de ingrato.
Siempre hay un rancheador de guardia, que no descansa.
La
carta de Martí al Herald concluye
declarando que “[p]lenamente conocedor de sus obligaciones con América y con el
mundo, el pueblo de Cuba sangra hoy a la bala española, por la empresa de abrir
a los tres continentes en una tierra de hombres, la república independiente que
ha de ofrecer casa amiga y comercio libre al género humano” (160). Sugiere así
que a través del establecimiento de una república independiente, Cuba podrá
cumplir sus obligaciones comerciales, no solo con Estados Unidos, sino con los tres continentes. En apariencia, pues, matiza así otras ideas
que ya discutimos, y que como vimos comprometían las relaciones de Cuba con su
vecino. Para mí, lo más importante ahora es el cierre ambiguo de la carta, y
tengo que decir que para mí sospechoso si uno considera las sospechas, e
incluso lo que con bastante seguridad había llegado a comprender Martí sobre
las intenciones de Estados Unidos hacia América Latina (“Nuestra América”) y
hacia Cuba. “[a] los pueblos de la América española no pedimos aquí ayuda,” expresa, “porque firmará su deshonra aquel
que nos la niegue” (mi énfasis). La afirmación del aquí – y por supuesto, ahora
– refiere a la carta al Herald.
Entonces, el “no pedimos aquí ayuda”
a los pueblos de Hispanoamérica implica que es a los Estados Unidos a los que aquí les pedirá ayuda. Si no, ¿por qué incluso mencionar el pedido de ayuda? Al
mismo tiempo, si uno piensa en lo que Martí le dice a Mercado en la carta que
dejó inconclusa, ¿no resultaba peligroso, arriesgado, pedirle ayuda al vecino del Norte? ¿No existía
acaso el riesgo de tener que tener que pagar intereses que a Martí no le hubiera resultado difícil prever?:
Al
pueblo de los Estados Unidos mostramos
en silencio, para que haga lo que deba, estas legiones de hombres que pelean por
lo que pelearon ellos ayer, y marchan sin ayuda a la conquista de la libertad
que ha de abrir a los Estados Unidos la
Isla que hoy le cierra el interés español (160) (énfasis mío).
Se
comprenderá mejor cuando dije que sólo en apariencia Martí había corregido – o
lo había intentado – declaraciones previas sobre las relaciones de Estados
Unidos con la República tras la independencia. Porque ahora está claro, me
parece, que les ofrece abrirles la
isla a cambio de ayuda. En primer lugar, porque Martí no muestra en silencio la pelea de los cubanos por la
independencia, sino que insiste, habla
de esto continuamente. Entonces, decirles a los Estados Unidos que “haga lo que
deba” equivalía a darles un cheque en blanco para que hicieran lo que debían,
puesto que lo que debían era lo que querían o les convenía. De hecho, Martí puede decirse que estaba invitando la intervención. El hecho, además, de que
la carta la firmaran él y Máximo Gómez, no podía sino implicar un pedido de intervención por parte del alto mando
militar y político de la guerra. Hábilmente, Martí coloca lo que le dice a
Estados Unidos entre la alusión a la ayuda de “los pueblos de América española”
y la pregunta que le hace al mundo: “Y al mundo preguntamos, seguros de la respuesta, si el sacrificio de un pueblo
generoso, que se inmola por abrirse a él,
hallará indiferente o impía a la humanidad por quien se hace” (160) (énfasis
mío). Hay dos detalles que son de la mayor importancia para comprender el
delicado y peligroso juego de Martí. En primer lugar el paralelismo: “Al pueblo
de los Estados Unidos mostramos en silencio” / “Y al mundo preguntamos.” Comprobamos lo que dijimos antes, ya que mostrar, en este contexto, equivale a preguntar. La pregunta que no puede
hacerles directamente a los Estados
Unidos al dirigirse a ellos, se las oblicuamente
hace al preguntarle al “mundo.” Finalmente, claro, está el segundo y revelador
paralelismo: abrirle la Isla a los
Estados Unidos / abrirse al mundo.
Esta
carta, que para ser franco no había leído antes, nos presenta la dificultad de
explicar su relación con aquella otra con la que permanece en irreducible
contradicción: la que, dirigida a Mercado, dejó inconclusa el 18 de mayo de
1895. Pero una vez que se confrontan esas cartas en relación con la proyección
martiana hacia la relación de Cuba con los Estados Unidos en el contexto de la
guerra de independencia de 1895, comprobamos que el problema no es de
contradicción, sino de separación entre el decir
y el hacer. En la carta del dos de
Mayo, Martí le dice a los Estados Unidos que
haga lo que deba. Aunque esto va dirigido al “pueblo” de los Estados
Unidos, ya sabemos que el pueblo no contaba, y que la decisión la tomaría el
gobierno y los intereses que estaban en juego. Esto que, insisto, implicaba la intervención si era esto lo que debían
hacer, es lo que hace Martí. Lo diferente es lo que le dice a Mercado, y
lo que hasta ahora casi todos habían creído: que cuanto había hecho hasta ese día – “hasta hoy,” escribe el 18 – y
haría, no tenía otro propósito que “impedir a tiempo con la independencia de
Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos” (OC 167). Pero, como sabemos, el 2 de
mayo; o sea, antes del 18, Martí y Gómez prácticamente le habían dado luz verde
a la intervención yanqui. Díaz Quiñones tiene razón, pues, cuando afirma: “[l]a
intervención norteamericana no sólo fue deseada por muchos cubanos, sino, para
decirlo bruscamente, fue el resultado de complicidades, acuerdos tácitos e
intereses muy enmarañados.” Sin embargo, esto, según Díaz Quiñones ocurre
después de muerto Martí. Fue entonces que “el Partido Revolucionario Cubano y
el Ejército Libertador cubanos estuvieron conformes con la entrada de los
Estados Unidos en la guerra” (Díaz Quiñones 212). Ahora sabemos que este no fue
el caso.
5
Mi raza… ¿pero cuál?
Siempre
que la mayor parte de los estudiosos quieren reafirmar el compromiso
anti-racista de Martí, dos textos suyos resultan insoslayables: “Nuestra
América” (1891) y “Mi raza” (1893). De éstos, siempre nos muestran las mismas
citas, y siempre del mismo modo: como ilustración.[xv]
Nada que discutir. No han falta, sin embargo, críticos que no hayan cuestionado
algunos de las ideas más comúnmente aceptadas sobre Martí y el racismo. Rosaura
Sánchez, por ejemplo, al discutir la idea de igualdad de Martí va precisamente
a “Mi raza:”
La
igualdad es también una noción legal problemática para Martí, que se está
esforzando por unir a los cubanos negros y blancos en la lucha por la
independencia. La igualdad llegará a su tiempo, afirma, sobre la base “[del]
mérito, la prueba patente y continua de cultura, y el comercio inexorable
acabarán de unir a los hombres.” Aquí, por supuesto, Martí traiciona su
asimilación de los discursos del liberalismo económico que, como explica C. B.
Macpherson, es la política de la opción, de la competición y el mercado, pero
no de la igualdad (Sánchez 123).
