Francisco Morán©
Southern Methodist University
I
Uno de los textos de José Martí más conocidos y
también más aludidos por críticos y estudiosos es, sin dudas, su carta
“Vindicación de Cuba,” con la que respondió a los insultos a los cubanos
proferidos en el artículo “¿Queremos a Cuba?” publicado en The Manufacturer, de Filadelfia, el 16 de marzo de 1889, y en el
contexto sobre el debate que venía librándose en la prensa estadounidense
respecto a la anexión de Cuba. Martí escribe y publica su respuesta luego de
que The Evening Post – solo 4 días
después de que apareciera el artículo de The
Manufacturer – publicara a su vez otro en el que respaldaba el de su
colega. A Martí, quien venía sosteniendo él mismo una enconada disputa con los
cubanos que favorecían la anexión, no podía habérsele escapado el peligro del
consenso en torno a la anexión que, como en efecto no falló en observar,
cobraba forma en dos órganos de prensa estadounidenses que representaban dos
visiones opuestas de la política del país hacia Cuba.
Hay
que decir, por otra parte, que el gesto de denuncia y rectificación de Martí de
la imagen de los cubanos en los Estados Unidos tenía ya un antecedente en Cuba y sus jueces (rectificaciones
oportunas), de Raimundo Cabrera (1887), y cuya popularidad se manifestó en
las numerosas reediciones que tuvo. Cuba
y sus jueces es una refutación de la imagen degradante de los cubanos que
el peninsular Francisco Moreno había presentado un año antes en su libro Cuba y su gente (1887). No solo Martí guardó silencio en lo que respecta al
libro ofensivo de Moreno, sino que tampoco reseñó la réplica de Cabrera. Su
única alusión en este sentido es el comentario, hecho de pasada, de que
Raimundo Cabrera era “el autor conosidísimo de un libro que todos tenemos, de Cuba y sus Jueces” (OC 5, 386). Dicha referencia la encontramos en un breve texto sobre
dos cubanos que se encontraban en los Estados Unidos, y que publicó en Patria el 9 de julio de 1892. El
descuido o falta de interés de Martí ante un ataque al carácter de los cubanos
proveniente de una pluma española – así como a la contra-respuesta de Cabrera –
contrasta marcadamente con su reacción a un insulto también, pero en este caso
hecho por periodistas norteamericanos.
No
es casual que la carta de Martí haya llegado a convertirse en una referencia
obligada a la hora de afirmar no solo su ideario independentista, sino también,
claro, anti-anexionista, así como de la claridad con que percibió el desprecio
de los Estados Unidos hacia la isla, y reconoció la arrogancia imperial y colonial
subyacente a ese desprecio. Tampoco hay que olvidar que incluso “Vindicación de
Cuba,” como tantos otros textos de Martí, ha servido a las más diversas y a
veces supuestamente opuestas agendas políticas.[i] No
obstante, puesto que este no es el único texto suyo que uno puede mencionar
dentro de la misma órbita de pensamiento anti-anexionista y separatista –
piénsese en “Nuestra América” y en la carta de despedida a Manuel Mercado, para
no citar sino un par de ejemplos – la celebridad de la respuesta martiana, aun
si esto no ha sido lo suficientemente
reconocido, descansa en que se trata de
una respuesta pública, y a través de la cual, y del propio Martí, Cuba responde
públicamente a la ofensa. Fue, para decirlo de una vez, un gesto
definitivamente viril. En efecto,
Ibrahím Hidalgo Paz nos dice que: “Martí se
hizo eco de los sentimientos que tales artículos causaron entre sus
compatriotas, y ofreció una digna respuesta, que tituló Vindicación de
Cuba, publicada por el mencionado diario neoyorquino el 25 de marzo. Este texto
y las traducciones hechas por él de los artículos antes mencionados, los editó
en el folleto Cuba y los Estados Unidos” (énfasis mío). ¿Cómo sabemos, o qué
prueba tenemos o nos da el autor, de esos supuestos “sentimientos” que los
artículos de los periódicos norteamericanos “causaron entre [los] compatriotas
de Martí? Es cierto que Martí mismo sugiere esto cuando aludiendo a los cubanos
expresa: “Admiran esta nación…. pero desconfían de…” No puede olvidarse, no
obstante, que es Martí quien habla aquí en nombre de un ellos que permanece
oculto. Además de que, como puede verse, Hidalgo Paz se cuidó de mencionar la admiración por los Estados. Martí no
podía sino hablar a nombre de los cubanos, de Cuba. No niego que haya habido
cubanos que leyeron esos artículos y se sintieron ofendidos. No es imposible
que así sucediera. Pero ¿puede afirmarse? ¿nos consta que se pronunciaran al
respecto? Puede decirse, entonces, que Hidalgo Paz resume de maravillas la
lectura ortodoxa de la carta de Martí – acrítica - que ha solido hacerse de la
carta de Martí:
Una
a una destruye las erróneas apreciaciones de los periódicos yanquis, con una
mesurada exposición en la que aúna la contundencia del razonamiento y la
profundidad del análisis para rebatir las ofensas inferidas a nuestro pueblo,
donde los patriotas honrados y dignos "no desean la anexión de Cuba a los
Estados Unidos", cuyos gobiernos estuvieron siempre dispuestos a favorecer
a los enemigos de nuestra libertad, con la esperanza de arrebatar la Isla a la
débil potencia colonial española cuando las circunstancias fueron propicias
(“Vigencia…”).
En
su caso en particular, se recorta la
cita para que encaje perfectamente en el argumento sólido y contundente. Otro
ejemplo que viene al caso lo encontramos en el artículo “José Martí and the
United States: A Further Interpretation” (1977) de John Kirk, quien también se
muestra fascinado por el patriotismo anti-anexionista de Martí, tanto como con
su proyección dramática, en la arena pública del debate sobre la posible
anexión de Cuba a los Estados Unidos:
Para
Martí, cualquier intento de vender su patria
como si se tratara de cualquier negociable mercancía, y, por supuesto, sin
considerar los deseos del pueblo, era completamente inaceptable –
particularmente cuando el potencial comprador eran los Estados Unidos. Martí
sentía que conocía esta sociedad lo suficientemente bien como para saber que
cualquier cambio de amos solo podría resultar en detrimento de Cuba, y por
tanto redobló su actividad revolucionaria.
[…] Ahora, sin embargo, que los
Estados Unidos estaban considerando seriamente la idea de comprar la isla y de
“americanizarla por completo,” Martí habló en voz alta y bravíamente contra tal
acción… (Kirk 284) (patria en el
original).[ii]
También
Bernardo Callejas enfatiza el aspecto performativo de la respuesta martiana al
ligarla al espacio público de la tribuna, pero también – y esto es importante –
al honor:[iii]
“Por supuesto, al enviar su famosa carta a The
Evening Post, Martí había considerado que la polémica, necesaria al honor, permitiría una tribuna a la causa revolucionaria y
serviría para alertar a la emigración sobre la índole y los propósitos del enemigo”
(Callejas 109) (énfasis mío). Por su parte, Marlene Vázquez Pérez expresa que
Martí “respondió virilmente y con argumentos rotundos a una campaña
difamatoria contra Cuba iniciada días antes en The Manufacturer, de Filadelfia, y de la que se hizo eco el
rotativo neoyorquino The Evening Post”
(énfasis mío). La afirmación de la virilidad
de la respuesta la corroboran los “argumentos rotundos.” La respuesta viril,
tal y como aparece implícito en el comentario de la autora, no puede desligarse
de imagen afeminada de los cubanos pregonada públicamente – esto es importante – por el periódico
estadounidense:
La
carta al director de este diario ha pasado a la historia como “Vindicación de
Cuba”, pues en ella se hace justicia a la valía de los cubanos, tildados de
inútiles, afeminados, perezosos, cobardes, por la prensa norteamericana, como
parte de una campaña de descrédito dirigida a delinear una imagen de “pueblo
inferior”, incapaz de gobernarse por sí mismo, con lo cual se intentaba
justificar, a mediano plazo, la posibilidad de la anexión de la isla, largamente
apetecida por el gobierno norteño, y precedida por varios intentos fallidos de
comprarla a España (Pérez Vázquez 114) (énfasis mío).
Martí
era Cuba, y la afeminación pública de
Cuba en la prensa estadounidense, no podía sino significar una humillación pública para él mismo. Por
eso no podía dejar de responder a esos cargos. Su honor – el de Cuba – había
sido ultrajado. La afrenta pública exigía la defensa pública del honor, y
lógicamente tenía que ser una afirmación de la hombría de Martí-Cuba, hombría
cuya afirmación exigía dar al traste con lo femenino, con la abyección que implicaba incluso la
sombra de la mujer.[iv]
Desde otro ángulo, pero no tan lejos de lo que comento, Gustavo Pérez Firmat
sugiere que en “Vindicación de Cuba” la Cuba que Martí defiende era él mismo.
En este sentido es importante observar que a Pérez Firmat no se le escapa la
tensión interna del texto en relación con la masculinidad. En respuesta a “la
supuesta lasitud del cubano” en el artículo del periódico norteamericano,
comenta Pérez-Firmat,
[p]ara
rebatir la acusación, Martí sale a la defensa de los jóvenes de poco cuerpo:
porque
nuestros mestizos y nuestros jóvenes de ciudad son generalmente de cuerpo
delicado, locuaces y corteses, ocultando bajo el guante que pule el verso, la
mano que derriba al enemigo, ¿se nos ha de llamar, como The Manufacturer nos llama, un pueblo “afeminado”? Esos jóvenes de
ciudad y mestizos de poco cuerpo supieron levantarse en un día contra un
gobierno cruel (1: 238)
En lugar de negar la endeblez del cubano, como podía (¡y debía!) haber
hecho, Martí adopta una estrategia meñiqueísta: los jóvenes cubanos son
delicados pero viriles, débiles pero valientes. Y además astutos: tiran la
piedra y esconden la mano dentro del guante. Tanto como una vindicación de
Cuba, el ensayo constituye una
vindicación del “poco cuerpo,” o sea, una vindicación del hombrecito locuaz y
poeta que era Martí (Pérez Firmat) (énfasis mío).
II
En efecto, me atrevo a afirmar
que, hasta ahora, la crítica solo ha avanzado hacia una discusión más
productiva y menos maniquea de “Vindicación de Cuba” cuando ha reconocido la
ansiedad en torno a la identidad masculina que recorre al texto. Ya en 1998
Beatrice Pita, en una lectura comparada de María Amparo Ruiz de Burton con
Martí había notado que ambos escritores “solo pueden expresar las disparejas
relaciones de poder y los deseos de que hablan en términos de identidad sexual,
y sexualizados” (Pita 137). Comentando un pasaje de “Vindicación de Cuba,” ella
expresa que Martí, “aquí como en otras partes de sus textos, está respondiendo
a una división de esferas estrictamente delineadas y altamente románticas para
lo femenino y lo masculino – una dicotomía que se extiende también a lo
literario” (139).
