©Francisco Morán, Southern Methodist University[i]
De los 27 volúmenes
de las Obras Completas de José Martí
(1963 – 1966) solo el 19 incluye textos explícitamente considerados dentro de
la literatura de viajes en la sección justamente titulada “Viajes.” Así, los “Diarios”
y las “Crónicas,” son sustraídos hasta cierto punto de dicha narrativa. Podría
argumentarse, sin embargo, que hay mucho más literatura de viaje en la obra
martiana que la que le asignan las OC.[ii]
En las notas que
siguen comentaré los apuntes de Martí sobre su viaje a Guatemala (1877). Los
mismos comprenden las escuetas notas sobre Livingston y las que documentan su
viaje de Izabal a Zacapa, el cual emprendió por tierra, en mula y a caballo. En
el caso específico de “Guatemala,” se trata de un texto híbrido en el que se
mezclan el diario, el relato de viajes y el género epistolar. Estas notas
podría decirse que abren una ventana a
la gestación del pensamiento americanista martiano. Esto es lo que sugiere Jorge
Mañach cuando, a propósito del viaje de Martí a Guatemala comenta que “[l]a inmersión
laboriosa en la gran Naturaleza enriqueció su sentimiento americano. Aquel
viaje fue una documentación definitiva. Llegó a México como embriagado de la
visión magnífica y de una vasta esperanza” (Mañach 98). Para Ezequiel Martínez
Estrada la lectura de este y otros textos similares lo llevan a la conclusión
de que “[L]o que interesa no es lo que ve [Martí] sino lo que siente.” Según el
ensayista argentino, “el sentimiento que Martí experimenta en el seno de la
Naturaleza, es el de la libertad.” Y añade:
Leyendo los trabajos puestos bajo el título de ‘Viajes’,
tiénese esa sensación pujante de libertad que el autor experimenta andando por
Centroamérica. La descripción del paisaje es incidental, y lo que Martí de
nuevo en sí, es que regresa a la Naturaleza como el hijo pródigo al hogar
materno. Es feliz y se siente libre en un mundo libre. El americanismo de Martí
penetra en él por los sentidos…” (237).[iii]
Por mi parte sostengo
que en las notas de viaje por Guatemala se observa en Martí una ambivalencia,
lo mismo respecto a la naturaleza americana que frente al «hombre natural» con
que se cruza en el camino. Esto resulta de su intento de perseguir en el
paisaje el reflejo de su propia superioridad moral, y el espejo de ese mismo
paisaje que lo esquiva y frustra su deseo. Por esta razón, Martí intuye o
siente que el paisaje y sus habitantes o son francamente hostiles, o
constituyen potenciales adversarios. Así, los otros, los individuos reales con
quienes Martí traba conocimiento personal, casi siempre aparecen figurados como
bárbaros o primitivos. Lo primero conlleva al rechazo explícito; lo segundo, a
una especie de idealización cercana a la del buen salvaje de Rousseau, pero que
no está lejos del gesto desdeñoso. Cabe, pues, insistir en y recordar que la
percepción martiana de esos sujetos no puede en modo alguno separarse de la del
paisaje que éstos habitan. Los textos a que hago referencia – “Livingstone” y
“Guatemala” – si bien sugieren, en efecto, una conciencia americana en ciernes,
también revelan las contradicciones e inconsistencias de esa misma conciencia,
toda vez que en dichos apuntes podemos ver la producción de eso que Marie
Louise Pratt llama “zona de contacto,” sinónimo de “frontera colonial,” y
signada, por tanto, por la interacción entre “viajeros” y “viajados,” hecho que
ocurre a menudo “dentro de relaciones de poder radicalmente asimétricas” (Pratt
34).
En febrero de 1877,
Martí salió de México hacia Guatemala y pasó por Livingstone, pueblo del
departamento de Izabal, en el oriente de Guatemala y situado en la boca del Río
Dulce, en el Golfo de Honduras. Al acercarse a Livingstone el buque en que
viajaba, escucha la llamada de un caracol
que viene de la orilla, y hace de él campana
americana que “llama a los hijos de la costa a las labores de la tierra.”