Por
su parte, Susan Gillman repara en que cuando en “Mi raza” Martí “reclama que Cuba es racialmente neutral, para
así refutar el blanqueamiento de los discursos nacionalistas
latinoamericanistas del mestizaje,” la invocación de esa neutralidad lo conduce
“a un argumento sobre el nacionalismo basado en la raza” (Gillman 101). Como
ella expresa, aquí,
[e]l
lenguaje masculino de la fraternidad militar y republicana superando las
diferencias raciales rivaliza con la amenaza inminente de la guerra racial. La
amenaza racial es tan potente que incluso el engendrado de la fraternidad
racial masculina no puede ser superado en una guerra nacionalista. De aquí que
el patriotismo de Martí necesariamente se involucra tanto en el desafío del
racismo como en el silenciamiento de la raza (Gillman 102).
La
importancia de los comentarios respectivos de Sánchez y Gillman reside en que
desafían dos importantes líneas de lectura tradicionales asociadas con “Mi
raza.” En el texto martiano donde generalmente se ha visto una afirmación de la
igualdad racial, Gillman descubre,
plantada en sus mismos presupuestos, la semilla de la desigualdad. Mientras tanto, Sánchez sugiere que, a pesar de la
supuesta neutralidad racial del texto, su prominencia es innegable, primero por
su telón de fondo – el temor a la guerra de razas –, y después por el silencio
de Martí al respecto. Esto quiere decir que el silencio es, por tanto, uno de los marcadores de la raza en
el texto. Por ahora solo añadiré que, por esa misma razón, la tarea de hacer audible el silencio es una tarea que una
lectura crítica, cuidadosa, no puede soslayar.
Enrique
Patterson es quien, a mi juicio, ha hecho las observaciones más incisivas
acerca de “Mi raza.” El mérito de su análisis consiste, sobre todo, en hacer
precisamente audible el silencio
calculado de; y habría que añadir impuesto por Martí. Es lo que acertadamente
Patterson ve como enmascaramiento y evasión. Comentando un pasaje del
artículo martiano, Patterson dice:
El humanismo martiano se destaca en sus palabras. “Hombre” es más que raza,
y es cierto; como también es cierto que esta humanidad es abstracta y sin contenido
si no se concreta en culturas y especificidades socio-históricas donde la raza
está incluida. Ni Saco ni Arango desdeñaban la pertenencia de los negros al
género humano, están hablando de hombres concretos en situaciones sociales y
culturales concretas a los cuales la élite domina y explota, y donde la raza
forma parte del sistema de justificación de la situación. El humanismo martiano,
por lo general, no resuelve la comprensión a esa instancia, más bien lo
enmascara. La segunda instancia martiana es la apelación a la necesidad: “cubano”
es más que raza. La humanidad y la nacionalidad eliminan las diferencias. El
intento de reconocer la identidad sobre la base de abstracciones que eliminan
las diferencias, en aras de un objetivo común –si leemos el desarrollo
posterior de la historia cubana– es esencialmente peligroso. “Los partidos
políticos –dice Martí en el mismo artículo– son agregados de preocupaciones, de
aspiraciones, de intereses y de caracteres... La semejanza especial se busca y
se halla, por sobre las diferencias de detalle”
(La cursiva es mía) (Patterson 54).
Para Patterson, Martí intenta
superar la solución racista de José Antonio Saco y de Francisco Arango y
Parreño con un humanismo que no ofrece una solución
del problema, sino su eliminación.
Sólo que esto es, justamente, lo que atasca a Martí: “hay un avance en Martí,
en el sentido de que no elimina, al menos, a los negros como cubanos, no
obstante los elimina como negros,
como sujetos con una historia y problemas sociales específicos” (54) (énfasis
mío, no del autor). Solo cabe agregar que una cosa no podía ocurrir sin la
otra. Si el negro es eliminado “como negro,” no puede existir “como cubano,”
dado que la identidad nacional misma es impensable al margen de su origen en la
esclavitud, y por tanto de la cuestión racial. Negar al negro como negro es
otra manera de lincharlo. Y vale no
olvidarlo, que ya sabemos que a Martí lo obsesionaba ser poeta “en actos.”
Dejé “Mi raza” para concluir esta
entrega por el lugar intermedio que este texto ocupa entre los que he discutido
hasta aquí. En efecto, Martí publicó “Mi raza” en 1893; o sea, dos años más tarde que “Nuestra América” (1891) y
dos años antes que la carta al New York Herald (1895). Entonces,
después de todo lo que hemos visto hasta aquí – quiero decir, hasta 1895 – la
discusión de “Mi raza” debe entenderse solo como una manera de rematar, si se
quiere, lo que he venido argumentando sobre la cuestión racial en Martí.
Martí publicó “Mi raza” en Patria el 16 de abril de 1893. El texto
comienza con una extraña afirmación: “Esa de racista está siendo una palabra
confusa, y hay que ponerla en claro” (OC
2, 298). ¿Qué quiere decir con esto?
¿Quiénes eran los confundidos? ¿Los
blancos? ¿O más bien los negros que,
con el derecho que les cabía, consideraban racistas a los blancos que les negaban
sus derechos? Al igual que a los trabajadores del club anarquista Enrique Roig
a los que empieza por decirles que no entendían lo que leían en malas
traducciones, el negro tampoco entendía, estaba confundido. ¿Y quién va a
explicarle el significado de racista
para que no siga “confundido”? Un blanco, por supuesto. Y uno justo,
igualitario. Solo que no puede ocular su “tez de amo.” Así, el primer gesto de
un texto que aboga por la “igualdad,” es el de marcar desde el principio la
distancia entre el confundido y el esclarecido, entre el que sabe y el que no.
Que esas distancias sean también raciales es solo una coincidencia, una
cuestión de detalle. Sigue entonces
una de esas sentencias martianas, contundentes, que más que expresar un
criterio, legislan la realidad; esto
es, la crean por medio del dictamen.
Resultan ser muy útiles, por cierto, a la hora de colgar a Martí en el marco
elegido (anti-racista, anti-imperialista, latinoamericanista, etc.): “El hombre
no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los
derechos” (298). Lo que hasta ahora ha pasado, que yo sepa, inadvertido, es el
hecho de que el título del artículo, escrito en primera persona, implícitamente
hace una promesa que queda incumplida. Es, posiblemente, el silencio más
significativo a la hora lo que se trata de aprehender lo que se trama en el interior de un texto supuestamente
anti-racista. Ese título cumple, pues, dos funciones importantes: primero, inscribe la centralidad de la raza, y no
simplemente la raza, sino la de Martí; y segundo, la oculta, puesto que no llega a
declararla. ¿Cómo se traslada la jugada del título al texto mismo? Exactamente
de la misma manera. Porque el pensamiento racial que sostiene el texto es, y no
podía ser otro, que el de un hombre blanco: Martí. Solo que esto mismo es lo
que el texto intenta escamotear al apelar, desde el principio, a la idea de
universalidad. Es ahí, tras ese hombre
universal – “dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos” – supuestamente
desracializado, sin alianzas de partido y de clase; el hombre sin historia, que
Martí intenta esconderse. Como
observa Patterson, “esta humanidad es abstracta y sin contenido si no se
concreta en culturas y especificidades socio-históricas donde la raza está
incluida” (Patterson 54). Se trata también de que la universalización decretada
por Martí, con el supuesto propósito de establecer el reino de la igualdad, responde a lo que Balibar
considera una de “las condiciones estructurales del racismo moderno.” Podemos
verificarlo en el hecho de que “las sociedades en las que se desarrolla el racismo son al mismo tiempo sociedades
‘igualitarias’, es decir, sociedades que ignoran (oficialmente) las diferencias
de condición entre los individuos, esta tesis sociológica […], no puede abstraerse del entorno nacional.”