Emilio Bejel es quien ha estado
más cerca del conflicto personal de Martí subyacente
en “Vindicación de Cuba,”
pero también quien por lo mismo se ha mostrado más reticente a indagarlo a
fondo. En referencia a los artículos de The
Manufacturer (Filadelfia) y del New York Post, Bejel comenta que Martí “trata de combatir” la representación de
los cubanos que aquellos habían presentado “en términos sexistas, racistas e
imperialistas” (48) (énfasis mío). A diferencia de otros estudiosos que
presentan la defensiva de Martí como ofensiva antimperialista y
anti-anexionista, Pérez Firmat, primero, y ahora Bejel, notan justamente lo
opuesto. Bejel no nos habla aquí de una actitud combativa, sino de un intento
en esa dirección: Martí trata. Lo que
es todavía más importante; insiste en esto: “Está claro que la respuesta de
Martí es extremadamente defensiva ante
la acusación de los poderosos
norteamericanos” (49) (énfasis mío). El contraste – respuesta
extremadamente defensiva/poderosos norteamericanos – invierte definitivamente
la imagen de Martí a que había llegado la crítica, puede decirse que
unánimemente, respecto a la respuesta contundentemente viril de Martí. Bejel
también repara en aquello que había notado Pérez Firmat, pero a mi juicio falla
al no percatarse, como este último, de lo que estaba en juego:
El artículo de Martí tiene también otras implicaciones que debemos
explorar. Por una parte, afirma que los cubanos, lejos de ser afeminado son
extremadamente viriles, ya que tanto los “mestizos” como los “jóvenes citadinos”
hacen sacrificios extraordinarios en la lucha por la libertad, y además, otros
cubanos (quizás Martí aquí se refiera a los campesinos) realizan grandes esfuerzos
físicos típicos de hombres fuertes y viriles. Pero podemos preguntarnos qué
quiere decir Martí con esa expresión de que “nuestros hombres mestizos y
citadinos son generalmente de físico delicado, suave cortesía y facilidad de palabras,
y esconden bajo del guante que pule el poema la mano que derrota al enemigo.” Para
el lector poco avisado en cuanto a la ideología y retórica martianas esta parte
de su texto puede parecer sumamente desconcertante.
La interpretación de Bejel es que
el “contraste casi inconcebible” que hace Martí es que,
Como
de costumbre [este], construye una especie de “nuevo cubano” que se distancia
tanto de la decadencia de fin del siglo diecinueve (con sus implicaciones
homoeróticas) como del utilitarismo y expansionismo norteamericano; tanto de la
sensualidad de la supuesta decadencia urbana que puede llevar a una
fragmentación social como del materialismo que rechaza la cultura de la poesía
(49)
Significativamente,
Bejel, que comenta antes sobre el miedo al afeminamiento no solo de Theodore
Roosevelt, sino también de los hombres de su tiempo, parece renuente a
reconocer ese mismo miedo en el texto de Martí, a pesar de que esto no puede
estar más claro. De hecho, observa algo
que revela no la marcada y total oposición que habría de esperarse entre el
imperialista y el independentista, sino su más profunda similitud. Roosevelt,
comenta Bejel, “previno contra los efectos dañinos que podría traer el
‘afeminamiento’ en los hombres durante un período de paz: ‘The greatest danger that
a long period of profound peace offerts to a nation is that of [creating] effeminate tendencies in young men’” (énfasis
de Bejel). Semejante idea “llevó a Roosevelt a glorificar la guerra como una
manera de ‘virilizar’ a los hombres […]” (47). La visión de la guerra martiana
es indisociable de su fascinación con la hombría entera del héroe. De ahí que la guerra fue para él “necesaria” en más de un sentido. Tanto Martí como Roosevelt buscaron
resolver sus miedos, sus inseguridades, y ambos también dejaron al descubierto
los deseos que más intentaron amordazar. Si en la guerra, en la violencia de la
guerra, habría que insistir, el hombre demostraba sus virtudes masculinas, el
espacio de la guerra era también el pedernal donde las altamente cargadas relaciones
homosociales no podían sino producir aquello que ese escenario quería
exorcizar: un chispeante, intenso y siempre presente homoerotismo.[v] Martí
y Roosevelt revelan particularmente esa ansiedad en la tensión palabra-acción.
Es archisabido que Martí quiso ser poeta en actos. En su ensayo “American
Ideals,” y en términos que a muchos les recordará el Martí que aprendieron
machaconamente, Roosevelt censura “[al] especulador inescrupuloso que se eleva
a una enorme riqueza estafando al vecino,” “[al] capitalista que oprime al
trabajador; […] al hombre que en la vida pública es demagogo y corrupto.”
Entonces añade, como repitiendo a Martí:
Los
grandes escritores, que han escrito en prosa o verso, han hecho mucho por
nosotros. Los grandes oradores cuyas ardientes palabras en nombre de la
libertad, de la unión, del gobierno honesto han tañido a través de nuestros
salones legislativos, han hecho incluso más. Son los hombres que nos han hablado con los hechos y no con las palabras, los que han hecho todavía
más; o cuyas palabras han reunido su significado especial y encanto porque
vinieron de hombres que hablaron con los
hechos (13) (énfasis mío).
Y
no hay por qué asombrarse. Martí mismo lo dijo: “A un enemigo no se le puede
vencer si no se tienen las mismas cualidades que él tiene, o más.” Está
hablando del enemigo español, pero también generaliza. Y aquí precisamente está
el quid de “Vindicación de Cuba.” Sin negar su rechazo y desafío al menosprecio
imperial y colonial, Martí va incluso más allá del simple hecho de negar la
inferioridad de los cubanos. Se trata también de igualarlos con los
norteamericanos.[vi]
III
A
pesar de que la carta-respuesta “Vindicación de Cuba” está considerada como uno
de los textos canónicos y más radicales de la postura anti-anexionista de Martí
y de su crítica a los Estados Unidos, hasta ahora absolutamente nadie se había
ocupado de estudiarla a fondo, detenidamente. Marlene Pérez-Vázquez, que es
quien en apariencia le ha dedicado tiempo y trabajo al texto, se limitó a un
análisis filológico que consistió en comparar el texto publicado por Martí con
el borrador manuscrito. El análisis, nos dice, “permite constatar que ya Martí
escribe con soltura en inglés, pues son visibles sus continuas correcciones al
manuscrito” (115). Se trata de un modelo de “análisis” que evita lidiar con el
texto mismo. Ahora, bien, la razón por la que, como afirmé antes, nadie se
había ocupado con seriedad del texto martiano hasta ahora, no es solo porque no
se lo ha leído con cuidado. Tampoco se han leído los dos artículos a que
responde Martí. Solo al confrontar los textos de The Manufacturer y del New York Post, por un lado, con la
respuesta de Martí, por el otro, descubrimos aquello que estando a la vista de
todos ha permanecido, no obstante, invisible: el racismo explícito en los
análisis de los periódicos norteamericanos, e implícito – y esto solo hasta cierto punto – en la gallarda réplica
del Apóstol.
Pero
no nos apuremos.
El 16 de marzo de 1889 The Manufacturer, de Filadelfia, publicó
el artículo “Queremos a Cuba?” Pocos días después, el 21 de marzo, The Evening Post de Nueva York publicó “Una
opinión proteccionista sobre la anexión de Cuba,” y en el respaldaba la
posición de su colega en torno a la cuestión de la anexión de Cuba por los
Estados Unidos. Ese mismo día Martí escribió su réplica y la envió al periódico
neoyorkino, el cual la publicó el 25 de
marzo.
Lo primero que quiero recordar que
el asunto de las ventajas y desventajas de la anexión de Cuba era algo que ya
hacía tiempo venía debatiéndose en la prensa de los Estados Unidos. De esto se
ocupó el Sun de Nueva York, el 13 de
febrero en el artículo “One of Mr. Blaine’s Ideas” (p. 4). “Es cierto, como
señala Mr. Blaine,” dice el Sun, “que
Cuba ha sido por mucho tiempo el principal lugar de criadero de la fiebre
amarilla.” Pero “[s]i a través de la aplicación enérgica de medidas higiénicas
preventivas [Cuba] pudiera ser librada de este mal pestilente, nuestros estados
del Golfo tendrían una mayor posibilidad de
escapar de este azote…” La idea era
que las pérdidas de dinero en el Sur por la epidemia de 1888 “no se quedarían
demasiado cortas del valor que incluso los estadistas españoles le pondrían a
Cuba.” A esto el periódico añadía el lugar estratégico de Cuba en el Golfo de
México, advirtiendo que cualquiera que fuese la utilidad de comprar a Cuba
“este aumentaría notablemente después de la terminación del canal tras-ístmico,
en Panamá o en Nicaragua.” Así, “la posesión de Cuba permitiría, en tiempo de
guerra, el control de la vía interoceánica.” Otra ventaja sería que “la
iniciativa y el capital americanos estimularían inmensamente los recursos
agrícolas de Cuba.” A pesar de la asunción de que Cuba era para España un
asunto de orgullo y honor, y que por tanto no estaría dispuesta a venderla, el Sun nos dice que, según John Bigelow, el
General Prim le había ofrecido Cuba antes a los Estados Unidos por tres
millones de dólares. “En nuestras manos,” dice el periódico, “la isla saldría
barata” por esa suma. Preguntándose si Sagasta aceptaría ese trato, el Sun concluye que no podía saberse hasta
que se hiciera la oferta, y añade que lo único cierto era que había “miles de
cubanos perseguidos y saqueados a los que les gustaría que se hiciese la
oferta.” Solo un día más tarde, el Austin
Weekly Stateman, de San Antonio, publicó un artículo en el que se discutía
la anexión de Canadá y de Cuba. Allí se reportaba que recientemente un
congresista de Maine y su primo – un fabricante que tenía inversiones en el Sur
– habían hablado con Blaine sobre negocios privados, y que había salido a
relucir el asunto de la anexión. En el caso específico de Cuba, Blaine expresó:
“Si estuviéramos buscando territorio para aumentar nuestra fuerza y riqueza,
debería decir que Cuba es una isla que los intereses de Estados Unidos naturalmente
perseguirían.” El periódico de San Antonio repite los argumentos que habían
aparecido en el Sun, y termina con la siguiente opinión de Blaine: “Respecto a
su contribución a nuestra riqueza, Cuba, en las manos del pueblo yanqui – y con
esto quiero decir la raza americana, ahorrativa, enérgica, inventiva – añadiría
inmensamente a nuestra propiedad. Es una tierra fértil, y, bajo el control de
una fuerza de trabajo especializada, sin duda sus recursos productivos se
duplicarían un cien por ciento” (“Annexation of Cuba” 9).
