Martí

Martí

Sunday, April 19, 2015

José Martí o el convidado de piedra: desenfoques de la identidad nacional[i] 

© Francisco Morán, Southern Methodist University

Para Enrico Mario Santi, Néstor Díaz de Villegas y Gustavo Pérez Firmat

Meditación junto a la estatua del Parque Central

           El epíteto más común con que los cubanos han llamado a José Martí es el de «Apóstol». Simbólicamente podría decirse entonces que Martí es un discípulo, de Jesús o de una causa universal. Sucede, sin embargo, que el discípulo es también «el Maestro»; y si recordamos las numerosas ocasiones en que se auto-representó como Cristo sufriente, también podría decirse que Martí usurpó incluso el lugar de Jesús. Su culto ha llegado a ser poco menos que el de una Iglesia Nacional, con su respectiva Oficina del Santo Oficio y sus inquisidores. Entonces, tanto «el Apóstol» como «el Maestro» nos recuerdan a los cubanos que somos los discípulos de Martí, de su doctrina. No tiene, pues, nada de extraño que esa doctrina se sustente en el dogma, en la vigilancia y denuncia de sacrilegios y herejías: lo pedagógico anudado a lo sagrado.  Emilio Bejel comenta acertadamente que es la imagen corpórea de Martí “that has been taken as the symbolic figure for the entire construct of cubanía (Cubanness) – that is, as a metaphor for the body of the nation.” Bejel añade que “the hegemony of the Cuban state depends in great masure on the ways that the national past is represented, and the visual representation of Martí’s body as the symbol of the body of the nation is a central device in the construction of that past” (Bejel 5). No menos importante es el hecho observado por Ottmar Ette y por Bejel, pero quizá más incisivamente analizado por el segundo, de la activa intervención de Martí en la construcción de su propia
imagen. Por mi parte, creo que es necesario añadir que Martí no solo intervino en la construcción de su imagen a través de cómo se retrató – algo que Bejel explica muy bien – sino también, y quizá sobre todo, mediante la retórica y la habilidosa construcción de su persona escénica, de una oratoria distintivamente performativa. Pero también en la correspondencia íntima, en la poesía, y en sus ensayos, Martí comenzó, desde muy temprano, a construir su personaje: vivir fue para él petrificarse, transfigurarse en la estatua.
           La estatua de Martí, de cuerpo completo, preside el Parque Central.  No es un Martí estático, por cierto. La pose del orador (re)produce la imagen viva y petrificada a la vez del que debieron ver los tabaqueros de Tampa. El brazo en alto y la mirada vacía nos interpelan actualizando, como en el ejemplo del policía de Althusser, el llamado de la ideología.[ii] Esa interpelación nos instituye y constituye, pues, como sujetos martianos, esto es, sujetados a Martí y sujetos en Martí. Al afirmar que la estatua del Parque Central (re)produce a Martí, debí decir que más bien lo cita. Martí se ha institucionalizado en la maquinaria de la cita utilizada con fines pedagógicos. Sus mecanismos de trasmisión (y de control de producción) son los manejos de la iconografía, las ediciones incesantes de las «obras completas», «selecciones», «antologías» (temáticas o no), y la interdicción (no declarada, y sin embargo
pesada, real) que pesa sobre la mirada crítica que introduzca algún malestar de conciencia, alguna rajadura en la solidez y autoridad de su mármol.
La estatua de Martí en el Parque Central de La Habana fue seleccionada por votación popular, pero por una risible “mayoría” de votos. Para Marial Iglesias, el trasfondo de la suscripción convocada por El Fígaro para decidir qué estatua debía ocupar el pedestal que dejó vacante la de la reina Isabel II, no es otro que el «vacío simbólico» al que se enfrentaba la joven república cubana: “La homología entre el pedestal vacante [dejado por la colonia] y la ausencia de una representación adecuada, tanto del presente ambiguo que se vivía como del futuro inmediato, es evidente” (Iglesias 46). La estatua de la reina había sido removida el 12 de marzo de 1899, es decir, cuando la isla estaba bajo el ejército de ocupación norteamericano. 
            Ahora bien, más que de «vacío», lo apropiado sería hablar de un «exceso» y «proliferación» simbólicos. Aunque ya en febrero de 1900 se había creado una comisión
para el inicio de la construcción del monumento a Martí, “el pedestal continuaba vacío,” por lo que, nos dice Iglesias que en 1902, para las fiestas por la inauguración de la república, “se compró por 2000 dólares en EE.UU. una estatua de la libertad, que […] guardaba similitudes sospechosas con su homóloga neoyorquina” (49-50). Pero el hecho mismo de que el nacimiento oficial y simbólico de la república estuviese inextricablemente atado a la necesidad de llenar no un nuevo espacio simbólico, sino exactamente el mismo que había dejado vacante la colonia, evidencia de que en ningún momento hubo allí un verdadero vacío. Para decirlo de otro modo: el vacío creado al bajarse a Isabel II de su pedestal, fue inmediatamente llenado con la obsesión por llenarlo. De ahí que la encuesta convocada por El Fígaro tenga el sello inconfundible de la urgencia metaforizada en el montaje fotográfico que menciona Iglesias: “sobre la imagen del pedestal vacío se alzaba, en lugar de la estatua, un enorme signo de interrogación” (47) (énfasis mío). El lugar hubiera podido quedar vacío, o ser destinado a otro uso, pero el pedestal que quedó en su sitio recordando de paso la dimensión simbólica de la figura que lo ocupó antes, no podía sino reclamar otra estatua de igual peso simbólico, digna de remplazarla, de idéntica majestad. Solo esto explica la enormidad del signo de interrogación. La respuesta estaba ya, pues, en la pregunta que hacía el pedestal vacío y que El Fígaro meramente capturó en su tirada.[iii] El develamiento de la estatua de Martí constituyó un evento altamente simbólico de eso que tenía que permanecer velado para los allí presentes: vistiendo la levita de Martí, travestida, si se quiere, e investida ahora de un aura democrática, la reina Isabel II regresaba a su pedestal. En la estatua de Martí se funden, pues, borrándose unos a otros, los símbolos del
Inauguración de la estatua del Parque Central
coloniaje, la emancipación y la dominación imperial.