(énfasis mío). Es decir,
no
es el Estado moderno el que es
‘igualitario’, sino el Estado nacional
(y nacionalista) moderno, con una
igualdad que tiene como límites interiores y exteriores la comunidad nacional
y como contenido esencial los actos que le dan significado directo
(especialmente el sufragio universal, la ‘ciudadanía’ política). Es ante todo una
igualdad respecto a la nacionalidad (Balibar
b, 81-82).[xvi]
Hay que añadir también eso que ya
he expresado antes, a saber, que lo que traiciona el lugar desde donde habla Martí – el del hombre blanco – es justamente lo
que dice, puesto que ni a los negros cubanos, ni a los de Estados Unidos, se
les habría ocurrido pensar en esos años que los derechos de los hombres no se
pesaban en la balanza de las razas. Reconocer esto implica señalar el escondite de Martí, y sacarlo de ahí.
Tengamos, pues, en cuenta dos
cosas al avanzar. Primero que todo, que en “Mi raza” Martí se exhibe y se oculta. Después, que los dos pilares que sostienen al artículo son
el nacionalismo por su lado “bueno:”
el patriotismo y el racismo – aún si solo como negación, que
no es el caso. En este sentido no puede olvidarse lo que comparten el
nacionalismo y el racismo: los fundamentos de ambos son la exclusión y la inclusión.
Según Balibar: “[e]s esta estructura
amplia del racismo, heterogénea y sin embargo fuertemente cohesionada, en
primer lugar por una red de prejuicios y en segundo por discursos y
comportamientos, la que mantiene una
relación necesaria con el nacionalismo y contribuye a crearlo, produciendo
la etnicidad ficticia alrededor de la cual se organiza” (Balibar b, 81)
(énfasis del autor).
Veamos, entonces, qué sucede con el hombre universal una
vez que interviene la raza: “El negro, por negro, no es inferior ni superior a
ningún otro hombre: peca por redundante el blanco que dice: “mi raza”; peca por
redundante el, negro que dice: “mi raza” (OC
2, 298). Martí pareciera encarnar la representación absoluta de la justicia. Censura al “racista negro” y al “racista
blanco.” Como es natural, el primer racista que le viene a la mente, es el negro. Y también el último. Entre los
dos racistas negros, el blanco. De este modo el texto trae de vuelta el miedo a
la guerra racial que en principio parece rechazar. Pero esto es lo que nos
permite ver la falsa igualdad del enunciado. Al hablar de inferioridad y de superioridad,
Martí solo se refiere al negro; no al blanco. Este es el solo el comienzo de
una serie de supuestas afirmaciones de la igualdad racial, que son
absolutamente todo lo contrario; para decirlo de una vez: manifestaciones del racismo
más ostensible que uno pueda imaginar, y más despreciable por la deliberada
manera con que se lo usa para confundir,
no para aclarar el significado de racista.
Porque, ¿cuántos negros conocía Martí
que se creían superiores a los blancos; o que era eso lo que querían ser o
alcanzar? Además, al no preguntar sobre el origen de las ideas de “superioridad”
e inferioridad, crea la impresión de que el negro había llegado a la conclusión
él solo, por sí mismo, de su inferioridad.
¿Y con qué derecho le exige al negro que no diga “mi raza” cuando para el
blanco no era sino un negro, un nigger? Martí, como blanco, sabía muy
bien, que la raza hegemónica no se piensa a sí misma como raza, sino para
afirmar su superioridad y su derecho cuando aparece el otro, el sujeto
racializado: el negro. Los blancos seguramente no iban por ahí diciendo “mi
raza,” sino más bien tu raza,¡negro!
Esa es la razón por la que no consigna su
raza. Como él dice, sería pecar de redundante.
De aquí que para calar el racismo
del texto sea necesario dejar al descubierto la desigualdad que Martí intenta enmascarar con la apariencia de igualdad. El asunto no está en la
sustancia de lo que dice – que es obviamente racista – sino en el trucaje del
estilo, y sobre todo en el mismo artificio al que apela una y otra vez: las estructuras paralelas, reforzadas además
por la repetición de las mismas
palabras, crean la ilusión de la igualdad, de “lo mismo,” de que el negro es igual al blanco, y son
juzgados de “la misma” manera, igualitariamente:
“peca por redundante” / “peca por redundante” / “el blanco que dice” / “el
negro que dice” / “mi raza” / “mi raza.” Parece que nos movemos en círculo. La
escritura, lejos de aclarar, confunde, desorienta. Es como si estuviéramos
escuchando lo mismo sobre el blanco y
sobre el negro. Cuando todo ocurre al revés. Y Martí reincide, peca, como dice
él, por redundante; pero peca de racista.
Un ejemplo de su reincidencia es la
falsa equiparación entre un “racismo blanco” y un “racismo negro;” en el hecho
mismo, otra vez, de que no pueda censurar al primero sin antes afirmar que
existe un racismo negro igualmente
merecedor de censura: “El racista blanco, que le cree a su raza derechos
superiores, ¿qué derecho tiene para quejarse del racista negro, que le vea
también especialidad a su raza? El
racista negro, que ve en la raza un carácter
especial, ¿qué derecho tiene para quejarse del racista blanco?” (OC 2, 298-9) (énfasis mío). La falacia
de Martí se evidencia en el hecho de la tergiversación que introduce. Elige silenciar lo que realmente está en el
meollo mismo del racismo –la negación de sus derechos al negro y la
desvalorización de su vida– al equiparar
el problema del blanco (creerse superior, negar los derechos del otro) con el
del negro. Afirmar, o sugerir incluso que el problema del negro era sentirse
“especial,” y por tanto superior por
ser negro, solo puede ser resultado de la ignorancia, de la ingenuidad o de la
mala fe; y en todos casos de un racismo que Martí no consigue silenciar. Como
ya dije, es el hecho en sí mismo revelador, de que no pueda concebir al
“racista blanco” sin el “racista negro,” lo que nos dice con qué cartas está
jugando: “El hombre blanco que, por razón de su raza, se cree superior al
hombre negro, admite la idea de la raza, y autoriza
y provoca al racista negro. El hombre
negro que proclama su raza, cuando lo
que acaso proclama únicamente en esta
forma errónea es la identidad espiritual de todas las razas, autoriza y provoca al racista blanco” (299). ¿Por qué Martí no se entrega a la
suposición en el hombre blanco, como hace con el negro: “que acaso….”? No es
difícil comprender que esta ruptura
del paralelismo, justo en un texto construido como un cuarto de espejos, haya
pasado y pueda pasar inadvertida. Ese detalle tiene implicaciones políticas en
el texto. El “racismo negro” al suponerse a sí mismo, según Martí, la
“identidad espiritual de todas las
razas,” sugiere, incluso si solo oblicuamente, una intención supremacista en el negro, en tanto se
siente el centro hacia el que gravitan, subsumiéndolas, aún si solo
espiritualmente, todas las razas. Resulta, además, sorprendente que Martí pueda
encontrar legítima la violencia racial, ya que era esto precisamente lo que, en
principio, suponíamos que “Mi raza” quería evitar. Prueba de esa legitimación
son los verbos “autoriza” y “provoca.” Claro, para no variar, Martí tira la
piedra… y esconde la mano. Por eso hay que decir que estos verbos legitiman
abiertamente la violencia, y lo esconden. ¿Cómo? Primero, por el orden absurdo
– y por tanto intencional – que Martí les asigna. Lo lógico habría sido que
escribiera provoca, y como
consecuencia de esto, autoriza. Segundo,
a “autoriza” le falta algo, algo que no llega a decirse: lo autoriza, ¿a qué? Lógicamente,
la provocación es la causa de la
violencia, lo que la autoriza. Pero
esa violencia entredicha tiene otros
lados más oscuros que otras rupturas del paralelismo revelan. Implícitamente,
el racismo del blanco parece justificado, pues obedece a una causa: “El hombre
blanco que, por razón de su raza, se
cree superior al hombre negro, admite la idea de la raza, y autoriza y provoca
al racista negro.” La idea de superioridad que tiene el blanco, se sugiere,
arranca primero de un hecho natural:
“por razón de su raza,” y después de no negarlo, de admitirlo. La idea martiana del racismo blanco es, en el mejor de
los casos, un disparate; y en el peor, una calculada evasión. Lo primero
requeriría pensar que hacia 1893 empezaba a fallarle la cabeza a Martí. Lo
segundo, que su inteligencia no tenía límites, o que esos límites eran los de
su racismo; es decir, de una vastedad incalculable. Opto por lo segundo.