No hay que extrañarse de que al
mismo tiempo que se discutía públicamente la anexión y la compra de Cuba, los
periódicos también buscaran estimular el interés del público estadounidense en
Cuba, y sobre todo en La Habana. En este contexto, y un día antes de que
apareciera la réplica de Martí, es decir, el 24 de marzo, The Pittsburgh Dispatch de Pensilvania publicó la crónica “Always
Afternoon.” Lo más interesante de la crónica es la relación de continuidad que
sugiere entre Cayo Hueso y La Habana, de la que emerge una pintura bastante
homogénea y etnocéntrica del cubano. Así, el Cayo “es en todas las apariencias
una ‘parte extranjera’ [de Estados Unidos] como Cuba o Nueva Zelandia.” La
facilidad con que se cruza a La Habana cualquier día, “y el resultado es que la
isla que poseemos sea un asilo para los políticos cubanos.” Allí hay “un pueblo
compacto de casas incómodas que albergan de 15 000 a 20 000 personas, y menos
de la mitad son ciudadanos de Estados Unidos, y los cubanos restantes son mayormente
refugiados políticos o fugitivos de la justicia.” También “la mayor parte de
los ahorros de los tabaqueros de Cayo Hueso son dedicados a la causa de la
independencia cubana, y son recolectados regularmente cada día de pago por los
‘delegados ambulantes.’” En Cayo Hueso, continúa el cronista,
el
verano es perpetuo, y al mediodía todas las almas están dormidas. Los cocoteros
cabecean soñolientos y las grandes hojas de plátano se mustian bajo el peso del
aire. El sol dora los suaves troncos de las palmas, el zumbido de los insectos
es silenciado por el tabaquero que canta en el trabajo mientras la neblina de
la mañana cae sobre la tierra, busca el abrigo de las bajas cejas de los
techos, fuma su cigarro, sorbe su café y se echa a tomar una siesta. La gente
comparte el dormir entre el día y la noche. Trabajan temprano en la mañana y en
las horas del atardecer, entregan sus noches al placer y el mediodía al
descanso” (“Always… 10).
A
pesar de que la jurisdicción indica que el Cayo es territorio norteamericano,
todo lo demás – la actividad revolucionaria de los cubanos, el trasiego con La
Habana, la ciudadanía no americana de menos de la mitad de sus habitantes, y a
lo que se añade la geografía – sugiere que es un espacio extranjero con relación a los propios Estados Unidos. Más aún, no
se trata de una extranjería cualquiera, sino del exotismo tropical de Cuba. En
marcado contraste con la energía y la productividad de la raza americana que
soñaba con comprar o anexarse a la isla y ponerla a producir, el Cayo simboliza
el sopor, la inactividad, la modorra del pueblo cubano. Hasta tal punto es así
que podría decirse que es aquí donde reside en última instancia la marca de su
radical otredad respecto a los Estados Unidos. Su modorra, como puede verse,
está asociada a la decadencia: las hojas de plátano que se mustian, la
soñolencia, el cabeceo. En el Cayo, se sugiere, todo es suave, pasivo incluso.
Y el activismo político de los cubanos, que podría asociarse con el vigor, la
constancia y, por supuesto, con los valores masculinos, aparece enredado a la
actividad criminal y a la anarquía social: el cronista no alcanza a distinguir
al refugiado político del perseguido por la justicia. Significativamente Cayo
Hueso se parece más a lo que el cronista llama “la Cuba de la imaginación.” Al
llegar a La Habana descubre que la Cuba real no estaba “llena de bellas
mujeres, plátanos y lujo sensual.” Por el contrario, “no hay perpetuo verdor” y
“la mayor parte de la isla es un pelado arrecife de arena.” Porque, “fuera de
los jardines botánicos y siempre exceptuando las palmas, no hay en Cuba un
árbol suficientemente grande […] que pueda pasar la inspección en Maine o
Minesota. Los cañaverales son descritos como “secos y polvorientos.” En efecto,
para describir la isla, e incluso la ciudad, el autor usa términos como “pantanos inaccesibles,” “ríos turbios,” y
afirma que “los pájaros más hermosos de La Habana son los buitres.” Al igual
que de Cayo Hueso, de La Habana dice el cronista que es un verano perpetuo: “El verano dura todo el año, y el suelo es más
rico que en cualquier otra región del globo.” También como Cayo Hueso, La
Habana aparece como un espacio de ocio y placer: “Todo el mundo disfruta en La
Habana, porque el dolce far niente es el mejor lugar del mundo. La pereza no es
solo respetable, sino un asunto de educación.” La meta principal de un hombre,
afirma el cronista, es “tomar las cosas con calma” y “evitar el calor.” Su
conclusión es que “cualquier yanqui podría bajar aquí y enseñarle a esta gente
como lograr lo que quiere ahorrándose la mitad de los problemas que esto le
cuesta, pero nunca aprenderían. Tienen todo tal como lo tenían sus antepasados
en el Sur de España, y no han hecho ningún cambio en 300 años.”
La
crónica no sugiere, sino indica que los cubanos – donde quiera que estén, y
sobre todo en la isla – son perezosos, han heredado y asimilado el atraso de
España, no les importa el desarrollo de Cuba, y son francamente sucios. En
contraste con esto, poseen el suelo más rico del mundo, y ni aún si la raza
superior del yanqui quisiera enseñarles a ser limpios, productivos y modernos,
no aprenderían. Lo que se sigue de esta pintura racista y etnocéntrica es que
los Estados Unidos podrían beneficiarse con la anexión de Cuba, puesto que dada
la naturaleza de los cubanos la independencia no cambiaría nada. Además, como
dije antes, la marcada oposición entre la raza yanqui y la cubana está
atravesada a su vez por la igualmente dispareja identidad sexual. La raza
estadounidense posee la iniciativa, la independencia, la fuerza, la actividad,
es decir, los rasgos considerados típicamente como “masculinos.” Los cubanos,
por el contrario, son pasivos, aceptan la dominación, se entregan
voluptuosamente al placer y no al trabajo, y si cultural e históricamente seguían
sometidos a España, no menos lo estaban a la naturaleza “indolente” del
trópico. El fatalismo implícito en la dependencia del carácter de la naturaleza
es, probablemente, el significante del “afeminamiento” de los cubanos.[vii]
Debo
señalar que alrededor de los comentarios racistas y que cuestionaban la masculinidad
de los cubanos – más explícitamente en unos casos que en otros – giraban las
objeciones a la anexión de Cuba. El 12 de febrero de 1888 el New York Daily Tribune publicó un
extenso comentario del libro The English
in the West Indies, del inglés James Anthony Froude. Aunque se trataba de
un libro de viaje, Froude trató extensamente en él el asunto de la unión o
anexión de las Indias Occidentales. El corresponsal del Tribune en Londres
observó que “[e]n el presente libro [Froude] se ocupa menos directamente del
continente Americano, pero son numerosas sus referencias a la República. Las
Indias Occidentales están lo suficientemente cerca al continente Americano como para hacer la opinión Americana un
factor en su futuro” (énfasis mío). Esta importancia explica el título
escogido por el corresponsal del Tribune:
“Mr. Froude on America.” Respecto a Cuba, dice el corresponsal:
Mr. Froude piensa que nuestra
negativa a tener que decirle algo a Cuba es una política sensata:
“Los Americanos miraron a la isla
que está situada tan tentadoramente
cerca de ellos, pero fueron sabios en su época. Reflexionaron que introducir en
la república anglo-sajona tan insoluble un elemento como un millón de españoles
católicos romanos, ajenos en la sangre y en el credo, con un medio millón de
negros para aumentar la oscura inundación que ya corre demasiado llena entre
ellos, sería invitar una indigestión de serias consecuencias.”
Y otra vez:
“Puede que América encuentre que no
está en sus intereses anexarse estas islas, pero puesto que les ordenó a los
franceses marcharse de México, y los franceses obedecieron, el sentimiento
universal es que en ese lado del Atlántico ella sea el árbitro supremo de sus destinos” (“Mr. Froude…12) (énfasis mío).[viii]
Como
puede verse hasta aquí, para los Estados Unidos los aspectos positivos de la
anexión eran la ubicación geográfica y por tanto el valor estratégico de Cuba,
así como las riquezas que prometía la explotación de la isla, y finalmente que
la eliminación de la fiebre amarilla protegería a los estados del Sur de nuevas
pérdidas. Mientras tanto, los factores negativos eran puramente racistas,
puesto que en realidad no se distinguía mucho entre negros y españoles, y
tampoco entre españoles y cubanos.[ix] Esto
explica la idea de americanizar completamente a la isla, y a lo que
Martí se opone resueltamente en “Vindicación de Cuba.” Por otra parte quiero
insistir en que el debate se producía en medio del incesante recordatorio de la
doctrina del destino manifiesto.[x]
Más aun, la discusión sobre la anexión de Cuba ganaba en esos momentos un
impulso notable. Así, el Pittsburgh
Dispatch (Pensilvania) repostaba el 21 de febrero de ese mismo año de 1888
que “[l]a conversación sobre la anexión no ha estado tan de moda como lo está
en el presente, con muchas revistas y políticos, desde los días cuando se quiso
Cuba para la extensión de la esclavitud, y los filibusteros de Walker
invadieron la América Central.”[xi]
El periódico de Pensilvania añadía que “es un hecho que la población de Cuba,
de Nicaragua o del Sur de California sería, decididamente, una adición indeseable a nuestra ciudadanía”
(énfasis mío). No quiero que se pierda de vista, ni por un instante – aunque sea
esto lo que nos interesa aquí – que cuando Martí publica su respuesta a la
prensa norteamericana, no era solo la anexión de Cuba lo que estaba en
discusión. Es más, la de Canadá era una de las más discutidas en ese momento.