Todavía hay que hacer una rectificación sobre la estatua del Parque Central. En la votación para seleccionar la que remplazaría la de Isabel II, “con sólo cuatro votos de diferencia,” nos recuerda Iglesias, la «estatua de la libertad» ocupó el segundo lugar.  Como luego de terminada la intervención americana, “el pedestal continuaba vacío,” continúa la historiadora cubana, “a fin de aprestar el sitio para las fiestas de inauguración de la República, se compró por 2000 dólares en EE.UU. una estatua de la libertad, que, ostentando el escudo de ese país en el brazo derecho y una tea en su mano izquierda guardaba similitudes sospechosas con su homóloga neoyorquina.” Desde luego, muchos la vieron como lo que realmente era: el símbolo de la política anexionista del presidente Tomás Estrada Palma. “Hecha de calamina, fue arrancada y destrozada por las ráfagas de un ciclón ‘nacionalista’ que azotó La Habana,” comenta Iglesias, “nada menos que un 10 de octubre del año 1903, cuando se cumplía el aniversario 35 de la rebelión de Yara.”  Como ella concluye las estatuas amalgamadas de Martí, la reina Isabel II y la estatua de la Libertad constituyen “una paródica síntesis de los avatares de la propia historia de la nación” (Iglesias 49-50) y, agregamos nosotros, también de los de la historia de Martí. 
No creo, sin embargo, que podamos deshacernos tan a la ligera de esa estatua de la libertad de, al parecer, vida efímera, puesto que si la derribó un ciclón “nacionalista” – según el choteo popular – el ciclón contrarió a su vez la voluntad popular que casi elige a esa misma estatua en lugar de la de Martí. La historia y vicisitudes del monumento a Martí resultan ejemplares porque en él se funden identidades antagónicas, la desnacionalización de los símbolos cubanos y la volubilidad de la “voluntad popular” que por solo cuatro votos de diferencia, hay que recordarlo, escogió a Martí sobre la estatua de la libertad norteamericana.[iv] 
En un artículo publicado en la edición online de El Caimán Barbudo el 26 de enero de 2011, Robin Hernández Rojas nos dice que para la época en que se devela el monumento a Martí “[y]a entonces los habaneros comenzaban a llamar Parque Central a la antigua Plaza de Isabel II, tal vez por imitación a su similar de Nueva York” (Hernández Rojas 2011), de modo que vistas así las cosas, el huracán “nacionalista” sigue perdiendo intensidad patriótica. Por otra parte, el autor repite lo que podemos leer prácticamente en todas las fuentes autorizadas que se consulten sobre
la historia del monumento: su creador fue el famoso escultor cubano José Vilalta Saavedra (Matanzas, 1862-Roma, 1912). Pero otra fuente que amerita consideración contradice esta difundida creencia. Luego de expresar que el emplazamiento de la estatua de Martí donde estuvo la de Isabel II se hizo “sin ninguna justificación” – lo cual a mi modo de ver realza la importancia simbólica de ese mismo emplazamiento – Florencia Peñate sostiene que el escultor no fue Vilalta Saavedra, sino el italiano Giuseppe Neri, por demás “poco conocido,” y quien “al parecer recibía encargos de Vilalta Saavedra, que era el contratista de la obra.” De la nota al pie, que reproducimos, se infiere que esa la fuente en que Peñate apoya su rectificación.[v] Pero, además de esa referencia, tenemos lo que expresó Arturo de
Carricarte en su Iconografía del Apóstol José Martí (1925): “Se cree generalmente que este monumento fue esculpido por Villalta Saavedra, pero éste, en realidad, solo fue el contratista. La obra artística fue ejecutada por Giuseppe Neri, según consta en documento oficial” (87-1905) (énfasis mío). Si, como afirma Zéndegui, la autoría de la obra fue registrada oficialmente, hay que preguntarse cómo – y por qué – llegó a consolidarse la historia más comúnmente aceptada. Peñate atribuye al hecho de que la estatua fuese realizada por un italiano, los errores que se observan en aquélla: “Esto explica que el escudo en altorrelieve colocado al frente del monumento al Maestro tenga siete franjas en la bandera en vez de cinco, error posible solo en quien no conociera el escudo cubano” (Peñate 91). El error en el escudo y por extensión en la bandera adulteran, pues, los símbolos nacionales en nada menos que el primero de los dos monumentos más importantes consagrados a Martí.[vi]