A diferencia del hombre blanco que
meramente “admite” su raza, el negro la “proclama.” No se trata de lo mismo,
¿no es así? ¿Por qué ese cambio de verbos? Porque el blanco que solo admite su
raza, porque después de todo es
blanco, no podía ser percibido igual
que el negro que no teniendo derecho
a una voz, se atreve a dar un grito. Se proclama. Y ese grito, el blanco lo
resignificará para siempre como la marca
de la violencia y la barbarie del negro. ¿Qué justificación podría tener la violencia del negro si el blanco
meramente le dice, admite que es
blanco? ¿No lo es? ¿Y por qué “admitir la
idea de la raza” autoriza y provoca al negro?” Además, ¿qué quiere decir
Martí con “la idea de la raza”? ¿Es acaso lo mismo admitir “la idea de la raza” que “proclamar su raza? ¿No se insinúa aquí, a través
de las duplicidades de la escritura y de la autoridad detrás de ella, que el racista es el
negro, el que solo ve y está obsesionado con su raza, la proclama, y
por consiguiente solo puede ver desde y a través de la raza; mientras que el blanco solo admite “una idea de la raza?
¿Quién es el racista para Martí?,
pregunto. Agréguese que aun en el supuesto de que Martí le concediera
equitativamente al negro y al blanco el derecho a la violencia en caso de una
provocación racista, ¿qué posibilidades tenía el negro frente a la violencia
del blanco respaldado por leyes e instituciones blancas? ¿De verdad alguien
cree que Martí no sabía esto?
De nada le vale, entonces,
recurrir al truco retórico acostumbrado: “Hombre es más que blanco, más que
mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que
negro.” Porque, si como él dice, “[l]o semejante esencial se busca y halla, por
sobre las diferencias de detalle,” escondiendo así la cuestión racial en esas
“diferencias de detalle,” tendríamos que recordar que, en primer lugar, en
ninguna parte –y menos en ese tiempo– el problema de la raza no ha sido jamás
meras “diferencias de detalle,” y que en todo caso el meollo del asunto se
encuentra justamente en el detalle. Como afirma Patterson,
lo
que diferencia a negros y blancos a fines del siglo XIX cubano, eliminada la
esclavitud después de la primera guerra de independencia, no era un problema de
“detalle”, al contrario eran problemas serios de segregación y discriminación,
de acceso a la propiedad, de derechos civiles y políticos, de valoración
cultural, los cuales no pueden soslayarse en aras de una “humanidad” o
“cubanidad” entendida al margen de esos problemas (Patterson 54).
Nada mejor para ilustrarlo que los
innumerables detalles del propio
texto martiano, sus callejones, cuevas; en fin, todo un mapa racista plagado de
falsas direcciones con el calculado intento de extraviar y confundir al negro,
y proveer a las élites blancas de la República futura con ambas cosas: un
poderoso texto político con el cual negar las especificidades y desigualdades
originarias de ambas razas, mediante la apelación a una cubanía que exigía que destinada a coartar las protestas de los
negros, los reclamos de igualdad. Cualquier intento en esta dirección sería
calificado de ingratitud; podía ser caracterizado, al menos potencialmente, de
reclamos conducentes a una “guerra racial.” De ahí que la proclamación del negro de sus derechos – por la vía política o
armada – era una provocación a la Patria (esencialmente blanca), una
amenaza para la “unidad” de la división
de la nación. Lógicamente, ello autorizaba
a su vez a reprimir a los negros, a ponerlos otra vez en su sitio.
La licencia represiva que Martí le
concede a lo que Foucault llamó «racismo de Estado» se insinúa en la
preocupante distinción entre un racismo
bueno. ¿Será necesario explicarle al lector a estas alturas lo que se
escondía tras este absurdo? Porque no veo cómo sea posible, para cualquier
lector que lea todo el texto – aun para el más apresurado – no detenerse aquí y
preguntarse, ¿racismo bueno? Uno
tiene que considerar que, además de afirmar la existencia de un racismo bueno, y de arreglárselas para
explicárnoslo, Martí – en lo que constituye otra ruptura de la retórica de los
paralelismos – al parecer se olvida
del racismo malo. Pues se sigue que
si hay uno bueno, tiene que haber
otro malo. Y más si, como ya dije
antes, la idea misma de un racismo bueno
era posiblemente la idea más descabellada, y digamos de paso, la más racista que podía habérsele ocurrido al
Maestro. En efecto; era de ése, del racismo malo
del que en primer lugar tendría que haber comentado Martí. En cambio, opta por
otra distinción más retorcida, hipócrita y malsana: racismo bueno y racismo justo:
Si
se dice que en el negro no hay culpa aborigen,
ni virus que lo inhabilite para
desenvolver toda su alma de hombre, se dice la verdad, y ha de decirse y demostrarse, porque la injusticia de
este mundo es mucha, y la ignorancia de los mismos que pasa por sabiduría, y
aún hay quien crea de buena fe al negro incapaz de la inteligencia y corazón del blanco;
y si a esa defensa de la naturaleza se la
llama racismo, no importa que se le llame así, porque no es más que decoro natural, y voz que clama del
pecho del hombre por la paz y la vida del país. Sí se alega que la condición de
esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava, puesto que los galos
blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la
argolla al cuello, en los mercados de Roma; eso es racismo bueno, porque es pura justicia y ayuda a quitar prejuicios
al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo
justo, que es el derecho del negro
a mantener y probar que su color no lo priva de ninguna de las capacidades y
derechos de la especie humana (298) (énfasis mío).