Entonces, el comentario del Pittsburgh
Dispatch de que, a diferencia de los
mencionados antes, Canadá “es el más cercano
a nosotros en ambas cosas, en la locación y en las cualidades de inteligencia y auto-gobierno de su pueblo” (4) (énfasis mío) deja más que en claro
la índole racista de la discusión. Incluso tres días antes de que The Manufacturer de Filadelfia publicara
su artículo “Queremos a Cuba?” el Saint
Paul Paul Globe de Minesota reportó que el senador Hampton declaró que
estaba a favor de la anexión de Cuba, añadiendo: “Queremos esa isla con el
propósito de que nos permita establecer una
colonia para algunos de nuestros negros” (“Some Side Remarks” 1) (énfasis
mío).[xii]
Por su parte The Indianapolis News
declaraba el mismo 19 de marzo que “[t]ales dependencias como Nuevo México o
Cuba, o cualquiera de las colonias hispano-americanas, tienen demasiado de su
carácter original para hacer de ellos deseables asociados para un grado más elevado
de civilización” (“Our Use…” 2).[xiii]
No menos importante es el hecho de que en estos mismos días el expresidente
Cleveland hizo un viaje a Cuba y fue agasajado por las autoridades coloniales,
hecho que la prensa conectó al deseo anexionista: “El expresidente Cleveland y
miembros de su ex gabinete se han ido en un viaje de juerga a Cuba. Sin duda se
están preparando para hacer de la anexión de Cuba la tónica del discurso de la
campaña demócrata en 1892” (The Council
Grove Republican, 22 de Marzo de 1889, p. 4). El 24 de marzo que a su
llegada a La Habana Cleveland había sido ovacionado por los cubanos.[xiv]
En
conclusión, la visión racista de los Estados Unidos sobre Cuba estuvo todo el
tiempo presente, y en el centro, del debate sobre la anexión. Y como ha podido
verse, este fue el caso lo mismo si se apoyaba o se rechazaba la idea de
anexarse a Cuba. ¿Por qué resulta de la mayor importancia no olvidar esto?
Porque los dos artículos a los que respondió “Vindicación de Cuba” presentaron
una visión de Cuba visceralmente racista de Cuba. De ahí que el silencio de
Martí al respecto – y no solo ese silencio; también la respuesta, como veremos
– sea a su vez revelador del racismo de su carta. Pero hay todavía que añadir
que, mal que nos pese, Martí era quien menos podía defendernos, pues tanto el
artículo de The Manufacturer como el Evening Post no hicieron otra cosa que
darle una cucharada de su propia medicina. Lo primero, entonces, es volver a
esos artículos que sacaron de quicio a Martí.
IV
Todos
los que han celebrado “Vindicación de Cuba” lo han hecho en atención al
supuesto radical anti-anexionismo, patriotismo y sobre todo de la defensa viril
y pública de Cuba con que Martí habría refutó la difamación de los cubanos en
dos artículos publicados sucesivamente por un periódico de Filadelfia y otro de
Nueva York. Que yo sepa, en ningún caso los elogios tributados al texto
martiano nos han ofrecido un análisis cuidadoso que contrastara lo expresado en
dichos artículos con la respuesta de Martí. Al llevar a cabo esa tarea,
demostraré que la crítica – para no variar – ha ido profundamente descaminada.
Comencemos
por el artículo “¿Queremos a Cuba?” Debe advertirse que aquí se empieza
hablando de territorios: Cuba, España, Estados Unidos. En esta primera parte se
celebran la isla desde el punto de vista de las ventajas que su posesión les
traería a los Estados Unidos; no lo que esto podría significar para Cuba misma.
Las ventajas de codiciarla son claras, y desde el principio se las presenta explícitamente
vinculadas al deseo: “es la más
espléndida de las Antillas;” tiene “las bahías más hermosas de toda esa región;”
“[s]u capacidad productiva no es
aventajada por la de ninguna otra porción del globo terráqueo;” “[s]u
tabaco es el mejor del mundo. Es el suelo favorito de la caña” (énfasis
mío). La descripción de la Isla es ambas cosas, bursátil y sensual. Los superlativos
realzan su excepcionalidad, y resulta casi imposible no recordar esa manzana
que, por su propio peso, no podía sino caer en las manos yanquis. Justo porque,
más que deseable, Cuba es el significante mismo del deseo colonial, su
maravilla aparece asediada por el ardor anexionista: “La nación que la posea
tendrá el señorío casi exclusivo de las avenidas a cualquiera de los canales
interoceánicos.” Esta declaración despeja cualquier duda sobre la inutilidad
del sueño independentista, puesto que si no son los Estados Unidos, se sugiere,
la poseerá otra nación. No obstante,
resulta obvio que la intención de The
Manufacturer es dejar en claro que solo Estados Unidos poseerían a Cuba,
para lo cual se invoca el fatalismo geográfico: “Está tan cercana a la Florida,
que la Naturaleza parece indicar su afiliación a la nación que domine este
continente.” Ni siquiera es necesario que la deseen los Estados Unidos: por su
propia (dis)posición geográfica Cuba ya ha elegido pretendiente. El discurso
colonial, convencionalmente hablando feminiza a la isla, al afirmar su posesión
total con una imagen en la que las ganancias del mercado norteamericano se
perfilan en el horizonte de la violación: “Abriremos
además un nuevo y gran mercado para todo lo que ahora producimos, y ese mercado
estará enteramente en nuestro poder. Podemos
hacer con él lo que nos plazca” (énfasis mío). Es la oposición entre lo cerrado y lo abierto, entre el chingón y la chingada de que habla Octavio Paz en
“Los hijos de la Malinche.”
Hasta aquí – y hay que insistir en
esto – The Manufacturer se refiere a
Cuba como si se tratara de un territorio vacío de cualquier cosa que no sea su
propia riqueza, su locación geográfica. Esta es una isla despoblada. Pero no por mucho tiempo.
Cuba se puebla súbitamente cuando
aparecen los inconvenientes de la anexión. Seamos más precisos: la única
inconveniencia de anexarse a Cuba radica en su población. Y no es ciertamente
un detalle de menor importancia que, a pesar de toda la rapiña colonial manifiesta
en el deseo anexionista, lo que parece sacar de paso a Martí es que los Estados
Unidos no nos consideren dignos de la anexión. Al principio mismo de su carta
respuesta, Martí afirma que no le interesaba discutir ese asunto: “No es éste
el momento de discutir el asunto de la anexión de Cuba” (“Vindicación…”) Uno
podría, tendría que preguntarse, si no era este el momento para discutir ese asunto – y recuérdese que por aquel
entonces, como dijo uno de los periódicos, ya había una fiebre de anexión – ¿cuándo entonces? ¿Era posible acaso disociar
“el asunto de la anexión” de la “ineptitud” de los cubanos para ser anexados a
los Estados Unidos? Esta es una de las preguntas que me propongo responder, y
adelanto mi hipótesis: la respuesta de Martí revela que su posición no era, en
verdad, tan rotundamente anti-anexionista como se ha pretendido hasta ahora.
Como decía, pues, la anexión
aparece como indeseable tan pronto como se habita la isla, pero – hay que
advertirlo – no de cubanos
estrictamente hablando. The Manufacturer
no habla de cubanos a secas como se infiere de la respuesta de Martí, y como
han creído los estudiosos, quienes en su mayor parte se contentan con leer solo
a Martí; y ni siquiera con esto.
El periódico de Filadelfia dice,
no que los cubanos, sino que la población
de la isla “se divide en tres clases:” “españoles, cubanos de ascendencia
española, y negros.” Es decir, en Cuba no hay blancos. Como expliqué antes,
para los Estados Unidos los españoles
no eran blancos. De ahí que según el
periódico de Filadelfia ellos “están probablemente menos preparados que los
hombres de ninguna otra raza blanca
para ser ciudadanos americanos” (énfasis mío). Esto se explica, por el
estereotipo del español como – y cito al periódico – “fanático,” y por tanto incapaz
de razonar y de pensar; así como atrasado. Entonces, claro, al no hablarse de cubanos, sino de “cubanos de ascendencia española,” se infiere que tampoco son blancos. Añádanse los negros y
enseguida se echa a ver eso en que he insistido hasta aquí: los debates sobre
la anexión – y no solo la de Cuba – fueron, ante todo, inequívocamente racistas. Si no se entiende esto tampoco
se puede ver el racismo de la
respuesta de Martí.
Cuando el artículo pasa a
describir a los cubanos no podemos
olvidar que ya se nos había dicho que eran de “ascendencia española.” Como dice
The Manufacturer, tienen “los
defectos de los hombres de la raza paterna.” Por eso es importante señalar que
muchos de los rasgos de esos cubanos son los que también se les atribuían a los
negros: “[n]o se saben valer, son perezosos, de moral deficiente, e incapaces
por la naturaleza y la experiencia para cumplir con las obligaciones de la
ciudadanía en una república grande y libre.” Son igualmente indolentes. Por esto el artículo
consideraba un desatino “darles la misma suma de poder que a los ciudadanos libres de nuestros Estados del
Norte” (énfasis mío). La oposición es importante: esos cubanos
descendientes de españoles estaban muy
cerca de los negros del Sur. Y para sumar abyección a la abyección, The Manufacturer afirma que, en cuanto a
los negros, además de estar “claramente al nivel de la barbarie,” “[e]l negro
más degradado de Georgia está mejor preparado para la Presidencia que el negro
común de Cuba para la ciudadanía americana” (“¿Queremos a Cuba?”). De modo que
la ineptitud política, la incapacidad para la ciudadanía, e incluso el
“afeminamiento” de los cubanos se explica, ante todo, y por encima de todo,
porque no son blancos. El cuadro
denigrante surge de la mirada racista.
Cuando The Evening Post ratifica lo expresado en ¿Queremos a Cuba? se apoya, como cabía esperar, en los mismos
postulados racistas. Por eso, en primer lugar, cita en extenso la descripción
de los españoles y de los cubanos de ascendencia española que
leímos en The Manufacturer. En cuanto
a los negros, expresa: “Todo esto lo reiteramos con énfasis nosotros, y aun se puede añadir que si ya tenemos
ahora un problema del Sur que nos perturba más o menos, lo tendríamos más
complicado si admitiésemos a Cuba en la Unión, con cerca de un millón de
negros, muy inferiores a los nuestros en
punto a civilización” (énfasis mío).
No creo que en este punto le quede
alguna duda al lector que era imposible que una respuesta adecuada a los dos
artículos no podía dejar de censurar su ostensible racismo. Pero Martí, que no
creía que ese era “el momento de discutir el asunto de la anexión de Cuba,”
evidentemente tampoco pensó que ese era el momento de discutir el problema negro. Esto resulta más
chocante si se quiere, por la disposición de Martí a no poner en duda la
integridad, ni el amor a Cuba de los anexionistas: “Hay cubanos que por móviles
respetables, por una admiración ardiente al progreso y la libertad,
por el presentimiento de sus propias fuerzas en mejores condiciones políticas,
por el desdichado desconocimiento de la
historia y tendencias de la anexión, desearían ver la Isla ligada a los
Estados Unidos” (“Vindicación…”). Los anexionistas se equivocan por lo que
desconocen, pero si el móvil de sus ideas sobre Cuba era “una admiración ardiente
al progreso y la libertad,” uno puede decir que tal vez no había diferencias de
fondo entre el anexionista y el independentista. ¿O sí?
¿Por qué Martí guarda silencio
ante los ímpetus racistas de The
Manufacturer y del Evening Post?