La primera apoteosis de Martí: entre la tribuna y el pedestal

         Al presentar a Martí en la Sociedad de Amigos del País de Santo Domingo en 1892, y en ocasión del discurso que éste había de pronunciar allí, Federico Henríquez y Carvajal concluyó con estas palabras: “Vais a oír la divina palabra del sembrador, del apóstol, anunciadora de la buena nueva y promisora de la tierra redimida. Vais a oír su palabra, verba magna, en la cual parece que hablan todas las voces proféticas y evangélicas que en el
Mariano Miguel: Alegoría de Martí (1907)
mundo han sido” (364).  Más que a la presentación de un orador, asistimos a la develación de un monumento y a la revelación de un misterio. La Sociedad de Amigos del País se transforma en templo; el discurso, en plegaria y profecía, y el orador (según se anuncia su entrada en escena) pareciera que va a cantar un aria.  Estamos en la ópera. Las palabras de Henríquez y Carvajal orlan una imagen en la que espejean, simultáneamente, las de Jesucristo, el César o el conquistador romano, y don Quijote.  Martí siente “bajo su planta de caballero andante […] las palpitaciones libertarias del suelo dominicano en que vive y canta la epopeya!” “¡Oh sí!,” continúa el presentador, “[é]l ha debido sentir, a su paso por el valle épico de la Vega Real y cuando se detuvo a ver y saludar el Arco de Triunfo que es el Baluarte de Febrero en esta Ciudad Primada, cómo el alma dominicana latía y late con el mismo ritmo del alma cubana!” (363). El paso de Martí por la ciudad se vuelve un paseo triunfal, reminiscente de la gloria imperial romana. De aquí que al llegar al Baluarte 27 de Febrero (escenario de la proclamación de la independencia dominicana) éste se convierta en Arco de Triunfo.  Desde luego, el estilo de Henríquez y Carvajal, al igual que sucede en Martí, registra una celebración neoclásica de la hazaña guerrera. Así, al tono exaltado lo secunda el léxico: “magnánimo,” “égida,” “Arco de Triunfo,” “Ciudad Primada,” “epopeya,” y, desde luego, la voz del “tribuno”. Por ese “Arco de Triunfo” ante el que se detiene el tribuno Martí (tribuno: orador, pero también magistrado romano), pasa igualmente el Cristo Martí, “cargado con la cruz de los ingentes dolores de su pueblo” (Hernández y Carvajal 363).  Guardarropía llena de disfraces y escenografías de todo tipo que incluye desde los palios evocadores del Santísimo Sacramento, la ficción literaria, los signos de la autoridad papal y de los recibimientos a jefes de Estado y emperadores, y la cruz. El significante Martí se vacía al llenarse: “bienhallado,” “apóstol,” “caballero andante,” “tribuno,” “misionero,” “Cristo,” “sembrador.”
        Pero no podemos separar la pomposa presentación de Henríquez y Carvajal de la actuación del propio Martí. Ottmar Ette cita el comentario de un periodista de El Federalista (México, 1875), sobre un discurso suyo en el Liceo Hidalgo: “Cuánto de su discurso pudiéramos decir sería pálido,” afirma, y añade: “Una cascada, un torrente de ideas, vestida de la manera más galana fue su elocución, altamente espiritualista, demostrando con razones de sentimiento la existencia del alma” (Ette 36). Por su parte, el abogado cubano José Ignacio Rodríguez, anexionista y “adversario acérrimo de Martí y quien no temía situarlo al borde del ‘desequilibrio mental’, caracteriza la palabra martiana como “facilísima, sonora y abundante, de calor febril que la hacía arrastradora entre ciertos grupos, pero incorrecta y llena de extrañezas monstruosas, semejantes en ocasiones a un torrente que despeña hecho pedazos y espumante y alborotado entre multitud de rocas y obstáculos abruptos de toda clase” (reproducido en Ette 37). El investigador alemán atribuye esta impresión negativa de la “violencia natural” de la palabra martiana, a la que había provocado en Guatemala, donde lo apodaron Doctor Torrente.[vii]  Ahora bien, Blanche Z. de Baralt (quien sí admiró a Martí) se expresa de manera parecida a José Ignacio Rodríguez y José María Izaguirre. “El verbo de Martí en los momentos culminantes del discurso,” afirma De Baralt, “era un vendaval imponente cuya ráfaga barría cuantos obstáculos se le oponían,” añadiendo que “[l]as ideas se precipitaban con tal ímpetu que costaba trabajo seguirlas” (Zacharie de Baralt 71).
        Cuando Martí hablaba cátedrapúlpito y tribuna se volvían indistinguibles uno de otro. Enrique José Varona lo recuerda “levantarse nerviosamente ágil, dirigirse rápido a la tribuna, erguirse en ella, casi abrazarla, llenarla y empezar a dar salidas al raudal impetuoso de sus pensamientos que empujaban las palabras y rebosaban de ellas” (reproducido en Ette 39). Resulta significativo que la impresión de Varona coincida con la de José Ignacio Gutiérrez: Martí es, en efecto, y con la violencia de arrastre que ello implica, un torrente, el Doctor Torrente. La excitación erótica de la escritura de Varona al contacto con la palabra martiana, sirve de espejo a su vez a la excitación del lenguaje libertino. De hecho, Martí parece eyacular al contacto con la tribuna. Roland Barthes nos dice que el libertino posee toda la gama de la palabra, “desde el silencio en el que se ejerce el erotismo profundo, telúrico, del «secreto», hasta las convulsiones verbales que acompañan al éxtasis” (Barthes 42). Él observa algo que también podemos aplicar a Martí: “No es de extrañar que, mucho antes que Freud, pero también invirtiéndolo, Sade convierta el esperma en el sustituto de la palabra (y no lo contrario) describiéndolo con los mismos términos que se aplican al arte del orador: «La descarga de Saint-Fond era brillante, osada, lanzada, etc.»” (43).  Hay que notar que alrededor de la tribuna se crea una zona de excitación que es, simultáneamente, erótica y política. En el recuerdo de Varona, Martí ocupa la tribuna, se apodera de ella, casi por asalto. Ese acto de ocupación se corresponde con, exige, la entrega de la audiencia.  Electrificada por la palabra martiana, aquélla se somete sin oponer resistencia. Para comprender, o tener una idea del avasallamiento que la presencia y de la palabra de Martí ejercían en la audiencia, tenemos que darle la espalda al orador y enfocarnos en su efecto sobre aquélla. “[E]l simétrico cerco de su cabellera tomaba forma de aureola”, expresa Varona, “y el orador se transfiguraba en apóstol” (reproducido en Ette 39, itálica en el original). La fascinación de Varona no sólo enfatiza el carácter performativo de la oratoria martiana, sino también su autoridad. El hecho mismo de ver al filósofo cubano imposibilitado de mantener una distancia crítica frente a Martí, constituye posiblemente una de las evidencias más rotundas que podrían darse del carácter autoritario y paralizante de la oratoria martiana. El viejo sueño de animar la estatua toma aquí un extraño giro. En el discurso, al vaciarse, irse y venirse en la verba magna, en el magma de la verba, Martí pareciera proyectarse como una estatua animada, como un parpadeo que lo suspendiera entre la presencia y la ausencia. Es como si ya no hiciera falta fantasear, porque la estatua, en efecto, está viva. Habría que fantasear al revés: desear la estatua-estatua. Varona nos muestra eso que ya sabíamos por la mitología griega: que lo divino no puede mostrarse sin causar terror, sin silenciar, aniquilar a quien lo contemple. Asistimos a la deificación de Martí en vida.
        Zacharie de Baralt, que también lo escuchó, comenta que “sus amigos se han asombrado de ver como este tribuno, dotado de tales recursos naturales y adquiridos, pudiera emplear, a menudo, sus mejores esfuerzos ante una muchedumbre ávida, pero inculta” (70). Una admiradora de Martí, cuenta Baralt, “en un meeting donde lo aclamaban, exclamó: ‘No pueden entender a Pepe, pero arrebata’” (71).  A Federico García Godoy, que estaba convencido de que en Cuba no había un amplio respaldo popular para iniciar otra guerra, Martí le objeta “con calor que [él] sólo veía el lado exterior de las cosas, lo puramente superficial”. Refiere García Godoy que avanzada la noche, “[a]l conjuro de su palabra cálida florecieron nuevamente las esperanzas de próximas reivindicaciones patrióticas. Al oírlo tan ardorosamente convencido, mi pesimismo parecía esfumarse. Empecé a creer en la posibilidad de lo que me aseguraba a pie juntillas. El entusiasmo que se desbordaba de su frase lírica, y emocionada, comenzaba a contagiarme” (98). No es un análisis político convincente por parte de Martí lo que esfuma el pesimismo de su interlocutor, sino la palabra literaria, el conjuro, el calor, el ardor del lenguaje de la fe, lo que transforma la discusión política en un acto de conversión religiosa. Mientras escucha a Martí, García Godoy empieza a creer. Lo mismo el discurso público que la conversación privada transforma el espacio en iglesia, al auditorio en congregación, y al amigo en creyente y discípulo. Así, en privado y en público, la celebración de la palabra de Martí, crea verdaderos «sujetos martianos»: fanáticos que reconocen la violencia y el grillete de esa palabra, mientras se someten a ella en éxtasis masoquista, perfecto corolario del superyó sádico. Zacharie de Baralt nos dice que “[e]l verbo de Martí en los momentos culminantes del discurso era un vendaval imponente cuya ráfaga barría cuantos obstáculos se le oponían. Las ideas se precipitaban con tal ímpetu que costaba trabajo seguirlas” (71). De esto no escapa ni aún el amigo que más quiso. Ernesto Mercado recuerda, con “fidelidad de fotografía,” una escena en la que están juntos su padre, el mexicano Manuel Mercado, y Martí, “más bajo de estatura, con el rostro pálido, levantando por momentos la cara para hacer llegar su voz más distintamente, y moviendo, emocionado y nervioso, las manos también pálidas,” y que, “hablaba, hablaba, y su semblante revelaba intensa emoción, angustia, como anhelo de convencer o disuadir de alguna idea a su interlocutor…” (149-50). La descripción del hijo de Mercado sugiere una ansiedad en Martí que quizá tuviera su origen en la comparación física con su amigo. Los patéticos esfuerzos de Martí por hacerse oír contrastan con el orador que con solo subir a la tribuna se adueñaba de cuanta voluntad se le ponía por delante. Esto nos lleva a otro detalle importante de que tomaron nota algunos de los que lo conocieron. Se trata del aspecto insignificante de Martí antes de encaramarse a la tribuna. En este sentido, uno de los retratos más significativos nos lo dejó José Miró Argenter:

Era de porte desgarbado; la cabeza demasiado grande para aquel tronco endeble; desaliñado en el vestir, y bajo la quietud, un sujeto como otro cualquiera en el que ningún observador hubiese fijado la mirada, y que en medio de la muchedumbre, en un paseo público, discurriendo entre los demás, no despertaba la menor curiosidad […]. Martí con el sombrero puesto, no revelaba ninguna particularidad; descubierta la cabeza, ofrecía otro aspecto; dominaba su frente, y al romper el canto sobre cualquier motivo, por fútil que fuese, ya estaba descorrido el genio y mudo y abismado el espectador; si era devoto, porque era devoto; si era incrédulo, porque era incrédulo; de todos modos la fascinación era completa e imponderable el aplauso del oyente, desde luego, mudo, suspenso y aturdido por aquel chorro de palabras felices en progresión ascendente, sin tregua ni reducción, y tras la afluencia, el tumulto…!  ¡Omniscio, pues!  Y ¿por qué no?  ¡El divino Martí con apoteosis y sin ella! (162).