“Si
se dice,” dice Martí, proyectando así ese decir
en una alegación impersonal, enunciada
por nadie. Es solo un decir que flota alienado de un sujeto específico
habilitado para reivindicar sus derechos. Solo al final – “pero ahí acaba…” –
donde el decir del comienzo se funde con “el derecho del negro,” es que descubrimos
que Martí aludía a lo que, supuestamente,
eran los argumentos de los negros que denunciaban la discriminación racial. Al
mismo tiempo esos argumentos, como ya sabemos, nos llegan a través de una
autoridad blanca y racista: la de Martí. Esto puede explicar las extrañas
parejas: “culpa aborigen” y “virus.” ¿Por qué no “culpa original,” “innata,”
“natural,” etc.? Tratándose de Martí y los negros, debo advertir, el riesgo no
es leer demasiado, sino quedarnos cortos.
Si
bien Martí afirma que al decir (el negro) que “no hay culpa aborigen, ni virus
que lo inhabilite para desenvolver toda su alma de hombre,” dice la verdad,
notemos que enseguida sugiere que [el negro], además de decirlo, tiene que demostrarlo. ¿Por qué el negro tendría que demostrar esto? ¿Y a quién o quiénes? Martí nos lo dice, recurriendo otra vez al impersonal, pero una intención muy
diferente del principio. Para empezar, no se trata exactamente del mismo grado
de impersonalización, puesto que “hay quien crea,” aun si aparentemente
desconocido, refiere a un sujeto. En español, como se sabe, el relativo quien solo puede usarse para referirse a
personas. A diferencia de lo que ocurre con “hay quien crea,” el “se dice” se
hunde y se pierde en la masa informe
de los negros, de la negritud. Martí
nos dice que el negro tiene que demostrar su humanidad, porque hay [blancos]
que crea[n] “de buena fe al negro incapaz de
la inteligencia y corazón del blanco.” Para decirlo de otro modo, Martí concibe
que los blancos puedan creer de buena fe en la inferioridad del negro, y que
corresponde a éste demostrar lo
contrario. No hay ni que decir que el examen y aceptación de las “pruebas” aporten
los negros para demostrar su humanidad, corre a cuenta de los racistas de buena
fe que son los mismos que los consideran inferiores. Sabemos, todos sabemos,
los resultados de ese examen. Porque, como lo implica Martí, la tarea de los
negros es simplemente imposible: no, el asunto no es siquiera demostrar su
humanidad, sino que son capaces de “la inteligencia y el corazón del blanco.” Lo
que tiene que demostrar el negro es
que no es negro, sino que es, quiere, y puede llegar a ser blanco. En efecto,
resulta evidente que el negro tiene que medir su valor, su humanidad, con relación a la del blanco. Él, el blanco
racista, es el significante de la
condición humana. Imposibilitado de tener un hombre “corazón blanco,” el negro – y con él la mujer, el judío, el
homosexual, el inmigrante, el anciano; en fin, el otro – perseguirá incesantemente
una igualdad ante la ley que probará ser elusiva, inalcanzable. Como afirma
Goldberg, mientras la sociedad
provee
caminos para la ‘progresión’ y el avance de los intereses de esos previamente o
si no racialmente excluidos,” al mismo tiempo sitúa una vez más justo más allá
de su alcance las posibilidades de una condición social no especificada, ya sea
racialmente reconocida o desracializada, porque hace que los que no son
blancos, no lo sean nunca, […] sino
siempre ‘como-blancos,’ tanto legal
como lingüísticamente. Como naturalmente no
son blancos, naturalmente nunca son
bastante blancos… (Goldberg 153-54) (énfasis mío).
El
segundo argumento con el que los negros, sugiere Martí, sería el de que “la
condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava,” puesto que “los
galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con
la argolla al cuello.” Así, mezcla dos cosas que no tienen nada que ver una con
otra. Debe tenerse en cuenta que se refiere, ante todo, a un negro universal; o,
mejor, a un negro abstracto. Pero no
significa que no podamos y no debamos traer la discusión al contexto de “Mi
raza:” la inminencia de la guerra independentista y la necesidad de despejar
cualquier temor a una guerra racial. Démosle, entonces, la realidad que merece
el negro cubano que estaba a punto de ser arrastrado
a la guerra, en primer lugar, por el trabajo de Martí. Ese negro, ya no era
esclavo. Por eso, ese negro habría dicho, en todo caso, el haber sido esclavo. Martí
hace una generalización que sugiere una “esclavitud” todavía existente. Quizá
fue un lapsus linguae que relampagueó
en su “tez de amo.” Dudo que el negro cubano corriente intentara rebatir la
idea de su inferioridad apelando a lo aprendido
en los cursos de historia antigua. Por otra parte, la esclavitud del galo –
cuya absoluta blancura Martí se asegura
de inscribir – no era considerado inferior
por ser blanco. De modo que este
ejemplo, más que de un negro, parece ser el resultado de una maniobra racista
de Martí para sugerir una equiparación
entre la esclavitud blanca y la negra. Permítaseme aclarar que en modo
alguno estoy sugiriendo la absoluta indefensión y la ausencia de resistencia de
los negros a estos manejos. En efecto, los negros nunca necesitaron de los
blancos para entender lo que significa la libertad y para rebelarse contra sus
opresores. Se trata entonces de que lo
que estoy siguiendo aquí son los manejos racistas de Martí.
6. Conclusiones
En su artículo “Cuban Myths of
Racial Democracy,” Alejandro de la Fuente podemos ver el costo político de
soslayar la relación íntima, medular, y por lo tanto problemática, entre el
Estado nacional y sus reclamos de igualdad con el racismo, de que habla Balibar.
En el caso de este artículo pienso que ello se debe a que el análisis del mito
racial responde a la modalidad del historicismo progresista o evolutivo en
términos de Goldberg. Así, De la Fuente comenta que “[p]ero mientras las
realidades sociales no son muy bonitas,
los paradigmas latinoamericanos de las naciones racialmente mezcladas e
integradas no son tan feos” (De la
Fuente 45). No se trata solo de que los países latinoamericanos hayan avanzado
con relación a sus propias historias coloniales, sino de que también las
ideologías formuladas por sus respectivas élites estaban en contradicción con “el racismo
científicamente basado, manufacturado en el mundo del Atlántico Norte” (énfasis
mío). Entonces el autor afirma simultáneamente
la contradicción con los presupuestos
teórico científicos del racismo del Norte, y “la asimilación de estas ideas por las élites públicas, privadas y
culturales de América Latina” (énfasis mío). Lo que le parece notable “es que
ellas no esas ideas incorporaron acríticamente.” Según De la Fuente, “[p]or lo
menos a nivel retórico, la exaltación
del mestizaje significó que la inclusión,
no la exclusión, sería el motivo
dominante en la construcción de la nacionalidad en la mayor parte de América
Latina” (46) (énfasis mío). Una afirmación tal tiene por fuerza, en primer
lugar, que pasar por alto que el trazado de las fronteras nacionales, que la
idea misma de la nación, implica diferenciar entre un afuera y un adentro; además
de legislar y patrullar la frontera entre ambos. En segundo
lugar, que el
incesante proceso de exclusión e inclusión no sólo es constitutivo de la
nación, sino incluso su razón de ser. Tal y como sucede con el racismo. En
cuanto a que las élites latinoamericanas incorporaron la ideología racial
acríticamente, al menos en Cuba, las evidencias apuntan a todo lo contrario.