Lo que es más importante todavía, ¿por qué no defendió - ¡como debió haberlo
hecho! – al negro cubano? Porque, como dije antes, y como lo vio acertadamente
Pérez Firmat, la defensa de Cuba y de los “cubanos” que emprende Martí era,
ante todo, la de sí mismo. Y él, claro, no
era negro. Natural que no se ocupara de los negros. No vaya a pensarse, sin
embargo, que es solo en este silencio en lo que se basa mi argumento de que
“Vindicación de Cuba” es un texto racista. Como veremos en seguida, tal
“silencio” es solo aparente: Martí sí
habla sobre los negros.
Ha llegado el momento de entrar a
fondo en “Vindicación de Cuba.” Para comprender la índole racista del texto, lo
primero que tenemos que hacer es observar cómo pinta Martí a los cubanos para
refutar a los periódicos yanquis: “los que por su mérito reconocido como científicos y comerciantes, como empresarios
e ingenieros, como maestros, abogados, artistas, periodistas, oradores y poetas, como
hombres de inteligencia viva y actividad poco común” (énfasis mío). Recordemos,
para empezar, que Martí mismo era casi todo eso: maestro, abogado, artista,
periodista, orador y poeta. En segundo lugar, basta un vistazo a esas
profesiones para percatarnos enseguida de que eran – con las usuales
excepciones – profesiones de blancos.
En este contexto, la aclaración de Martí es reveladora: “No somos los cubanos
ese pueblo de vagabundos míseros o pigmeos inmorales que a The Manufacturer le place describir; ni el país de inútiles
verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio…” El periódico de
Filadelfia no habla de “vagabundos míseros o pigmeos inmorales,” y menos de
“inútiles verbosos.” Hay que decir que, puesto que el periódico de Filadelfia
no denigra meramente a los cubanos por ser cubanos, sino por no ser blancos, lo
que Martí dice que los cubanos – ni él, en primer lugar – no son un pueblo de
negros. Digo él en primer lugar porque la invención de “inútiles verbosos”
indica que Martí tomó la ofensa como una ofensa personal, dirigida a él.
Doblemente personal, puesto que él era también Cuba. La picazón de ese ataque
que nunca se hizo – “inútiles verbosos” – nos recuerda su obsesión con ser poeta en actos, o dicho de otra manera,
no ser un inútil verboso.
Pero lo más sorprendente – al
menos para quienes creen en el amor absoluto de Martí por la Isla - es que el
Apóstol termine dándole la razón a The
Manufacturer y al Evening Post:
porque
nuestro gobierno haya permitido
sistemáticamente después de la guerra el triunfo de los criminales, la ocupación de la ciudad por la escoria del pueblo, la
ostentación de riquezas mal habidas
por un miríada de empleados españoles
y sus cómplices cubanos, la conversión de la capital en una casa de
inmoralidad (“Vindicación…”) (énfasis mío).
Martí
se refiere al gobierno colonial como “nuestro gobierno,” admisión que, desde
luego, compromete su gallarda defensa de los cubanos. Coincide en que españoles
y cubanos han convertido la capital “en una casa de inmoralidad.” Sí,
especifica que es una miríada, pero ¿qué decir de ese pueblo habanero que Martí
hunde en la escoria? Aquí salen dos
cosas: en primer lugar, la repulsión que la ciudad le inspiraba a Martí (aunque
menos Nueva York que La Habana). En segundo lugar se trata de la visión de Cuba
como un espacio que tenía que ser saneado por la guerra. La guerra necesaria –
necesaria sobre todo para Martí – fue una guerra higienista, y que anticipó los trabajos de limpieza del
ejército interventor. Solo que la limpieza de Martí, por tratarse de una
limpieza moral era más de temer.
Observemos
que Martí se defiende él más que a
los cubanos, del insulto de afeminado: “porque nuestros mestizos y nuestros
jóvenes de ciudad son generalmente de cuerpo delicado, locuaces y corteses,
ocultando bajo el guante que pule el verso, la mano que derriba al enemigo, ¿se
nos ha de llamar, como The Manafacturer
nos llama, un pueblo “afeminado”? (énfasis mío). ¿Qué entiende Martí aquí por mestizos? No ciertamente la negritud,
puesto que esos “mestizos” y los “jóvenes de ciudad” usan guante y pulen el
verso. Se trata, pues, más bien, de esos “cubanos de ascendencia española” que
menciona The Manufacturer. Lo que no
podemos obviar es que, otra vez, la descripción de esos jóvenes calza con la de
Martí: “cuerpo delicado, locuaz, cortés.” Ahora bien, más importante es la
explícita diferenciación entre esos “mestizos” y “jóvenes de ciudad,” por un
lado, y la “escoria del pueblo” y la ciudad como “casa de inmoralidad,” por el
otro. Esa estratificación, hay que decirlo, no es solo de clase y de posición
social; es también racial; o para ser más franco, racista. En efecto, no hay que olvidar que Martí está hablando de
los héroes de la Guerra de los Diez Años:
Esos
jóvenes de ciudad y mestizos de poco cuerpo supieron levantarse en un día
contra un gobierno cruel, pagar su pasaje al sitio de la guerra con el producto
de su reloj y de sus dijes, vivir de su trabajo mientras
retenía sus buques el país de los libres en el interés de los enemigos de la
libertad, obedecer como soldados, dormir en el fango, comer raíces, pelear diez
años sin paga, vencer al enemigo con una rama de árbol, morir — estos hombres
de diez y ocho años, estos herederos de
casas poderosas, estos jovenzuelos de color de aceituna — de una muerte de
la que nadie debe hablar sino con la cabeza descubierta; murieron como esos
otros hombres nuestros que saben, de un golpe de machete, echar a volar una
cabeza, o de una vuelta de la mano, arrodillar a un toro. Estos cubanos
“afeminados” tuvieron una vez valor
bastante para llevar al brazo una semana, cara a cara de un gobierno despótico,
el luto de Lincoln (“Vindicación…) (énfasis mío).
“Herederos
de casas poderosas,” vendieron “[su] reloj” y “sus dijes.” En esa guerra no
pelearon negros. De un plumazo Martí blanqueó
la guerra de los Diez Años. Y en esa guerra pintada con lechada, al final, se
inserta su patético gesto que iguala con el heroísmo de los que pelearon de
verdad: “Estos cubanos “afeminados” tuvieron una vez valor bastante para llevar al brazo una semana, cara a cara de un
gobierno despótico, el luto de Lincoln.” Pero hay más:
las
mujeres de estos “perezosos”, “que no se saben valer”, de estos enemigos de
“todo esfuerzo”, llegaron aquí recién
venidas de une existencia suntuosa, en lo más crudo del invierno: sus
maridos estaban en le guerra, arruinados, presos, muertos: la “señora” se puso
a trabajar; la dueña de esclavos se convirtió en esclava
(“Vindicación…”).
Aquí
tenemos una de las pruebas más palpables del racismo que alienta en
“Vindicación de Cuba.” No se trata solo de que los sacrificios y los logros que
celebra sean los de los blancos acaudalados, sino de que dando muestras del más
elemental sentido de justicia, Martí se atreva a equiparar el “sacrificio” de
la señora que tiene que trabajar, con
la el trabajo esclavo. ¿Y qué trabajos hizo esa señora que la convirtieron en
esclava?: esa señora “se sentó detrás de
un mostrador; cantó en las iglesias; ribeteó ojales por cientos; cosió
a jornal; rizó plumas de sombrerería”
(“Vindicación…”).
El
puntillazo final lo dan los ejemplos de cubanos con que Martí se defiende y
defiende a los suyos: todos blancos; ninguno pobre. Y casi todo verdaderos
hombres de fortuna. Porque, además, se le olvidaron las mujeres. La lista
empieza con Heredia, cantor del Niágara. Y sigue: “Un cubano, Menocal, es jefe
de los ingenieros del canal de Nicaragua.”
Martí
se refiere a Aniceto García Menocal que salió de Cuba hacia los Estados Unidos a
estudiar en una universidad privada: el Rensselaer Polytechnic Institute (Troy,
Nueva York), que fue fundado en 1824. Se graduó en 1862 y regresó a La Habana
donde trabajó, primero como ingeniero asistente, y más tarde como jefe de
ingenieros en la construcción de la planta de tratamiento de agua. En 1872
entró en el servicio del Departamento de Marina de los Estados Unidos. Fue
nombrado jefe de ingenieros de todas las inspecciones en Nicaragua. Cartografió
las dos posibles rutas para un canal interoceánico. Fue invitado a Francia en
1880 y fue uno de los pocos delegados estadounidenses de los que se les pidió
hablar en el Congres International d’Etudes du Canal Interoceanic.
Pues
bien, solo unos años de publicar “Vindicación de Cuba,” en 1885, para ser más
exactos, en Carta a La Nación de
Buenos Aires, Martí menciona “un sistema de tratados comerciales o convenios de
otro género, la ocupación pacífica y decisiva de la América Central e islas
abyacentes por los Estados Unidos” (OC
2, 322). Martí pasa a censurar a “los hombres activos” de “nuestros países de
América” por
su
“inmoderado deseo […], de desarrollar, a
costa aún de la libertad futura de la Nación, sus riquezas materiales, así
Nicaragua […], ha contratado con el gobierno de Estados Unidos la cesión, punto
menos que completa, de una faja de territorio que de un Océano a otro cruza la
República, para que en ella construya el gobierno norteamericano y mantenga, a
su propio costo, un canal, con fortalezas
y ciudades de los Estados Unidos en ambos extremos, sin más obligación que
una reserva de derechos judiciales en tiempo de paz a las autoridades
nicaragüenses, y el pago de una porción de los productos líquidos del canal, y
de las propiedades que fincan en el territorio cedido al gobierno
norteamericano (323) (énfasis mío).
Menocal,
ese cubano de que se enorgullece Martí en 1889, no sólo era blanco, ciudadano
norteamericano y oficial de la Marina de Estados Unidos, sino que fue también,
en efecto, el impulsor de la construcción de ese canal, además de haber
cartografiado él mismo el terreno. La construcción del canal provocó por otra
parte una disputa entre Costa Rica y Nicaragua, hecho al que se refiere Martí,
en sus “Notas sobre Centro América,” para añadir a continuación: “Sabido es que
el Sr. Menocal, el ingeniero americano, acaba de firmar con Nicaragua un
contrato para la construcción del canal de Nicaragua” (OC2, 546).