        Miró Argenter captura la transformación de Martí, el performance del discurso y su ímpetu esclavizador. Insiste en la insignificancia de un Martí que no atrae la atención, que pasa inadvertido. La descripción física, breve, no puede ser más grotesca.  Este Martí es, además, desagradable a la vista. Miró Argenter se las ingenia incluso para producir una especie de develamiento de la teatralidad de José Martí, de su transformación en el personaje Martí. La transformación se inicia con la caída del primer velo: el sombrero. Con el sombrero puesto, José Martí se pierde en la multitud.  Esta observación atrajo mi atención hacia un importante detalle de la iconografía de Martí: exceptuando una fotografía de la primera deportación a España – donde aparece elegantemente vestido, casi como un dandy, y sosteniendo un sombrero de copa con la mano derecha casi a la altura de la cintura – y la fotografía con María Mantilla, en que lo vemos con una pierna cruzada sobre la otra y sosteniendo sobre ella su sombrero Derby, no hay ninguna otra foto en que aparezca con la cabeza cubierta con el sombrero. Hay una foto de 1892, por ejemplo, en que aparece con un grupo, en el campo, y sosteniendo el sombrero en la mano (Ver Iconografía). Sabemos, pues, que lo usaba, además de que hay numerosas referencias al sombrero.[viii] No resulta, pues, exagerado suponer que un rasgo importante de la pose de Martí en las fotografías, en la fijación de su imagen como «busto» para las conmemoraciones futuras fue el de no cubrirse la cabeza, de modo que iconográficamente, la cabeza, y en particular la frente, llegaran a ser los rasgos físicos que definieran la estatua.[ix] Al descubrirse la cabeza se descorre, exactamente como en un teatro, el velo que cubre la frente de Martí – “ya estaba descorrido” – y el genio sale a escena, se revela. Podemos ver, sin embargo, que la apoteosis visual y verbal de Martí ocurre a expensas de la aniquilación de su audiencia. Pocos retratos muestran de manera más brutal el efecto paralizante, silenciador de la palabra de Martí. Además, Miró Argenter reconoce que Martí podía decir cosas fútiles, lo cual no impedía que todos, el devoto y el incrédulo se rindieran ante el asalto y la invasión de su discurso. La secuela de la palabra martiana son la mudez y el aturdimiento. Sin duda, sus discursos tuvieron un particular efecto porque, como comenta Zacharie de Baralt, sus palabras “las
Jorge Arche: Martí
palabras iban derecho al corazón de sus oyentes: daban infaliblemente en el blanco” (71). Pero esto sólo, por importante que sea, no puede dar cuenta del delirante fanatismo de la audiencia. A ello contribuyó también la deificación de Martí, su figuración crística, que él mismo comenzó a fomentar desde que publica El Presidio Político en Cuba en 1871. Cuando Enrique Loynaz lo conoce le parece tener ante sí la “reencarnación de Cristo” (143). Manuel de la Cruz comenta que cuando Martí “iba de peregrinación a aquellas tierras [de la Florida], iba de triunfo en triunfo, aclamado como un Mesías, oído como un profeta” (52). Los que se le acercan se convierten en discípulos suyos, experimentan iluminaciones, se convierten. Horatio Rubens dice que Martí despertó en él tal “entusiasmo de actividad potencial que, súbitamente, llenó [su] vida de un nuevo significado”, y que le expresó “que quería serle útil y que estaba dispuesto a abandonar [su] carrera de leyes en Nueva York” si podía serle útil en otro lugar (208). Serafín Sánchez sintió la necesidad “de visitar el lugar consagrado por la sangre del Patriota Mártir.” “Fui al Calvario de José Martí”, añade, “como va el creyente sincero a arrodillarse delante del dios de los ideales santos de su religión” (215).
        En el campo insurrecto, dos días seguidos antes de morir en combate – el 18 y 19 de mayo de 1895 – hay testimonios de que repitió de que por Cuba estaba dispuesto a dejarse clavar en la cruz. En la carta en que se despide de Gonzalo de Quesada el 1 de abril de 1895, y que es considerada su «testamento literario», dice hacia el final: “En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días. Martí no se cansa, ni habla” (Epistolario V, 140). En otra carta, a Enrique Collazo, de 13 de enero de 1892, le pregunta: “¿No le han dicho que en Cayo Hueso me regalaron las trabajadoras cubanas una cruz?” (Epistolario III, 13). Y también en enero de 1892 le escribe a Serafín Sánchez: “Estoy sin fuerzas, muy malo aun. ¿Mi cruz, que no me llega?” (Epistolario III, 15).  
        No sobrestimemos las implicaciones simbólicas y políticas de este doble movimiento deificador y autodeificador. Lo primero no ocurre espontáneamente; por el contrario, se produce en conjunción con la narrativa mitologizante iniciada por Martí mismo a través de una dramaturgia que incluyó el traje, la oratoria, las poses del cuerpo y, de modo particular, sus constantes alusiones al martirio, a la cruz, y a la retórica del simbolismo cristiano: bondad, sencillez, pureza, todo lo cual se combinó efectivamente para crear en vida su personae. Contaba con la imaginación impresionable de su auditorio, incluso de sus amigos más íntimos; aún de aquéllos de los que, por su cultura, hubiera podido esperarse mayor resistencia. Comprendemos mejor por qué Martí tenía que convertir la oratoria en fervor religioso, en exaltación de iluminado: porque la tribuna estaba llamada a realizar, a darle forma total, a su propia deificación en la estatua.

La segunda apoteosis: la ópera “nacional” en el teatro de Lexington

        Es el 24 de octubre de 1895. Martí es un cadáver reciente, y la emigración cubana en Nueva York se reúne para rendirle tributo. El lugar, la Casa de ópera de  Lexington, está abarrotado.[x] El programa lo abrió Emilio Agramonte, quien interpretó al piano la obertura
de la ópera Guillermo Tell, de Rossini. Le siguieron, en este orden: el segundo acto de la ópera Martha (Flotow); Petticoat Perfidy, comedietta en un acto (Charles L. Young); el cuarto acto de la Gioconda (Poncielli), y el “Dueto de las banderas,” de I Puritani (Bellini). Las interpretaciones estuvieron intercaladas con exhortaciones al público, por parte de Gonzalo de Quesada, para que se hicieran donativos al Partido Revolucionario Cubano. Tras mucho bel canto que incluyó el famoso «¡Suicidio!» de la Gioconda, y el dueto de Giorgio y Ricardo en I Puritani cantando heroicamente “bello è affrontar la morte gridando libertà” (“Suoni la trompa”), entramos en la segunda parte del programa: “Apoteosis de José Martí.” El programa de esta parte estuvo integrado por las siguientes piezas: “The Star Spangled Banner” (Mss. Atkinson, Mr. Hunt and Chorus), “Oration” (Mr. Henry Lincoln Winter), “Immortal” (Mr. Sotero Figueroa), “Cuban Hymn” (Messrs. Agramonte, Alberts, Holt & Kunz), “L’étoile”, by Victor Hugo (Mlle. Eva Sylva), “A Martí,” by Mrs. Mercedes Barrancos (Miss Lolita Argilagos), “Versos Sencillos de Martí” (Mr. Antonio M. Molina), “Himno Cuba”, by Anacoana (Mr. Enrique Nattes), “Canto de Guerra,” by Francisco Sellén (Mr. Francisco Chacón), Presentations of floral tributes from the Cuban Clubs; their names to be announced on the stage.[xi] El clímax del programa se produjo al descorrerse la cortina que, hasta entonces, había permanecido cerrada.  El reportero de Patria comenta lo sucedido:

The visual impact of the stage was impressive when the drawn curtain revealed the apotheosized bust of Martí. A deep and affectionate applause resonated throughout the hall and those gathered offered a brilliant scene… At the back of the stage, was a large seal of Cuba Libre with the crossed flags of Narciso López and Carlos Manuel de Céspedes, a well executed work of art by the modest artista Mr. Federico Edelmán y Pintó. In front, placed on a well proportioned column, the bust of Martí, created by the notable sculptor Fred B. Clarke; at the foot of the bust one could see appropriate trophies, the most prominent highlighting the war, and the electric bulb bathed with light the bust of the hero, giving a certain glorious splendor to the whole scene, surrounded by women and gentlemen, representing all of the New York clubs (reproducido en Poyo 138).[xii]

           Comenzando por el lugar escogido para el homenaje, las diferentes interpretaciones y, por supuesto, la «Apoteosis» misma se combinan admirablemente para reafirmar el carácter teatral, operático del culto: su ficción. A los organizadores no les pareció suficiente la pomposidad del teatro de ópera, y montaron otro teatro en su interior. La cortina que se abre al final cumple ese cometido: crea un escenario en el escenario. No es un detalle de menor importancia que este instante – que en rigor podemos considerar fundacional del culto a Martí – lo presida precisamente la representación de Martí llamada a convertirse en el ícono martiano por excelencia: el busto (cabeza y frente). La columna griega sobre la que descansa anuncia ya el privilegio que definitivamente le será acordado a la cabeza expensas del cuerpo. Pero ese busto es apenas otra cosa que una cita de las más conocidas fotos de Martí, así como éstas ya eran ellas mismas busto y nada más. Se trata, por tanto, de una verdadera apoteosis: del endiosamiento de Martí y de su trasposición a otra esfera. Al mismo tiempo, podemos ver que el culto se inicia con muestras de pleitesía y ofrendas, o lo que es lo mismo, con la plasmación simbólica de la deuda y el recuerdo del pago. Todos ellos, todos nosotros estamos presentes entre esas «damas» y «caballeros» de todos los clubes de Nueva York que se han reunido esa noche. Pero hay algo más. El aplauso unánime de la concurrencia, la fascinación ante el busto iluminado, prolonga y repite, performativamente, el fervor de los tabaqueros de Tampa ante la verba magna de Martí. La transfiguración milagrosa que Varona había presenciado antes (“el simétrico cerco de su cabellera tomaba forma de aureola”, el orador “se transfiguraba en apóstol”) se realiza ahora no menos religiosamente, pero con una diferencia: la tecnología socorre al mito. La piedra (¿el yeso?) reemplaza definitivamente al cuerpo, y la aureola de Edison pasa por la religiosa.
Para Walter Benjamin, lo que se desvanece en la era de la reproducción mecánica es el  aura de la obra de arte (105). Benjamin encuentra significativo que “the unique value of the ‘authentic’ work of art always has its basis in ritual” (105) (itálicas del autor). Al mismo tiempo, parece algo ansioso por dejar atrás el residuo de lo ritual.  “[A]s soon as the criterion of authenticity ceases to be applied to artistic production,” expresa, “the whole social function of art is revolutionized.  Instead of being founded on ritual, it is based on a different practice: politics” (106) (itálicas del autor). Creo que esta separación es

problemática, y para demostrarlo me apoyaré en  uno de los ejemplos que comenta Benjamin – el del actor de cine – y lo relacionaré con los testimonios de algunos de los que escucharon a Martí, y muy particularmente con la escena en el teatro de ópera de Lexington.
Veamos como Benjamin presenta el asunto: “In the case of film, the fact the actor represents someone else before the audience matters much less than the fact that he represents himself before the apparatus.” Entonces, como “the aura is bound to his presence [a la del actor en la película] in the here and now,” concluye Benjamin, “[t]here is no facsimile of the aura” (112),  puesto que ese actor no se presenta ante el público que acude a la sala de proyección.
Al contrastar el Martí que escucha Varona (incluso el que presenta Henríquez y Carvajal) con el que se aparece/es proyectado (si se me permite la expresión) en la casa de ópera de Lexington, podríamos pensar que lo que ha ocurrido es la transformación de la “presencia” teatral en “ausencia” cinematográfica. El bulbo eléctrico sobre la cabeza “ausente” pareciera, en efecto, proyectarlo y – siguiendo la lógica de Benjamin – desvanecer su aura. Curiosamente, sin embargo, el artefacto de la modernidad sugiere si no un regreso del aura, sí de la aureola. De ahí la importancia de observar a esa multitud que en un teatro de ópera aplaude la presencia ausente. Los compatriotas que hayan vivido los primeros años del triunfo revolucionario de 1959 recordarán seguramente algo similar cuando en los noticieros ICAIC aparecía Castro – y lo hacía con mucha frecuencia – y los espectadores espontáneamente irrumpían a aplaudir. Lo que todo esto revela es la radical ambigüedad que constituye a la presencia en cuanto tal. Los cubanos de Nueva York sabían, por supuesto, que Martí había muerto. Pero hay que recordar igualmente que Martí habló y escribió con tanta frecuencia de su muerte, de su disposición al martirio – de hecho su escritura es mayormente una incesante (re)presentación de su fin –, y que  se fue auto-escenificando como busto, que cuando llegó el momento de la sustitución definitiva ya había desaparecido, hacía mucho tiempo, la diferencia entre presencia y ausencia, vida y muerte, ficción y realidad.  Su apoteosis es, pues, para decirlo de otro modo, la transfiguración del aura en aureola. La reproducción mecánica – el busto, como antes la fotografía – lejos de desplazar al aura la (re)producen; en primer lugar porque en vida ya Martí había comenzado a (re)prodcirse mecánicamente.

Beba de Cuba: ¿La última apoteosis de Martí?