El pueblo se vuelve una pequeña muestra de laboratorio de la soñada unidad
americana, una visión anticipada, por así decirlo, de “Nuestra América”: “Pero
hoy es fiesta. ¿No? Pues, ¿qué hacen en aquella plaza tantos hombres que van y
que vienen? No es plaza, es que están embarrando
una cabaña. Ese bullicio es simpático; atrae ojos y corazones, porque lo
engendra un sentimiento fraternal. En Livingstone el pueblo no permite que un
hombre solo haga su casa: Todos le ayudan” (OC
19, 37).
Hay tres cosas que
quiero subrayar. En primer lugar, vemos el característico movimiento martiano
de negación del goce. La fiesta está en
el trabajo, no en la fiesta. Lo segundo, es el amoroso
autoritarismo que subyace en la solidaridad: aún si un hombre quisiera
construir su casa él solo, la unidad del pueblo se lo impediría. Por último,
está la reproducción de la lengua del otro, la anotación filológica registrada
en el uso de las itálicas embarrando
que marcan la diferencia con respecto al viajero ilustrado. Lo curioso en este
caso es que, contrario a lo que sucede con otros ejemplos como nirajú (el niño) o dada (la anciana), embarrar no parece marcar tanto la lengua del
otro como otra, sino más bien como inculta. En ambos casos, como advertí
antes, hay que tomar nota de la mirada colonial que se esconde en estas notas.
La crítica ha pasado por alto con frecuencia que la tan celebrada defensa
martiana del «hombre natural» nunca está lejos, ni de la noción de «hombre
primitivo», ni, por supuesto, de los prejuicios antropológicos y racistas que
han acompañado a este término. Lo veremos mejor si nos volvemos a esa
fraternidad americana que se presenta a los ojos de Martí: “No se ve una cara
blanca, pero el negro de la raza pura alegra los ojos. No el negro corrompido,
bronceado, mezclado, de Belice, sino este otro luciente, claro, limpio, que no
tiene nunca canas, redonda en las mujeres como Venus, en los hombres desnudos
como Hércules” (OC 19, 37). El pero sugiere cierto malestar. Aquí no
hay ni un blanco, parece decir Martí, pero si todos son negros, al menos no son
como otros negros (los de Belice, por ejemplo), sino que son negros puros, lucientes, claros, limpios. Sobre todo es importante el
registro racial de esa mirada que empieza por notar la ausencia del blanco. El
comentario resulta escandalosamente racista por partida doble: discrimina al
negro “corrompido, bronceado, mezclado,” y adopta un tono paternalista y
condescendiente, colonialista ante el negro que merece su aprobación, puesto
que el negro “de la raza pura” que alegra los ojos del viajero etnógrafo es otro tipo de negro: “luciente, claro,
limpio.” La distinción traiciona un malestar y, consecuentemente, un esfuerzo
por exorcizarlo afirmando la diferencia del negro de la raza pura.[iv]
Pero, ni aún la cabeza inmaculadamente
negra – sin canas – del negro luciente, claro y limpio tranquiliza a Martí. Después
de exaltar la “vivacidad,” la “generosidad,” la “fraternidad” y la “limpieza”
de Livingston, no puede evitar dejar, siquiera de pasada, constancia del
desasosiego que le suscita tanta cabeza negra y natural, y aún ese “pueblo moral:”
“las miradas llenas de benevolencia y de franqueza acusan, por su centelleo,
que en el momento de la ira han de ser rayos y relámpagos” (39). Son tan
naturales, tan puras esas cabezas negras, que fácilmente se despeñarían por la
violencia y, valga decir, la barbarie.