Hay dos cuestiones que quiero
señalar. Primero, en “Vindicación de Cuba,” Martí reclama como cubano y encomia el papel protagonista
del ingeniero Menocal en una empresa imperial y, si se quiere, casi
anexionista. Segundo, Martí sabía – como puede verse – que Menocal era
ciudadano naturalizado estadounidense. Así, en un texto supuestamente anti –
anexionista, la exaltación de Menocal desdibuja la diferencia entre las
identidades cubana y estadounidense, comprometiendo de hecho el supuesto
anti-anexionismo martiano. Así, en un artículo publicado el 17 de diciembre de
1884 The World (Nueva York) cita un
editorial en el que se afirma que el canal “es prácticamente el paso más
radical que se haya dado por nuestro gobierno en el mantenimiento de la
doctrina Monroe” (“Canal Treaty Prospects” 1). El artículo expresa que Menocal
tenía esperanzas de que “el tratado nicaragüense sería ratificado, el canal lo
construyeran y lo controlaran los Estados Unidos.” Y añade: “La compañía que
tenía la concesión, dijo el Sr. Menocal, estaba compuesta totalmente por
ciudadanos americanos.”
Entre los cubanos destacados,
Martí menciona también a [Francisco Javier] Cisneros, quien “ha contribuido
poderosamente al adelanto de los ferrocarriles y la navegación de ríos de
Colombia” (“Vindicación…”). En el site de la Biblioteca Virtual Luis Ángel
Arango, de Colombia, hay una página dedicada a Cisneros donde leemos:
Con 38 años cuando llegó a Antioquia en 1874 a encargarse del trazado
y construcción de su ferrocarril, Cisneros poseía una personalidad decidida y
valerosa, a la que no arredraban ni las fieras ni los miasmas deletéreos del
trópico, pero tampoco las más feroces fieras y tormentas de la política local,
pues venía respaldado por una gran
escuela ingenieril norteamericana, curtido profesionalmente con diez años
de experiencia ferroviaria y con las cicatrices aún frescas de su participación
en una revolución inconclusa. Nacido en Santiago de Cuba, su abuelo militar y
su padre abogado le posibilitaron económicamente estudios de ingeniería civil
en la Universidad de La Habana y una especialización en el ya famoso Rensselaer
Polytechnique Institute de Troy, Estados Unidos. De regreso a Cuba en 1858,
ejerció como director y administrador de ferrocarriles de la Isla durante diez
años, al cabo de los cuales la vida de Cisneros dio un viraje súbito al
consagrarse de tiempo completo a la causa revolucionaria anti-española,
encargándose de la dirección del periódico independentista El País y participando en las actividades preparatorias de la
conspiración de Yará, en 1868. Perseguido de cerca por los españoles, huyó
hacia New York, donde adoptó la ciudadanía estadounidense como rechazo a la
hispánica, organizó siete expediciones revolucionarias a la Isla, la mayoría
exitosas, e incluso publicó el libro Verdad
histórica de los sucesos de Cuba.
Incansable en la búsqueda de recursos para la causa, hizo su primer
contacto con Colombia en 1870, donde reclutó cerca de sesenta voluntarios en el
Estado Soberano del Cauca, con quienes se embarcó hacia Cuba. Pero así como fue de inesperada su adhesión a la
revolución, así lo fue su abrupta ruptura con ella, en 1871, recuperando
Cisneros su primitiva vocación. Quien llega a Antioquia en 1874 no es, pues, el revolucionario, sino el
ingeniero ferroviario, quien agradecido con Colombia y sinceramente ansioso
de ayudar a su progreso material, sin
descartar anhelos de fortuna propia, lejos estaba de sospechar que su
presencia desataría una verdadera revolución en las comunicaciones y
transportes colombianos.
…………….
Cuando en 1898 Cisneros abandonó el país, su fama era inversamente proporcional a su fortuna. En Antioquia,
era ya considerado un "héroe del trabajo", ideal anhelado para
reemplazar a los héroes militares. Mientras descendía, enfermo, por el
Magdalena, llegó a Puerto Berrío, sitio de su primer éxito y de cuyos pantanos
debió ser sacado tres veces agobiado por las fiebres tercianas. Quizá
entreviera que su ecuación de los ferrocarriles colombianos estuvo mal
planteada: en vez de empezar desde la inhóspita manigua hacia las frescas
sabanas, debió haber procedido al revés, reduciendo riesgos económicos y
naufragios morales. No obstante, la eponimia de la técnica en Colombia lo
recompensó manteniendo viva hasta hoy su memoria, al darle su nombre no sólo a
una plaza de Medellín, con su estatua, sino también a dos municipios situados
en las líneas férreas de Buenaventura a Cali y de Puerto Berrío a Medellín. Aún
le quedaban a Cisneros energías para reencontrarse con su pasado
revolucionario, pues ya en New York apoyó a los independentistas cubanos con
fondos propios y en misiones secretas ante el gobierno norteamericano. No pudo,
sin embargo, ver el triunfo de la revolución, pues murió hace cien años, el 7
de julio de 1898, en la metrópoli neoyorkina.
Si Menocal era yanqui, Cisneros
era prácticamente colombiano. Y se había
naturalizado ciudadano norteamericano.
Martí también menciona a Manuel Márquez Sterling, de quien dice que “otro
cubano, obtuvo, como muchos de sus compatriotas, el respeto del Perú como
comerciante eminente.” Martí pudo haberse acordado de José White, y de Brindis
de Salas, pero en el momento de responderles a los yanquis solo se acordó de
“cubanos” blancos y ricos. También podría decirse que buscó sus hombres entre
aquellos que, mayormente, se habían hecho ciudadanos norteamericanos y/o se
habían formado en los Estados Unidos, e incluso servido en la empresa imperial,
como Menocal. Y todavía queda otra perla del racismo, e incluso del anexionismo
solapado de “Vindicación de Cuba:”
Estamos “incapacitados por la naturaleza y la experiencia para cumplir
con las obligaciones de la ciudadanía de un país grande y libre”. Esto no puede decirse en justicia de un
pueblo que posee — junto con la energía que construyó el primer ferrocarril en los
dominios españoles y estableció contra un gobierno tiránico todos los recursos
de la civilización — un conocimiento realmente notable del cuerpo político, una
aptitud demostrada para adaptarse a sus formas superiores, y el poder, raro en las tierras del trópico, de
robustecer su pensamiento y podar su lenguaje (“Vindicación…”) (énfasis mío).
Como puede verse, Martí dice que no puede decirse de los cubanos que
están “incapacitados por la naturaleza y la experiencia para cumplir con las
obligaciones de la ciudadanía de un país grande y libre.” Cita, con mínimos
cambios, de “¿Queremos a Cuba?”[xv] Es
decir, que sí somos aptos para formar
parte de la Unión americana. Pudo haber dicho que no lo necesitábamos, incluso
que no queríamos ser un estado de los Estados Unidos. Pero en lugar de ello,
dejó ahí la huella anexionista. Y para reafirmarlo tuvo a buen cuidado afirmar
la naturaleza excepcional de la inteligencia y capacidad del cubano, raros,
según él “en las tierras del trópico.” O sea, somos más blancos, e incluso más norteamericanos
– menos caribeños, tropicales – de lo que pensaban los periodistas yanquis.
¿Por qué extrañarnos? En su última
entrada en Nueva York, en 1894, en el “Manifiesto de Pasajeros” Martí declaró
ser ciudadano estadounidense. Los editores de Latino/a Thought. Culture, Politics and Society nos dicen que: “La
emigración sirvió como crisol de la nación, porque muchos elementos vitales de
la nacionalidad cubana se forjaron y adquirieron su forma definitiva en América
del Norte.” He aquí algunos de los ejemplos que mencionan: Estrada Palma y
Gonzalo de Quesada eran ciudadanos norteamericanos, y este último se graduó en
Derecho en la Universidad de Columbia. El Gral. Pedro Betancourt, comandante de
la División de Matanzas, fue ciudadano americano y se graduó en la Universidad
de Pensilvania. También los jefes de expediciones, Gral. Emilio Núñez y Gral.
Carlos García Vélez. El Gral. José Ramón Villalón, que sirvió en el Estado
Mayor de Maceo, se graduó de ingeniería en la Universidad de Leigh. El Gral
Carlos Roloff, naturalizado ciudadano norteamericano, trabajó para Bishop and
Company, en Caibarién (Latino/a…
137). Otro ejemplo es el de Benjamin Guerra que se había naturalizado ciudadano
norteamericano, y era propietario de varias tabaquerías en Cayo Hueso y Tampa.
Guerra fue nombrado secretario del tesoro del PRC (Pérez 97).
Según los records, Guerra se
naturalizó ciudadano americano el 29 de diciembre de 1886. Louis A. Pérez Jr.
cita una declaración de Guerra, de 1897, en la que reconoció que Cuba era un
“satélite” y estaba “bajo la influencia” de los Estados Unidos. Pero añadió
rápidamente que Cuba “girará y tendrá una órbita propia. No perderá su
identidad” (citado en Pérez Jr.). Lo interesante es que Guerra posterga al
futuro nebuloso la adquisición, por parte de Cuba, de una órbita propia,
mientras señala que en su estado presente era un satélite de los Estados
Unidos. Por eso su afirmación de que Cuba “no perderá su identidad” es
contradictoria, y reveladora al mismo tiempo de cuán comprometidas estaban ya
las fronteras no sólo económicas y políticas, sino también simbólicas entre los
dos países. Si se quiere un ejemplo más claro de lo que afirmo, veamos la nota
que publicó The Evening World, de
Nueva York, el 9 de abril de 1894, con motivo de la llegada de Máximo Gómez a
esa ciudad. Ahí se informa que Benjamin Guerra, en conversación con el
reportero del periódico, expresó que la lucha empezaría pronto y, continúa este
último, “comparó la situación a la que tenía este país cuando George Washington
tomó las cosas en sus manos.” Y continúa el reportero: “‘Nosotros somos
prácticamente americanos,’ dijo el Señor Guerra. ‘Somos americanos en el
sentido de que tenemos ideas americanas y queremos el modo de gobierno
americano. Tenemos ciudadanos educados, intelectuales que, hasta el último
hombre, lucharán por la independencia’” (“Watched…” 1).
Quiero subrayar el hecho de que,
no un anexionista, sino un independentista – y, además, uno de los más allegados
a Martí – expresara, simultáneamente, que los ideales de los revolucionarios y
la forma de gobierno a la que aspiraban eran los de Estados Unidos; y que
lucharían hasta el último hombre por la independencia.
Hay que decir, además, que esto no
había escapado a la atención del propio Martí. El 27 de enero de 1894, Martí
publicó en Patria el artículo “¡A
Cuba!” Además de imperioso, el título en cuestión sugiere urgencia; y que no
podía ser otra que la de comenzar la guerra:
¡Cuándo con más prueba que hoy, después de los sucesos de Key West,
después de ese odioso espectáculo de una ciudad creada por sus hijos adoptivos
que se sale de su suelo y de su ley para ir a traer de afuera los enemigos de
sus hijos, cuándo, con más angustia ni más amor que hoy, brotó del corazón
cubano este grito: ¡A Cuba!? (OC 3,
47).