Permítaseme contraponer “La Apoteosis de José Martí” en el teatro de ópera de Lexington en 1895 a lo que llamaré “La Apoteosis de Beba de Cuba” en el Miami de los primeros años del exilio cubano. Quizá contraponer no sea el término más adecuado.  Mi propósito es más bien mostrar una línea de continuidad y al mismo tiempo de ruptura entre los dos eventos, y traer a la luz el potencial inherente al mito y al culto para desinflarse con la misma ampulosidad con que se hincha. El lector habrá notado que la función en el teatro de ópera ya tenía un aspecto hasta cierto punto carnavalesco.  Incluso mi propio comentario estaba encaminado a mostrar la facilidad con que la solemnidad de esa “Apoteosis” podía  transformarse en cómica.
El 15 de abril de este año fui invitado por el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California de los Ángeles (UCLA) a dar una charla que titulé “Olvidar a Martí.” Después de la charla, mi querido amigo Enrico Mario Santi me invitó junto a otros amigos a cenar en su casa con él y con su esposa Nivia Montenegro.  La noche resultó memorable y llena de sorpresas. Terminada la cena, nos sentamos a conversar, y al gran poeta y amigo Néstor Díaz de Villegas y al propio Santí les escuché historias y chistes personales y de los primeros del exilio tras el triunfo de la revolución cubana en 1959 que sazonaron esa noche inolvidable. De esas historias, quiero comentar la de «Beba de Cuba», un famoso personaje miamense de principios de los años sesenta, y que escuché esa noche de boca de Santí. Beba era poeta y espiritista. Cada año, el 20 de mayo, celebraba en su casa el aniversario de la independencia de Cuba. El clímax de la celebración era su aparición, envuelta en la bandera cubana y encadenadas las manos.  Las cadenas eran de oro y y su esposo, que era dueño de una joyería, las había hecho especialmente para ella. Beba avanzaba hasta donde estaba colocado un busto de Martí y empezaba a estremecerse. Sus enormes pechos se bamboleaban frente al Apóstol, mientras los asistentes a la fiesta gritaban repetidamente: “¡rompe las cadenas, Beba!”  Beba de Cuba rompía las cadenas, pero hay que decir que esa liberación era completa, puesto que hasta la ropa cedía a sus estremecimientos. Mientras tanto, con los pechos bamboleándose de un lado a otro, Beba de Cuba gritaba: “¡Maestro!, ¡Maestro!, y empezaba a recitar… pero no los poemas de Martí, sino los de ella.[xiii]
Hay, por lo menos, dos maneras de acercarse a esta fiesta. O tomarla como ejemplo de las «locuras del exilio cubano», o ver en ella tanto lo que anima el culto a Martí como lo que lo subvierte desde dentro. ¿No habrán preservado las fiestas de «Beba de Cuba» algo de las primeras celebraciones cuando se proclamó la república cubana de 1902, y algo incluso que pudiéramos considerar característico del culto a Martí? ¿No es, por cierto similar el homenaje de Beba de Cuba a Martí al que le tributaron los clubes de Nueva York el 24 de octubre de 1895? ¿No se asemejan ambos eventos a una misa espiritista, y también a su parodia? Lo que disfruto de la historia de Beba de Cuba es la manera en que (re)presenta, parodia y subvierte toda la utilería del culto a Martí: el busto, la bandera, la recitación, la invocación. Debe notarse que la relación de Beba con el busto desafía su retraimiento. Beba de Cuba lo conmina a responder, y no precisamente con mandamientos patrióticos: “¡Maestro!, ¡Maestro!” El cuerpo descontrolado mira y exige ser mirado; y la voz, cada vez más apremiante, se excita con la resistencia del busto que permanece frío. Lo segundo que merece atención es el hecho de que Beba de Cuba no le recite a Martí sus poemas, sino al revés, invirtiendo así – subvirtiendo – la relación de poder instituida por la tribuna de Martí.  Ahora es ella, Beba de Cuba, -- la poetiesa, la mujer, la nobody, la loca – quien se apodera de la tribuna, de la palabra. 
Para mí, que no tuve la fortuna de ver a Beba de Cuba, y que agradezco a Santí y a Pérez Firmat, y a todos cuantos hayan contribuido a que se conozca esta historia; para mí, repito, las actuaciones de Beba de Cuba constituyen un auténtico performance liberador y en su raíz, ético. Hay algo extrañamente intuitivo en sus cadenas de oro. Es como si esas cadenas sólo pudieran romperse en el gesto transgresor que erotiza a Martí, que no le permite retraerse, que lo desafía a dar la cara – o la frente – y a responder al llamado del goce. Corro a la fiesta, me uno al vocerío: ¡Rompe la cadena, Beba!, ¡rompe la cadena!

A manera de epílogo

Permítaseme citar en su totalidad el primer párrafo del primer capítulo del libro The Myth of José Martí (2005), de Lillian Guerra:

On June 8, 1899, Juan Bonilla, a cigarmaker and member of the all-black reading circle La Liga Antillana, wrote an impassioned letter to his friend and fellow activist Juan Gualberto Gómez. Peppering his letter with direct quotes from José Martí’s writings, Bonilla recounted how Martí had personally inspired him to pursue ideals of truth and justice, especially through the readings he recommended to La Liga, a list that included Renan’s Life of Jesus and works by Emerson and Seneca. However, Bonilla’s purpose in writing Gómez was more than commemorative. He wanted him to know that despite Martí’s death, Bonilla and other Cubans could continue to receive Martí’s councel, even from beyond the grave (Guerra 23) (énfasis mío).
La afirmación de Bonilla – y de otros cubanos, según él – de que seguía recibiendo
consejos de Martí desde el otro mundo empalma con el entusiasmo de los asistentes a la apoteosis de Martí en el teatro de ópera de Lexington, y quienes, como se recordará, aplauden el busto de Martí como si Martí mismo – habiendo regresado de la muerte, o no habiendo en verdad muerto – se les hubiese aparecido para deslumbrarlos con otro de sus discursos, y claro, para pedirles más contribuciones para la causa revolucionaria. Ese deseo espiritista de llamar al muerto, ha tomado en el caso de Martí diferentes formas, siendo una de ellas la estatua – y a la que ya había precedido el susodicho busto iluminado por la bombilla eléctrica. Por si alguien lo dudara, véase “Una interviú con Martí,” de Adrián del Valle, publicada en Cuba y América el 8 de octubre de 1905, es decir, a solo unos meses de la inauguración de la estatua del Parque Central. “Serían como las dos de la madrugada,” comienza del Valle, la ciudad dormía, nadie caminaba “por las desiertas calles, sobre cuyo empedrado resonaba el taconeo de mis pasos acelerados.” Iba, nos dice, “al Parque, decidido a tener una interviú con la estatua marmórea de Martí." Tenía que escribir un artículo para Cuba y América, y se durmió sin haber conseguido trazarse un plan. Entonces se despertó poco después “con la idea fija de entrevistarme con la estatua del Mártir de Dos Ríos.” Llegó, pues, al monumento, “encima del cual estaba el Maestro con el brazo extendido y como dirigiendo la palabra a una magna reunión de espíritus.” Uno podría, sin estirar mucho las cosas, decir que esa “magna reunión de espíritus” congrega a los asistentes a la apoteosis de Martí en Lexington, a Juan Bonilla y a los otros cubanos que seguían comunicándose con Martí desde el más allá, al propio Adrián del Valle, y finalmente a la legión de espíritus todavía por venir que empecinados en traer de vuelta a Martí lo habrían de convertir en muñeco de cera, y comenzarían una nueva persecución: nada menos que la de la mismísima voz de Martí. Esa voz con la que, luego de que “con grandes precauciones y agarrándose a los salientes del monumento,” pusiera los pies en el suelo se quejara de “[su] papel de estatua silenciosa y decorativa.” Porque, le dijo al periodista que había ido a pedirle una interviú, “¿Y qué me importa que recuerden de tarde en tarde mi nombre si han llegado a olvidar mis doctrinas?” La culpa de esto, dijo Martí, la tiene la política. Adrián del Valle le explicó: “Es condición humana Maestro: el ideal pierde siempre su prístina belleza al contacto de la realidad impura.” Martí se negó a aceptar esa burda explicación: “¿Y por qué no había de conservarla? ¡Era tan bella la Cuba libertada que yo soñé!...” El periodista le hizo la observación de que “los hombres, aunque tengan intenciones de ángeles, conservan siempre pasiones de ángeles.” Martí, quien al parecer en este punto no tenía otra opción que aceptar el razonamiento o atribuirse él mismo una naturaleza angélica, “quedó sumido en honda meditación.” Entonces, como empezaba a amanecer, le explicó a Adrián del Valle que tenía que volver “a [su] pedestal,” pero que desde allí continuaría “haciendo votos por la felicidad de [su] patria.” Al final, la interviú resulta ser solo un sueño. Ese sueño – el de comunicarse con el muerto, con su espíritu – como ya dije, no ha perdido un ápice de fuerza. En el 1 de febrero de 2012, Cubadebate reprodujo un artículo del periodista Max Lesnik – que vive en Miami - titulado “Buscan grabación de la voz de José Martí,” y en el que se informaba:

Un cubano ingeniero de sonidos que vive en New York lleva más de 20 años tratando de hallar  un viejo cilindro fonográfico grabado por Thomas Edison en el que registra la voz del apóstol  José Martí en los momentos en que éste pronunciaba uno de sus grandes discursos patrióticos en una reunión de emigrados cubanos en la Babel de Hierro, poco antes de partir para la  guerra independentista en 1895.
Como era de esperar, en Cuba se movilizaron los centros espirituales martianos, y
Museo de cera de Bayamo: Martí
solo dos días más tarde, el 3 de febrero, Juventud Rebelde publica otro artículo sobre el asunto, y cuyo título – “Estudiosos cubanos consideran posible que José Martí haya grabado su voz en un cilindro fonográfico” – sugiere que la pelota estaba en manos ahora de los investigadores cubanos. Solo que en esos dos días la historia había cambiado. La grabación no era ya la de “los momentos en que [Martí] pronunciaba uno de sus grandes discursos patrióticos,” sino que ahora se trataba de la posibilidad de que Martí hubiera grabado “frases en español y en inglés” en el susodicho cilindro. Si para unos se trata solo de una posibilidad, “el asesor de la Oficina del Programa Martiano, Jorge Lozano, asegura que el Apóstol dejó en aquel invento frases en español e inglés” (énfasis mío). Esto, a pesar de que el investigador y especialista del CEM, Pedro Pablo Rodríguez, “señaló que desde hace muchos años se habla que el poeta grabó su voz, pero que se sepa no existe ninguna evidencia que lo pruebe.” Lo que hay detrás de todas estas especulaciones es el deseo de resucitar a Martí de entre los muertos. La profesora Nuria Nuiry “manifestó a Prensa Latina
que hay un rumor insistente sobre ese tema hace varios años,” y añadió que si bien “no se tiene ningún dato concreto acerca de eso,” no perdía “las esperanzas de escuchar la voz del Apóstol. Ojalá.” Sería estupendo que encontraran el cilindro con la voz de Martí y – cualquier cosa que sea lo que éste haya grabado – lo insertaran en el muñeco de cera, de modo que el espíritu de ventrílocuo de Martí se haga escuchar al fin. Pero antes de concluir debo, en primer lugar, hacer pública una información que por un lado aguará la supuesta primogenitura del muñeco de cera de Martí, y por el otro, quizá desate una nueva caza de restos martianos. En 1895, a menos de dos meses de la muerte de Martí, ya se exhibía en Nueva York una estatua de cera de Martí. El 7 de julio de 1895 el New York Times publicó el siguiente suelto en la página 11:

--Eden Musée—The Buchanan Exhibition at the Eden Musée is at present attracting more attention than any of the other groups of wax figures. In one of the sections of the Chambers of Horrors the execution group is placed. The electrical chair and the furniture of the room exactly correspond with those of the death house at Sing Sing, and the figure of Buchanan, which is in the chair, shows an excellent likeness of the recently-executed man. The new figure of Marti, the Cuban patriot, is also being much admired by thousands who are praying for the freedom of Cuba. The music this week will be exceptionally good. Danko Gabor’s Gipsy Orchestra has a large number of new selections which will be of special interest to lovers of classical and popular music, and many gipsy melodies which are always well received.
El New York Times volvió a ofrecer una información similar en sus ediciones del 14 de julio, y del 24 de noviembre de ese mismo año, lo que indica o sugiere que, cuando menos, la estatua de cera de Martí se mantuvo en exhibición probablemente hasta fines de ese año. Creo importante reproducir el suelto del 24 de noviembre:

--Eden Musée— A partial rearrangement of the wax groups at the Eden Musée was made last week. In the main hall, the Japanese jugglers’ group has been thoroughly remodeled. On account of the troubles in Turkey the figure of the Sultan among the rulers of the world excites much attention. Another figured just remodeled which has many admirers is that of Gen. José Marti, the Cuban patriot. Holmes, the criminal; Maria Barbella, and the Cremation group are at present the principal features in the Chamber of Horrors. Concerts by the Hungarian Orchestra will be given afternoon and evening during the week.
          El Museo Eden de Nueva York, que se inauguró en 1883, estaba situado “in the very heart of New York, in one of the most frequented streets of the city – Twenty-third street, between Fifth and Six Avenues” (Catálogo de 1899). Entre otros grupos de cera, el museo exhibía el de los anarquistas de Chicago. También se exhibían cabezas. Aunque la figura de Martí no debió estar situada en la Cámara de Horrores, de todas maneras el anuncio de su exhibición nos lo presenta rodeado de criminales y monstruosidades y, como todas éstas, como un objeto de la curiosidad pública y de entretenimiento, por más que se le vincule a la independencia de Cuba. Su figura de cera, por otra parte, lo inscribe definitivamente en el ámbito neoyorkino, en mismo el corazón de la ciudad donde el New York Tribune lo entrevistó más de una vez. Del busto iluminado por la bombilla eléctrica de Edison, a la estatua de cera en Museo Eden, a la estatua del Parque Central de La Habana, al muñeco de cera del museo de cera de Bayamo, y al cilindro fonográfico – también de Edison – en el que supuestamente habría grabado su voz, los intentos de hacerle una interviú, de hacer bajar su espíritu no parecen tener fin. Prefiero el llamado irreverente, sandunguero, de Beba de Cuba, fuera de sí, desencadenada y gritándole – como una Erinnia tropical: “¡Maestro!”


[i] Este artículo es una version revisada, corregida y aumentada de “The Iconography of a National Hero: The Glorification of José Martí,” publicado en: Arr. Idéhistorik tidsskrift. / Arr-The Norwegian journal of the history of ideas. Cuba # 1-2. Oslo: University of Oslo, 2013. 111-123. El artículo apareció en traducción al noruego. See: http://www.arrvev.no/

[ii] En la conocida formulación de Althusser, “[l]a ideología interpela a los individuos como sujetos” (itálica en el original), hasta el punto de que es ella la que los constituye como tales. Althusser lo ilustra así: “Sugerimos entonces que la ideología ‘actúa’ o ‘funciona’ de tal modo que ‘recluta’ sujetos entre los individuos (los recluta a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación, y que puede representarse con la más trivial y corriente interpelación, policial (o no) ‘¡Eh, usted, oiga’.” Louis Althusser. “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado.” Slavoj Žižek (comp.) Ideología. Un mapa de la cuestión. (Buenos Aires: FCE, 2003). 144-47.

[iii] Iglesias menciona otros ejemplos de este recambio simbólico: “las calles ‘Tacón’, ‘Concha’ y ‘Cánovas’ se habían convertido en ‘Martí’, ‘Maceo’ y ‘Gómez’, mientras que las denominadas Real o Reina perdieron sus nombres monárquicos para trastocarse en calles republicanas” (155). Estas sustituciones no implican que el pasado pueda barrerse con un simple cambio de nombres, sino que, por el contrario, el cambio mismo funciona como una argolla que ata al pasado con el presente y a la colonia con la república. Uno de los ejemplos que menciona Iglesias ilustra mejor lo que quiero decir. El dueño de una tienda de La Habana llamada «Las Glorias de Pelayo», al ver llegar el fin de la soberanía de España, cambió el nombre a «Las Glorias de Maceo, antiguas de Pelayo». Iglesias solo comenta que, dejando a un lado el lado cómico de la anécdota, “el simbolismo de la trasmutación de Pelayo, rey ibero, en Maceo, héroe mambí, es impresionante” (166-7). La clave de la significación simbólica de ese gesto reside en el antiguas de, porque aquí se visibiliza la argolla que mencionamos antes. Así, las glorias de la reconquista resultan intercambiables con las de la de la independencia, igual que Pelayo con Maceo: tras las glorias recientes de Maceo se esconden las antiguas de Pelayo.