Dado que De la Fuente se enfoca en el caso de Cuba, particularmente en los
primeros años de la República, resulta contraproducente su olvido de lo que
implicaba, a las puertas de esa república, el examen del cráneo de Maceo que
hicieron los doctores José Ramón Montalvo, Carlos de la Torre y Louis Montané –
este último, miembro de la Sociedad Antropológica de París – para dictaminar la
raza del héroe cubano.[xvii]
Para hacer ese examen, se basaron en un arsenal teórico occidental, es decir,
en boga tanto en Estados Unidos como en Europa. La humillación simbólica de
esos restos – y a la que por razones obvias no se sometieron los de Martí – no
marcó otra cosa que la fundación racista
de la República por venir. Más aún, De la Fuente cita nada menos que “Mi raza,”
como uno de los ejemplos que “representaron algo más que herramientas de exclusión y dominación hechas por la élite”
(énfasis mío). Es importante notar, sin embargo, como en su ambigüedad la
escritura evita aguas más profundas: “no son muy,” “no son tan,” “por lo
menos,” “más que.” Si el más que es
importante, ¿no lo es también el menos
que? Esas herramientas, añade De la Fuente “fueron también puertas que podían ser abiertas por los grupos
subordinados a fin de poder participar en lo que esas ideologías dominantes presentaban como sus propias culturas
nacionales. Cuando menos, permitieron
alguna movilidad individual” (De la
Fuente 46). Lo sorprendente es que este comentario captura de maravillas el
proyecto de nación de las élites a partir de un movimiento que incluye excluyendo. Los grupos subordinados son incluidos a medias – podían, cuando menos, alguna – a
cambio de aceptar y asumir la noción de la nación de las élites de poder.
Incluso, el hecho mismo de acceder a esas puertas sin dejar por ello de ser
grupos subordinados, evidencia el
doble juego que consiste en hacerle creer al otro que se le incluye mientras se lo excluye.
Por eso resulta tan revelador que
un artículo que se propone mostrar el avance racial en la República se apoye
fuertemente en el “discurso fundacional” martiano de “Mi raza.” Como tantos
otros estudiosos, De la Fuente expresa que ese discurso fundacional “podía ser
apropiado y manipulado por diferentes grupos y por diversos propósitos” (51).
En referencia al insoluble dilema que según Helg les
presentaba a los negros el mito de la igualdad racial – de aceptarlo, deberían renunciar a las demandas de igualdad racial,
pues serían consideradas como un peligro para la unión de los cubanos tenían
que renunciar; si lo rechazaban esto
sería visto como una muestra de racismo – De la Fuente nos dice que,
[n]o
obstante, como lo han demostrado los críticos del mito, los negros cubanos
encontraron una solución al ‘insoluble dilema’ planteado por la ideología nacionalista:
se reapropiaron del mito y lo reinterpretaron para su propia ventaja. Presentaron
la república racialmente fraternal de Martí como una meta a alcanzar, más que como un logro” (52) (énfasis mío).
Recuérdese
la cita que Goldberg. El problema, en Cuba como en todas partes es siempre el
mismo. Lo único que cambian son los símbolos y el material retórico. Más de un
siglo después, Zurbano acude a la misma idea para el título a su entrevista en
el New York Times: “Para los negros
en Cuba, la Revolución no ha terminado.”
Siempre se está llegando, pero no se llega. Para los negros, las mujeres, las
minorías sexuales, todo is getting better,
pero nunca great. Podrá argumentarse,
desde luego, que la situación social del negro cubano dista mucho de ser la del
norteamericano. Y también que ese argumento es, en su raíz, racista.
De
todas maneras, lo que me interesa subrayar aquí es la dolorosa ironía de que los
negros cubanos, e incluso la mayor parte de los cubanos, sigan soñando con la república
de Martí. Después de todo, con todo lo que se diga, el culto a Martí es una
creación mayormente de la élite blanca.
Concluyo
pues. El racismo de Martí no es una nota al pie en su latinoamericanismo, en su
república – y ya podemos hacernos una idea de lo que ésta hubiera sido – ni en
la organización de la guerra de independencia. Por el contrario, el racismo es
central en todos esos proyectos y discursos. Así, el culto a Martí, tanto en
Cuba como en América Latina, es la expresión más cabal del racismo en que aquéllos se han fundado. Ángel Escobar no se
equivocó:
Yo pienso, cuando me aterro
como un Escobar sencillo
en aquel
blanco cuchillo
que me matará: soy
negro.
(“Paráfrasis sencilla”)
Obras
Citadas
Bakhtin,
Mikhail. The Dialogic Imagination. Austin:
University of Texas Press, 1981.
Balibar, Etienne. a. “¿Existe un neorracismo?” Immanuel Wallerstein, Etienne Balivar.
Raza, Nación y Clase. Madrid: IEPALA,
1991, pp. 31-48.
---. b.
“Racismo y nacionalismo.” En Immanuel Wallerstein, Etienne Balivar. Raza, Nación y Clase, 1991, pp. 63-109.
Camacho, Jorge. “‘Signo de propiedad’: etnografía,
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Contracorriente, Vol. 5, No. 1, Fall 2007, pp. 64-85.
---. Etnografía,
política y poder a finales del siglo XIX. José Martí y la cuestión indígena.
Chapel
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Capitanía
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reglamento para su ejecución en las islas de Cuba y Puerto Rico. La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitanía General por S. M.,
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Díaz Quiñones, Arcadio. “El 98: la Guerra simbólica.”
El arte de bregar: ensayos. San Juan,
Puerto Rico: Ediciones Callejón, 2003. 210-227.
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[i] Véanse, entre otros: Dionisio Poey Baró. “José Martí: «Mi raza» un
siglo después” (1994); Oscar Montero. José
Martí An Introduction (2004); Anne Fountain. “El periodismo martiano y los
abolicionistas de Estados Unidos,” (José Martí and the U.S Abolition Movement)
(2006);” Carlos Alberto Más Zabala. “José Martí: del antiesclavismo a la integración
racial. La raza humana (I parte)” (2011).
[ii]
Por ejemplo, comentando el proyecto de libro Mis negros, de Martí, Rojas escribe que “salta a la vista cómo
Martí se presenta en calidad de ‘sujeto culto’, que escribe y lee, y que, a
cambio de la ilustración que le brinda al negro, recibe de éste el espectáculo
de su gracia y, sobre todo, de su sensualidad…” (oc., 115). Cabe agregar que,
en este contexto marcado por la desigualdad y la jerarquización de los sujetos,
el título Mis negros es sumamente
ambiguo, oscilando entre el reclamo
amoroso y el de la propiedad
esclavista.
[iii]
Para otra incisive lectura crítica de la cuestión racial en “Nuestra América”
véase: Charles Hatfield. “The Limits of ‘Nuestra América’” (2010).
[iv]
Ver: “¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como
nosotros!,” Juventud Rebelde, 10 de
octubre de 2012.