Se había producido un incidente en
Cayo Hueso que involucró a su vez a La Habana. Según Joan Casanovas Codina, “la
burguesía no cubana del Cayo” se propuso “debilitar las organizaciones obrero-separatistas
dividiendo étnica y políticamente a los trabajadores tabacaleros, casi todos
ellos cubanos que apoyaban al PRC” (Casanovas Codina 264).
En enero de 1894 La Rosa Española,
fábrica de tabacos propiedad de un español y de un alemán, fueron a La Habana y
contrataron a un grupo de peninsulares. Los tabaqueros cubanos de la fábrica
protestaron declarándose en huelga, y los dueños de la fábrica, como respuesta,
enviaron una comisión a La Habana para reclutar cerca de 300 trabajadores que
reemplazaran a los trabajadores en huelga, “pero sin informar a los que iban a
ser contratados de lo que estaba ocurriendo en el Cayo.” Pero, como nos dice
Casanovas Codina, esa crisis “supuso un gran éxito para el movimiento
separatista,” puesto que la dirección del PRC, “al ver que se desafiaba la
influencia del partido en el Cayo, consiguió que las autoridades federales de
Estados Unidos considerasen que era ilegal la introducción de estos
trabajadores” (264). El incidente ilustra la ambigüedad del Cayo como espacio
político in- between Cuba y los Estados Unidos. El lector recordará que ya me
referí a esto al comentar un relato de viaje del Cayo a La Habana. Las acciones
tanto de los trabajadores cubanos como del PRC demuestran el poder político de
los cubanos en el lugar. En efecto, en un breve artículo titulado “Key West and
Its Industries” publicado el 27 de marzo de ese mismo año, se dice que el Cayo
era “una ciudad completamente española, habiendo allí menos de mil blancos
angloparlantes de una población de 25, 000 habitantes, compuesta mayormente de
cubanos, negros hispano-hablantes, y bahamenses” (“Key West….” 3). Así y todo,
el hecho mismo de que ese poder tuviese que ser legitimado, naturalmente, por
las leyes norteamericanas, implicaba un espacio de negociación.
Al igual que en “Vindicación de
Cuba,” Martí se jacta de que el Cayo, “en manos de los yanquis” no era más que
“arenal y bohío.” No me detendré en el origen y la composición del Cayo como
los describe Martí, porque lo que quiero es llamar la atención sobre la extraña
manera en que Martí le da la razón aquí a los ataques del periódico de
Filadelfia. Recordemos lo que había expresado The Manufacturer:
Su
falta de fuerza viril y de respeto propio está demostrada por la indolencia con
que por tanto tiempo se han sometido a la opresión española; y sus mismas
tentativas de rebelión han sido tan lastimosamente ineficaces que se levantan
poco de la dignidad de una farsa.
Pues, en “¡A Cuba! dice Martí:
Si
los cubanos quieren tierra inmune, donde puedan mandar, conquístense su tierra,
como el yanqui le conquistó al inglés la suya. Un yanqui que ha conquistado su
tierra no es igual, sino superior, a un cubano que no ha conquistado la suya: ¡ni
aquellos yanquis que pelearon por su libertad contra el inglés son iguales,
sino superiores, a los yanquis que van a pedir ayuda al extranjero para
empobrecer y humillar a hijos de América que pelean por la libertad! (OC 3, 51)
Si
bien los primeros yanquis eran superiores
a los que le siguieron, estos todavía son superiores
a los cubanos, de lo que resulta, por tanto, que los cubanos son inferiores por partida doble: en
comparación tanto a los primeros yanquis, como a los otros.
Martí
está irritado porque ocurrió el incidente en el Cayo, Seindeberg, que era uno
de los dueños de La Rosa Española, “entró en tratos con la ciudad rival de
Tampa, donde ofrecen a los fabricantes la tierra y las franquicias que el concal
de Key West no supo darles; preguntan en Key West los norteamericanos por qué
se va el Seidenberg, y le oyen que es porque no puede traer al Cayo obreros
españoles” (49). Martí implica que los norteamericanos del Cayo “acusaron a los
cubanos de rufianes, hasta árbol pidieron donde colgar algún cubano de
ejemplar, y desertando los empleos que deben a la confianza y prosperidad de
los hijos de Cuba, al patriotismo y trabajo de los hijos de la revolución,
salieron de la ciudad creada por la revolución cubana a pedir a una monarquía
extranjera soldados enemigos de los naturales de América que les han fabricado
la ciudad” (50). Pero, como él mismo reconoce: “[el deber] de los
norteamericanos es el tener la indulgencia,
y de los cubanos el cumplir la ley del país” (51).
Ahora
bien, es importante poner atención a lo que según Martí, fue el error de los cubanos del Cayo:
De
confianza y gratitud excesivas fue el error principal, y acaso el único, de esa
sociedad naciente: por el Washington de la leyenda, que fue más la criatura de
su pueblo que su creador; por el amor de aquel Lincoln de quien llevamos luto
los cubanos, y en todo fue de bondad inefable, menos en el consentimiento de
hacer de Cuba el vertedero de todos los
estorbos de su nación; por el cansancio de la incuria y tiranía de España,
que en los hombres de peso y realidad inspiraba un amor vivo a la aparente justicia y superioridad norteamericana; por la ciega pasión de las libertades yanquis,
forma natural en toda alma ordenada del aborrecimiento a la opresión y desidia
españolas; por el natural apego de
los hombres de adelanto y orden a las libertades
hechas, que suelen en los impacientes y egoístas convertirse en desdén y abandono de la libertad propia,
y por el noble natural del cubano, que pisaba con ternura el suelo en que podía pensar libremente y trabajar sin deshonor
(48) (énfasis mío).
Lo
segundo, es que el Cayo – que puede decirse que fue en gran medida el
experimento social, republicano, de Martí – revela, incluso a pesar de su
relativa insularidad y cubanización, la complejidad y ambigüedad de los lazos en
que la experiencia misma de la emigración empantanó el ideal independentista:
llegó
el Cayo a amar tanto a la tierra de
su asilo, y a confundir de modo tal
la libertad que lleva de disfraz con la conquista que lleva en el corazón, que por
su misma mano entregó al conco en mal hora el gobierno de la ciudad que el
conco no había sabido levantar. Hasta en las entrañas de la casa ponía el cubano el agradecimiento: el uno reñía con sus amigos por defender este o el otro candidato yanqui; el otro, aunque
volviera mañana a su tierra libre, levantaba,
como la ermita de la gratitud, una casa
en el Cayo a la orilla de la mar: bendecía
el otro, ya a la sombra de los árboles plantados por su mano, el suelo donde le volvió a nacer la
familia que le echaron de Cuba la pobreza y la persecución: le nacía al otro una hija, y la llamaba como una india buena, o como un
Estado de la patria norteamericana. Uno tenía a Blaine sobra el piano, y otro tenía en
la sala a Cleveland. El de Blaine,
engañado por el deseo, veía al redentor de Cuba en aquel prestidigitador de
preocupaciones que fue da Cuba el enemigo más frío e insolente: el de
Cleveland, creía ver en él el adversario de lo que en todas partes se ha de
combatir, de la república de privilegios y el monopolio injusto (48-49).
Se
trata del aplatanamiento, pero al revés. Martí mismo llama a los Estados Unidos
la “patria norteamericana.” Estos cubanos del Cayo, como Martí mismo, pasaron
tanto tiempo en las entrañas del monstruo, que el monstruo termino siendo
entrañable. Incluso, hasta el punto de que lo que separa a los cubanos es nada
menos que el apoyo a partidos y candidatos yanquis. Curiosamente, los retratos
que tenían en la casa, no eran siquiera el de Bolívar o el de Heredia, sino el
de Cleveland y el de Blaine. Blaine, que fue nada menos quien, cuando Martí
escribe “Vindicación de Cuba,” promovía ardientemente la anexión de Cuba.
CODA
Si
había alguien a quien no le asistía ningún derecho a protestar, ni a sentirse
insultado por los artículos de los periódicos de Filadelfia y de Nueva York,
ese era Martí. Y a los martianos que similarmente se han sentido reivindicados
como cubanos en la respuesta de Martí tampoco les cabe ningún derecho, a menos
que antes reconozcan la culpa de Martí, y de paso la de ellos mismos por
tomarlo acríticamente, en el tratamiento de otros pueblos. En la Carta a La Nación de Buenos Aires del 2 de junio
de 1886, sobre el suceso de Haymarket, Martí afirma:
Importa mucho a los pueblos que se
acrecen con la inmigración de Europa ver en qué ayuda y en qué daña la gente
que inmigra, y de qué países va buena, y de cuál va mala.
Los Estados Unidos, que están
hechos de inmigrantes, buscan ya activamente el modo de poner coto a la
inmigración excesiva o perniciosa: viendo
de dónde viene el mal a los Estados Unidos, pueden librarse de él los países
que aún no han sido llevados por su generosidad o su ansia desmedida de crecimiento,
al peligro de inyectarse en las venas
toda esa sangre envenenada (EEU, 631) (énfasis mío).
Y en la Carta, también a La Nación, del 2 de noviembre de 1888:
Y en las casillas de buena población el voto fue tan diligente, que a
las diez se veían por los cristales de las urnas los montones blancos. En otras
casillas venían en manchas, con su padrón a la cabeza, napolitanos de pipa y
calañés, de chaqueta y aretes, a votar en los asuntos de un país cuya lengua no
hablan, a peso por oreja. ¡Merinos de lana turbia parecían, y gusanos de
fango!: ¿a qué viene a dar voto ese irlandés por el que le regaló el galón de whisky, que deja escondido en el portal
de al lado? ¡judío ruso que no sabes leer!, ¿por qué por una chaqueta nueva o
por un peso, vienes a influir, con un nombre que te es indiferente, en las
cosas públicas de que solo conoces la ganancia que sacas por venderlas?: ¿qué
derecho tienes a ejercitar la libertad que odias, alemán barbudo e iracundo?
¡zíngaro raquítico!, ¿por qué roes la chupa de seda de Washington?:
¡extranjero!, ¿por qué perturbas con tu venalidad el pueblo que te da asilo? (EEU, 1138-39).
The Manufacturer y The Evening Post no hicieron otra cosa
que darle una cucharada de su propia medicina. Nos trataron exactamente igual
que con el mismo desprecio racista que Martí trató a los italianos, a los
judíos y, como ya lo he demostrado, incluso a los negros cubanos. Lo dejo ahí,
a la puesta de un campo de concentración, inspeccionando guiñapos de carne
humana. Es a toda esa gente ninguneada por Martí a la que hay que vindicar.
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1995.