[iv] En 1949, en una carta abierta a Manuel A. de Varona, Primer Ministro y Presidente de la Comisión Pro-Monumento a Martí, Fernando Ortiz se refiere a la decisión de la junta de patronos de la biblioteca nacional de darle el nombre de José Martí al nuevo edificio que se construiría para dicha institución. Ortiz expresa lo siguiente: “Esta denominación tiene, además, la importancia práctica de evitar la tentadora posibilidad de que algún día, en el trascurso de los años, una ofuscación política ocasional pudiera imponerle a la Biblioteca Nacional un nombre de significación menos gloriosa que el de Martí, o que pudiera ser discutible y hasta impugnado por una parte del pueblo cubano.” Fernando Ortiz. “Carta abierta al Primer Ministro.” Bohemia, Año 41. No. 25. 19 de junio de 1949, pp. 59 y 82. El comentario ortiziano ilumina la violencia institucional constitutiva del culto a Martí, pero también la sospecha de la resistencia popular al culto. El hecho mismo de que pueda imaginar a una parte del pueblo cubano impugnando el culto, lo cual incluso, implícitamente asume la forma de una tentación, y que lo veamos asegurarse de que tal voluntad, aún si popular – o quizá por eso mismo – no llegue a imponerse, resulta reveladora de toda la presión con que se ha intentado martianizar a la Isla.

[v] El País, Año IV, No. 8, enero de 1926, p. 1, col. 4-6. Florencia Peñate. “Apuntes sobre la escultura en Centro Habana y su entorno.” Arquitectura y Urbanismo. Vol. XXXI. No. 3, 2010, pp. 88-96. En un interesante artículo, Salvador Arias afirma que Vilalta Saavedra era mulato, y que el monumento que realizó en el Cementerio de Colón de La Habana en 1890 para honrar a los estudiantes de medicina que habían sido fusilados injustamente por los españoles en 1871 “recibió varias críticas, detrás de las cuales era fácil detectar sentimientos anticubanos o racistas.” Arias añade: “Entre las críticas que recibió Vilalta se encontraba la de que si él firmaba las obras, la ejecución era de otros, pues solía hacerlas en Italia.  Lógicamente, tendría ayudantes que trabajaban el mármol cerca de sus fuentes, pero todas las escultura firmadas por él tienen rasgos característicos, como un elegante realismo que  impera en el tratamiento de la telas y en la reproducción de las figuras, así como un ponderado equilibro que le hacía superar las formas más abigarrada de la época.” Ver: Salvador Arias. “José Vilalta Saavedra, un escultor para una Habana finisecular.” Periódico Cubarte, 2 de julio de 2012. http://www.cubarte.cult.cu/periodico/opinion/jose-vilalta-saavedra-un-escultor-para-una-habana-finisecular/21189.html   El comentario de Arias parece dirigido a restarle credibilidad al argumento de Peñate, a quien no menciona. El lector puede ver, sin embargo, que Arias se pierde en vaguedades, sin llegar a dar pruebas de lo que afirma. A esto hay que añadir, en particular, la ambigua alusión a los ayudantes del escultor.

[vi] El segundo en importancia es el Mausoleo de Santa Ifigenia de Santiago de Cuba (1951).

[vii] A propósito de esto, Ette cita también la impresión de José María Izaguirre, quien dijo que “Martí parecía en sus discursos un torrente que se despeñaba.” 37.

[viii] Al narrar su arresto en La Habana en 1878, Juan Gualberto Gómez cuenta que Martí le dio la mano, “tomó su sombrero y se marchó con el visitante,” que resultó ser el celador que había venido a detenerlo. Juan Gualberto Gómez. “Martí y yo.” Así vieron a Martí. 105. Alberto Plochet lo recuerda en el meeting en Tammany Hall, saliendo disparado hacia el escenario como “un bólido” y llevando “su bombín (derby), agarrado con ambas manos y apoyado sobre el pecho”, para responder al comentario de Antonio Zambrana de que “los cubanos que no secundaban [el] movimiento debían usar sayas.” Alberto Plochet. “Los ojos de Martí.” Así vieron a Martí. 182. Fermín Valdés Domínguez nos dice que en Nueva York, “[d]e prisa, como el escolar que teme al maestro, se bañaba, tomaba el desayuno, y con el sombrero sobre las orejas, y como encajado, cosido al pobre abrigo, se despedía.” Fermín Valdés Domínguez. “Martí ofrenda de hermano.” Así vieron a Martí. 280.

[ix] Gonzalo de Quesada nos dice que “[s]in excepción, al hacer su autorretrato, el pintor trata, consciente o inconscientemente de presentarse con su verdadera personalidad, revelando las hondas fibras de su carácter”. Su artículo “Autorretratos de Martí” reproduce los cinco dibujos suyos que se conservan, pero sólo comenta aquél en que Martí se autorrepresenta como Chac Mol, y que, según Quesada, el único con valor simbólico. Gonzalo de Quesada y Miranda. “Autorretratos de Martí.” Facetas de Martí. (La Habana: Editorial Trópico, 1939). 120-27. El más famoso de esos autorretratos, sin embargo, es ese en que Martí dibujó solo la cabeza de frente, en forma casi de un triángulo en el que la parte superior es la frente. La cabeza y la frente ocupan casi el cincuenta por cierto del retrato, y parecen abarcar un espacio mayor por la perspectiva desde la que está hecha el retrato. Pareciera que la cabeza de Martí está mirándonos de frente, pero en realidad mira más hacia abajo, como si estuviera abismado. Así, el rostro aparece un tanto comprimido y deformado. El retrato claramente presenta una perspectiva privilegiada de la cabeza y la frente, y marca la intervención directa de Martí en su construcción iconográfica como pensador. Otros detalles importantes de la puesta en escena del busto lo son las manos y las ropas, algo que Emilio Bejel ha estudiado muy bien, y a lo que nos referiremos más adelante.

[x] La descripción de lo ocurrido esa noche, así como la cita del reportero de Patria las tomo del artículo de Gerald Poyo “Cubans Divided, Divided Martí: Reflections on José Martí’s Historical Images.” Uva de Aragón, ed. Repensando a Martí. (Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, Florida International University, 1994). 137-38. Poyo dice citar de la edición de Patria de 30 de octubre de 1895. Pero en ese número lo que aparece es una breve referencia a la celebración y el anuncio de una crónica sobre la misma en el siguiente. Sin embargo, en el del número 9 del periódico Guáimaro del 31 de octubre de 1895l incluye el programa de la noche. Patria fue el periódico creado por Martí como órgano del Partido Revolucionario Cubano. Guáimaro era otro de los periódicos independistas cubanos en los Estados Unidos.

[xi] “La fiesta Agramonte.” Guáimaro, 31 de octubre de 1895.3.

[xii] Guáimaro publicó ese mismo día un anuncio titulado “La Apoteosis de José Martí”, en la que se convocaba a los lectores a asistir al teatro esta noche. El evento se anuncia como “gran solemnidad artístico literaria”, y se expresa que concluiría con “el acto imponente de la coronación del busto de Martí” y con “los clubs todos de New York” depositando “ofrendas florales o banderas en el pedestal donde se levanta el busto, terminando la apoteosis con un himno patriótico cubano compuesto expresamente para este acto por el profesor Agramonte, que ha puesto en él su alma de artista y de patriota” (“La Apoteosis” 3).

[xiii] Pérez Firmat menciona las fiestas de Beba de Cuba. Ver Gustavo Pérez Firmat. Next Year in Havana. (Houston: Arte Publico Press, 2006). 47. 

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