[v]
Ver EcuRed, “El Manifiesto del 10 de
Octubre,” http://www.ecured.cu/index.php/Manifiesto_del_10_de_Octubre
[vi] A
Oliva lo nombraron teniente segundo en el ejército en 1954, después de
graduarse en la Academia Militar. En 1955 se graduó con honores en la escuela
de artillería, y lo nombraron profesor de artillería en la escuela de cadetes
hasta 1958. De 1958 a 1959 estudió, se graduó con honores y fue instructor en
la US Army Caribbean School en la
zona del Canal de Panamá. Después del triunfo revolucionario de 1959 hubo una
purga en el ejército de Batista, pero a Oliva lo nombraron inspector general del
INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria). En agosto de 1960 se fue a Miami.
En 1965 fue ascendido a capitán, en el Pentágono, por Cyrus Vance, Secretario
de Estado. Ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Erneido_Oliva
[vii]
Mi traducción. A menos que indique lo contrario, tanto las del artículo de
West-Durán, como las que sigan son mías.
[viii] A
propósito, véase lo que dice Martí sobre las misiones al reseñar Spanish Institutions of the South West,
del profesor Frank W. Blackmar para El
Partido Liberal, de México, en 1891: “A las misiones no las juzga Blackmar
por lo que ha quedado de ellas. No ve que iban- cuando eran como debían ser,- contra
el espíritu de la colonia; y que la colonia disgregaba con su rapacidad lo que
la misión, por el abrazo del alma ardiente de los misioneros y el alma menesterosa
de los indios, había logrado congregar. Ni averigua, qué eran los indios cuando
la conquista, y qué sabían por sí antes de que los desbandara el terror: y qué
fue, en el éxito de las misiones, sabiduría del misionero o gratitud del indio.
Pasaron las misiones, con la esperanza de justicia que les dio valer: lo que
llevaban no fue lo importante, ni una ni otra enseñanza, fácil con gente tan
blanda y de tan dispuesto natural: lo que esperaba el indio de ellas, el indio
acorralado y escarnecido, la humanidad que hallaba en la misión el indio
tratado inhumanamente, fue el secreto verdadero de aquellas fundaciones de amor”
(60-61) (énfasis mío). He aquí un perfecto ejemplo de transición, y no obstante
de simultaneidad, de la tradición racial naturalista
y de la historicista, y por tanto de
sus diferencias, tanto como de la persistencia de la mirada racista del blanco.
Martí opone “el abrazo del alma ardiente de los misioneros” (historicismo,
desarrollismo) a los indios desbandados, acorralados
y escarnecidos “por el terror” de la
colonia (naturalismo). De este modo la misión, en el contexto colonial, se
opone supuestamente a esta en su concepción y, consecuentemente, tratamiento
del indio. Porque lo considera salvaje e inferior, el poder colonial no vacila
en exterminarlos, infligirles todo tipo de violencia, ni tiene que justificarlo
tampoco. Significativamente, en la oposición martiana entra en juego otra
diferencia: la colonia disgrega; la
misión congrega, y por tanto su acción
se encamina hacia el orden. Sin
embargo, lo importante aquí es que la humanidad del indio se mantiene todo el
tiempo en disputa, y por lo tanto, es precaria. Esto lo vemos en que el alma
del misionero (blanco) es de una cualidad superior a la del indio, porque la
suya es menesterosa (necesitada,
carente de muchas cosas). Por otra parte, Así, a pesar de la bondad del
misionero. Finalmente, la desigualdad fundante de la tradición historicista,
muestra las orejas: “sabiduría del misionero” vs “gratitud del indio.”
Finalmente, si bien el trabajo evangelizador y educador del misionero sigue
otro derrotero en el tratamiento del indio que el del conquistador, enseñanza y
conversión no fueron por ello menos expresión de la violencia colonial.
[ix] Hatfield cita The Ethics of Identity (2007, 163), de Kwame Anthony Appiah.
[x]
El asunto ha sido ampliamente estudiado con respecto a otros grupos étnicos y
de inmigrantes. Por ejemplo, véase: Jennifer Guglielmo & Salvatore Salerno.
Are Italians White? How Race is Made in
America, 2003.
[xi]
Martí intenta corregir esa asunción: “En Cuba hay población española y población
cubana. De la población española es
ya muerto por el despego de sus compatriotas liberales y acriollados al
sistema de odio y castigo, el elemento
que, preso por su riqueza en la súbita revolución de Yara, aprovechó para las
masas, hoy menores, de voluntarios, el encono de los españoles ínfimos contra
el criollo que los miraba de señor” (OC
4, 158).
[xii]
Esto no significa que no lo mencionara antes, pero solo lo hace de pasada, si
bien no por eso deja de ser importante lo que dice: “De la tradición de sus
hombres, de lucidez propia y rebelde; de la veneración de los mártires de la
independencia; del largo ejercicio de la guerra y el destierro; del poder
humano de abnegación y de creación, y del conocimiento y práctica de la vida
liberal y trabajadora en las naciones ejemplares, surge a la vida política el hombre cubano verdadero, blanco o de color, con variedad de profesiones y sabiduría, con desusado
despejo e inventiva, y con hábitos de
tolerancia y convivencia que exceden, o por lo menos igualan, las fuentes de discordia, que si la guerra y el trabajo común hubieran
ahogado tal vez una república constituida de súbito por la relación artificial
política entre amos y siervos, sin la sanción y prueba lenta de la realidad
gradual” (155) (énfasis mío).
[xiii]
En el decreto español de 4 de julio de 1870 sobre la abolición de la esclavitud
– más conocido como «Ley Moret» - se establecía “en cada una de las
jurisdicciones de la isla de Cuba […] una Junta
protectora de los libertos, bajo cuya protección estarán todos los declarados
libres por las disposiciones de la expresada ley” (Ley de cuatro de julio… 3) (itálica en el original). Esta ley
instituyó el patronato: pasaje entre el esclavo y el negro libre. Ese
“tránsito” puede apreciarse en lo estipulado en el artículo 37 del Capítulo
III: “Quedan sujetos al patronato de
los dueños de las madres todos los libertos que […] hayan nacido desde el 17 de septiembre de 1868 y
nazcan en lo sucesivo.” Según el artículo 39, “[l]os libertos deben obediencia
y respeto a sus patronos como a sus padres, y no podrán sin su anuencia
comprar, vender ni enajenar, bajo pena de nulidad” (14). Por el artículo 41 se
establecía la obligación del patrón “de mantener a sus clientes, vestirles y
asistirles en sus enfermedades e instruirles en los principios de religión y
moral, inculcándoles afición al
trabajo, sumisión y respeto a las
leyes y amor al prójimo, y la de satisfacer los gastos que originen su bautismo
y sepultura” (énfasis mío). A los efectos de la ambigua posición del liberto
con respecto al negro esclavo y al libre, resulta de particular importancia el
artículo 44: “Desde los 18 años hasta los 22 abonará el patrono al liberto la mitad del jornal de un hombre libre,
según su clase y oficio… (15) (énfasis mío). No solo la relación patrono-liberto está implicada todavía
en la de amo-esclavo, sino que, como
puede apreciarse, en la primera – y consecuentemente también en la segunda –
emerge ya la futura relación patrón-trabajador
libre. Incluso la reducción del jornal parece anticipar los recortes de
salarios que los patronos capitalistas les impondrán a los trabajadores.