[i]
Por ejemplo, el presidente Gerardo Machado, nos dice Rafael Rojas que “intentó
reforzar la imagen nacionalista de su primer periodo, editando y distribuyendo,
en 1926, 20 000 ejemplares del ensayo Vindicación de Cuba” (“Otro gallo
cantaría” 295).
[ii] Mi traducción. A partir de ahora, a menos que indique lo
contrario, todas las traducciones son mías. Como otros autores que también han
estudiado la visión de Martí sobre los Estados Unidos, Kirk propone una
transformación de esa visión que va del elogio y la admiración ingenuos, a la
desilusión. Véase también Salvador E. Morales, pp. 104-105.
[iii] A
Cualquiera que esté medianamente familiarizado con la escritura de Martí no
puede escapársele su obsesión con la honra,
y con el honor, y mucho menos, el
trasfondo de esta obsesión: la comedia del Siglo de Oro español, el españolismo
de esa picazón.
[iv]
Similarmente, Abel Prieto describe “Vindicación de Cuba” como “rotunda respuesta” de Martí. Añade que “[a]
aquella semblanza oprobiosa de un
‘pueblo afeminado’, ‘de vagabundos
míseros y pigmeos morales’, ‘de inútiles verbosos, incapaces de acción,
enemigos del trabajo recio’, Martí da una respuesta cargada de fervor
patriótico y de indignación por la afrenta…”
(81) (énfasis mío). Para Raúl Valdés Vivó, con Vindicación de Cuba Martí nada menos que “propina un bofetón a The Manufacturer..” (24).
[v] En “La recepción en Filadelfia,” publicado en Patria el 20 de
agosto de 1892, leemos: “Y al volver a New York el Delegado, la última mano que
apretó fue la de un hombre que ni en una guerra ni en otra, porque peleó en las dos, se movió de su caballo mientras quedó un
pelotón con la bandera, y hoy, en la riqueza de su trabajo, aguarda, fuerte de hombros y hecho a mirar de lejos, la hora de que se vuelva a oír por el monte
el nombre del comandante Braulio Peña : ¡cubanos que crean, cubanos que
recuerdan, cubanos que saben por su persona cómo
de la guerra se sale con buena salud! Los que no conocen a estos cubanos
temen por Cuba, 0 los sociólogos de zancos y monóculo que ven a su tierra por
sobre el borde del cristal inglés; pero los
que les palpan a estos cubanos el corazón, los que les ven hombrearse con la dificultad y centellear con el recuerdo del heroico
peligro, los que ven halando de la tarea en el taller al oficinista y al
comandante, al fino mulato baracoeño y al blanco ‘que se honra en tenerlo por
amigo’, al emigrado de familia y letras que pudo cambiar su mesa libre de
trabajador por un quehacer más pomposo y lucrativo en la servidumbre habanera,
ésos no temen por Cuba” (OC 2, 134)
(énfasis mío). No es solo la exaltación del héroe, o del hecho heroico, sino
sobre todo de la guerra de la que dice Martí “se sale con buena salud.” Esa
salud no es otra que la virilidad. Y es justo en esta exaltación que los
sentidos de Martí se electrizan al contacto de esa masculinidad entera,
formidable, que centellea seductora “con el recuerdo del heroico peligro,” y a
la que Martí le aprieta la mano, le palpa “el corazón,” pero también la fuerza
“de hombros.” En la escritura el hombrecito – como diría Pérez Firmat – busca
hombrearse con el héroe, en el doble sentido de elevar la palabra a la acción
heroica, y su masculinidad a la hombría del héroe. Esta identificación con una
masculinidad heroica, saludable y definitivamente hermosa – véase, para no ir
más lejos, la semblanza de Agramonte – creó un espacio de lazos homosociales
donde el homoerotismo, y aun el deseo homosexual reprimido, podían hallar una
manera de simultáneamente invisibilizarse y hacerse visibles. Sarah Watts
comenta que las descripciones de Theodore Roosevelt “de la belleza y la fuerza
de estos hombres saludables en sus treinta no estaban fuera de la costumbre de
la época de la intimidad física, aunque no necesariamente sexual, y de las
amistades del mismo sexo íntimamente expresadas. Para Roosevelt, la belleza de
los soldados, junto con su actuación franca y espíritu marcial, hacía de ellos
‘hombres a los que estoy unido por los lazos más estrechos.’ Estos lazos eran,
si no físicamente sexuales, al menos sexualizados
y sexualizantes. Sus descripciones de
esos hombres los hacían físicamente atractivos, y transformaban el campo de
entrenamiento y el campo de batalla en un terreno
erótico donde sus participantes podían provocar y satisfacer una sexualidad
purificada” (Watts 212-13) (énfasis mío). En ambos casos, en Martí y en
Roosevelt, hay una glorificación del sacrificio como saneamiento y elevación
del espíritu nacional detrás de lo cual no es difícil advertir la lujuria de la
sangre, incluyendo la sangre propia. “La guerra es un remedio excelente,” dijo
Martí, “para los países desequilibrados”
(Aforismos 168). Por otra parte, “La ‘gran ventaja para la
nación’ de sufrir con la guerra, dijo Roosevelt, venía de la ‘elevación moral’ que protegía a los
hombres contra el pacifismo y el faccionalismo,
y redimía el honor de la nación. […] Limpiaría la nación…” (Watts 205) (énfasis
mío). Sobre homoerotismo y homosexualidad en el contexto de la guerra de
independencia en Cuba, véase: Abel Sierra Madero. “La transgresión del canon.
Género y sexualidad en la construcción de las historias de las guerras de independencia”
en Del otro lado del espejo. La
sexualidad en la construcción de la nación cubana, 2006.
[vi] Ver: Francisco Morán: Martí,
la justicia infinita, pp. 646-668.
[vii] En otras crónicas similares véanse: “Cuban Rural Life,” publicada
en The Indianapolis News el 16 de
abril de 1889, p. 2; y “The Colored Cuban” en The Independence Morning Reporter, 6 de julio de 1889., p. 4.
[viii]
El salto que da el corresponsal de la página 257 (la primera cita en el libro)
a la 280 (la segunda) muestra a las claras que tenía muy en mente la cuestión
de la anexión de Cuba.
[ix]
Froude llama cubanos españoles
(Spanish Cubans) a los cubanos que pelearon en la Guerra de los Diez Años.
Aunque, en efecto, muchos de esos cubanos eran descendientes directos de padres
españoles, esa clasificación no puede pasarse por alto dado el contexto racista
en que se debatía la anexión. Precisamente, al referirse a esa guerra, Froude
la trata exclusivamente como “guerra civil,” es decir, una guerra entre
españoles, o entre sujetos que eran totalmente españoles, o lo eran a medias.
Su comentario, que de hecho le resta importancia a esa guerra, añade otro matiz
racista: “Sabíamos que había durado diez años, pero cuáles habían sido los
partidos y sus objetivos era un gran misterio” (Froude 254).
[x]
Ver: “Blaine’s Foreign Policy” en The San
Paul Daily Globe, de Minesota, el 21 de febrero de 1888, p. 4.
[xi]
Ver: The Arizona Champion, 30 de
marzo de 1889, donde se menciona “la fiebre de la anexión,” p. 2.
[xii] Ver también: “By the Nape of the Neck.
Is that the way Senator Hampton proposes to take Southern negroes to Cuba?” en The Press and Banner (Abeville, Carolina
del Sur), 28 de agosto de 1889, p. 4.
[xiii] Ver: “A Country Governed Too Much” (The Courier Jornal, 31 de marzo de
1889). El artículo expresa que: “Está reconocido que el
problema negro es uno de los más difíciles de los que tienen que lidiar
nuestros economistas sociales y nuestro gobierno, y se hará más grave si Cuba
se añade a nuestros dominios. La isla posee una población mixta, una mitad
blanca y la otra mitad de color, pervertida por la falta de educación, siglos
de mal gobierno, y un comienzo sembrado en el robo y las masacres. Si se les da
la libertad puede que con el tiempo los cubanos se hagan ellos mismos una
nación ilustrada y enérgica,” p. 12.
[xiv] Ver: “Cheered by Cubans,” The Atlanta Constitution, Georgia, 24 de
marzo de 1889, p. 11.
[xv] La cita textual dice: “incapaces por la naturaleza y la experiencia
para cumplir con las obligaciones de la ciudadanía en una república grande y
libre.”
[xvi]
De la página de internet de la casa de Washington en Mount Vernon: “A pesar de
haber sido un activo dueño de esclavos por 56 años, George Washington forcejeó
con la institución de la esclavitud y habló frecuentemente de su deseo de poner
fin a esta práctica. Al final de su vida, Washington tomó la decisión audaz de
emancipar a sus esclavos en su testamento de 1799 – el único dueño de esclavos
de los padres fundacionales que hizo esto.” Ver:
http://www.mountvernon.org/george-washington/slavery/ten-facts-about-washington-slavery/
[xvii]
Esto se sabía en la época de Martí. Véase, por ejemplo: Horace Elisha Scudder.
George Washington: An Historical Biography (1889). Pero más importante es el
hecho de que la correspondencia de Washington había sido publicada desde hacía
mucho tiempo. Y si se quiere tener una idea de su “forcejeo interno” con la
institución esclavista, remito al lector a la carta que Washington le escribió
a Robert Morris el 12 de abril de 1786 en: Jared Sparks. The
Writings of George Washington; being his correspondence, addresses, messages
and other papers, official and private.
Vol IX. Boston: Russell, Odiorne, and
Metcalf, and Hilliard, Gray, and Co., 1835, pp. 158-60.
[xviii] Según William Craig: “Los dueños de plantaciones de los estados
sureños imaginaron que sus propios esclavos se alzarían en rebelión
incontenible si España – or una entrometida Inglaterra o Francia – liberara a los
esclavos en Cuba. Pero mientras España preservara la esclavitud los sureños se
sentirían menos aislados en la práctica de su “peculiar institución.” Y
entonces estaba el sueño de añadir Cuba a los Estados Unidos. Los estados
esclavistas se regodeaban en la visión de ganar esos “600,000 negros,” cada uno
de los cuales estaba, de acuerdo a la Constitución, privado de derecho al voto,
y no obstante tenían el valor de tres quinto de una persona blanca, cuando el
Censo contara las cabezas para la representación proporcional en el Congreso.
Algunos freesoilers compartían el entusiasmo de los esclavistas por la
adquisición de Cuba, aunque no como estado. Tanto antes como después de la
Guerra Civil, una Cuba anexada era uno de los destinos propuestos (junto con
Liberia y Santo Domingo) para la deportación de todos los casi cinco millones
de negros de los Estados Unidos, un proceso que solucionaría – en las mentes de
muchos pensadores blancos, incluyendo, en cierto momento, Abraham Lincoln – de
un golpe el problema racial (Craig 28).
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