[xiv]
Véase: Roberto Esposito. Tercera Persona.
Política de la vida y filosofía de lo impersonal, 2009. Nos ocuparemos de
su argumento en la discusión de la esclavitud y el racismo en el contexto de
las guerras de independencia en Cuba. El lector interesado puede ver mi
discusión de las ideas de Esposito en mi estudio sobre Martí de 2014.
[xv]
Ver: Ibrahim Hidalgo. “El concepto de República en José Martí.” Santiago 1, 2012, p. 86.
[xvi]
En el artículo “Cuban Myths of Racial Democracy,” de Alejandro de la Fuente
podemos ver el costo político de soslayar la relación íntima, medular, y por lo
tanto problemática, entre el Estado nacional y sus reclamos de igualdad con el
racismo. En el caso de este artículo pienso que ello se debe a que su análisis
del mito racial encaja perfectamente en la modalidad del historicismo
progresista o evolutivo en términos de Goldberg. Así, De la Fuente comenta que
“[p]ero mientras las realidades sociales no
son muy bonitas, los paradigmas latinoamericanos de las naciones
racialmente mezcladas e integradas no son
tan feos” (De la Fuente 45). No se trata solo de que los países
latinoamericanos hayan avanzado con relación a sus propias historias
coloniales, sino que también las ideologías formuladas por sus respectivas
élites estaban en contradicción con
“el racismo científicamente basado, manufacturado en el mundo del Atlántico
Norte.” (46) (énfasis mío).
[xvii]
Ver: El cráneo de Maceo (estudio
antropológico), 1900.
*** Se impone aclarar que Jorge Camacho fue el primero en percibir la importancia, para comprender el de Martí, de la lectura del racismo que hace Goldberg. En este sentido, Camacho menciona algunas de las más importantes ideas de Goldberg, a saber, 1) la imposibilidad de disociar, ni la raza, ni el racismo, del Estado—nación moderno; 2) la distinción naturalismo-historicismo, para acertadamente incluir la percepción y representación martianas de la cultura indígena en la corriente historicista; 3) que “no había diferentes tajantes entre un grupo y otro.” Camacho, sin embargo no incluye realmente en su discusión de Martí las ideas de Goldberg, limitándose a comentar lo que ya mencioné en las páginas 28-29. Pero aquí surgen otros problemas. Según Camacho, no puede decirse «que no hubiese intelectuales que criticaran el racismo de muchas de las concepciones naturalistas de esos pensadores, ya que, al decir de Goldberg, el intelectual trinitario John Jacob Thomas fue uno de ellos (71) y lo mismo podría decirse de Martí, en especial del que escribe a finales de la década de 1880 y principios de 1890, y habla de “razas de librerías” y dice que “el alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y color” (OC VI, 22)» (Camacho 2013, 28-28). En primer lugar, Goldberg no dice, ni siquiera sugiere, que hubiese otros Thomas aparte del trinitario. Para empezar, el ejemplo de Thomas no lo menciona él, sino C. L. R. James: «As C. L. R. James is quick to note (James 1968)», dice Goldberg. Y es James, no Goldberg, quien toma nota de la diferencia: «As James reminds us, Thomas offers as fine an example as one could conjure of the empire writing back, the repressed to return to haunt the big house» (Goldberg 71). Goldberg, además, comenta con los detalles que necesitaría el lector para aceptar lo que nos dice, la habilidad de Thomas para socavar la mirada racista del libro de James Froude sobre las indias occidentales. Camacho, en cambio, asume él mismo – no Martí, sino él – la mirada historicista al afirmar un cambio progresista en las ideas de Martí; y esto, acudiendo a las citas que usan casi siempre otros críticos – mucho menos avezados y cuidadosos que él (que es precisamente lo que me parece penoso). Porque en esos mismos textos que Camacho menciona, no en las frases, sino en los textos, hay bastante racismo. Uno solo tiene que pensar que se puede cualquier cosa del alma – que no tiene color, que no tiene raza – pero que el racismo le ocurre al cuerpo, y el cuerpo sí tiene color. Que, precisamente, esa idea vaga y ambigua no es sino el ejemplo de la ambigüedad, incluso de la hipocresía del racismo historicista. La causa de todo esto está, a mi modo de ver, en que a Camacho se le escapó que Goldberg no sólo habla de un racismo historicista y de otro naturalista, sino también de lecturas historicistas y naturalistas del racismo.
*** Se impone aclarar que Jorge Camacho fue el primero en percibir la importancia, para comprender el de Martí, de la lectura del racismo que hace Goldberg. En este sentido, Camacho menciona algunas de las más importantes ideas de Goldberg, a saber, 1) la imposibilidad de disociar, ni la raza, ni el racismo, del Estado—nación moderno; 2) la distinción naturalismo-historicismo, para acertadamente incluir la percepción y representación martianas de la cultura indígena en la corriente historicista; 3) que “no había diferentes tajantes entre un grupo y otro.” Camacho, sin embargo no incluye realmente en su discusión de Martí las ideas de Goldberg, limitándose a comentar lo que ya mencioné en las páginas 28-29. Pero aquí surgen otros problemas. Según Camacho, no puede decirse «que no hubiese intelectuales que criticaran el racismo de muchas de las concepciones naturalistas de esos pensadores, ya que, al decir de Goldberg, el intelectual trinitario John Jacob Thomas fue uno de ellos (71) y lo mismo podría decirse de Martí, en especial del que escribe a finales de la década de 1880 y principios de 1890, y habla de “razas de librerías” y dice que “el alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y color” (OC VI, 22)» (Camacho 2013, 28-28). En primer lugar, Goldberg no dice, ni siquiera sugiere, que hubiese otros Thomas aparte del trinitario. Para empezar, el ejemplo de Thomas no lo menciona él, sino C. L. R. James: «As C. L. R. James is quick to note (James 1968)», dice Goldberg. Y es James, no Goldberg, quien toma nota de la diferencia: «As James reminds us, Thomas offers as fine an example as one could conjure of the empire writing back, the repressed to return to haunt the big house» (Goldberg 71). Goldberg, además, comenta con los detalles que necesitaría el lector para aceptar lo que nos dice, la habilidad de Thomas para socavar la mirada racista del libro de James Froude sobre las indias occidentales. Camacho, en cambio, asume él mismo – no Martí, sino él – la mirada historicista al afirmar un cambio progresista en las ideas de Martí; y esto, acudiendo a las citas que usan casi siempre otros críticos – mucho menos avezados y cuidadosos que él (que es precisamente lo que me parece penoso). Porque en esos mismos textos que Camacho menciona, no en las frases, sino en los textos, hay bastante racismo. Uno solo tiene que pensar que se puede cualquier cosa del alma – que no tiene color, que no tiene raza – pero que el racismo le ocurre al cuerpo, y el cuerpo sí tiene color. Que, precisamente, esa idea vaga y ambigua no es sino el ejemplo de la ambigüedad, incluso de la hipocresía del racismo historicista. La causa de todo esto está, a mi modo de ver, en que a Camacho se le escapó que Goldberg no sólo habla de un racismo historicista y de otro naturalista, sino también de lecturas historicistas y naturalistas del racismo.