Esta mirada engarza con, y no meramente complementa, la que se entrega a la
erotización del cuerpo negro. Se trata de, siguiendo a Mary Louise Pratt, “los
términos masculinos y erotizados que codificaron la relación del viajero
europeo con los países exóticos que visitaba” (86). Martí, que comienza a
elogiar el habla del “caribe primitivo” y el “dialecto puro” del lugar, exclama
entusiasmado: “¡qué manera de hablar!” Hablando entonces de sí
mismo en tercera
persona como “el viajero,” comenta que éste admiró una vez “la rápida palabra
de los vascos,” pero que “ahora ve que ésta [la de Livingston] le es muy
superior.” Rápidamente las observaciones sobre el lenguaje se erotizan, y con
el lenguaje todo el pueblo: “Son locuaces con la lengua, con los ojos, con las
caderas, con las manos. Tienen para cada letra una, no mirada, sino transición
de ojos diferente. Si dijeran amor, estas mujeres quemarían. ¡Oh! Y como se
viste esa negra; es el vestido del país.” Y mirando a un niño: “Pero aquel
pequeñuelo es mucho más curioso: tiene formas narcíseas, apolíneas. Es ligero y
hermoso, nervudo y correcto: el pequeñuelo es un Cupido negro” (38). La mirada
erotizante, la racialización enfática – no basta con decir “estas mujeres,” ni
“aquel pequeñuelo” – el no menos enfático marcador de las diferencias,
asociadas a lo primitivo, todo, en fin, se combina para exotizar al otro. Lo
que traiciona la mirada etnográfica y colonial de Martí es que no falla en
hacer de ese otro un objeto de estudio, una curiosidad, sujeta a las
clasificaciones y comparaciones, objeto del deseo y fuente de inquietud o de
miedo.
Antes de ocuparme
brevemente del siguiente texto, quisiera llamar la atención sobre cierta
helenización que Martí inscribe en los cuerpos negros, erotizados, de los hombres,
mujeres y niños del pueblo de Livingston: “mujeres como Venus,” “hombres
desnudos como Hércules,” el pequeñuelo que es un “Cupido negro.” Se trata de
una curiosa manera de celebrar al negro puro, al hombre «natural». En ellos
parece asomar esa «Grecia nuestra» que entrará por la puerta ancha del ensayo
de “Nuestra América.” Pero, en el caso que nos ocupa, más que evidenciar la
marca del artificio letrado dejado sobre la piel pura del negro, lo que resulta
aún más significativo es el blanqueamiento de la piel negra que esto implica.
Ese Cupido fervorosamente fálico en lo que tiene de “nervudo” parece gozar asimismo
de las virtudes clásicas: es ligero, hermoso y correcto. Es un negrito, podría
decirse, que tiene el alma blanca, cincelada en mármol pentélico.
De acuerdo con los
apuntes de “Guatemala,” Martí comienza su viaje el 26 de marzo de 1877. Como ya
hemos dicho, parte de Izabal en dirección a Zacapa. Estos apuntes casi se
inician con el yo del viajero volviéndose a Fermín Valdés Domínguez:[v]
Y bien, Fermín
hermano; a nuestros años se tiene siempre una panada de sueños dormidos, que
traidoramente y sin sentir han penetrado nuestra voluntad. De manera que, sin
haberlo pensado, me encontré yo con que anhelaba gallardas aventuras,
misteriosos encuentros, noches de oro y de abismo, sorpresas de fieras, todo lo
que promete, en suma, a una imaginación enamorada de lo heroico, un viaje de
ocho días a través de ríos, selvas y montañas tropicales (OC 19, 45).
En el momento, pues,
de la partida, lo que excita a Martí no es la oportunidad de conocer la
naturaleza americana, sino la de utilizar esa naturaleza para la realización de
sus propias fantasías. Ese viaje a través de “ríos, selvas y montañas
tropicales” es muy similar al que prometían en la época los relatos de viajes a
las regiones exóticas del Oriente, de África, y también de América. Pero ese
deseo, en un no acostumbrado gesto irónico, la desinfla el propio Martí al
contrastar la elevación de su deseo con la “inferioridad” del animal en que
viajaba: “Y ¡éste león rugiente, este corcel de Arabia, y esta águila altanera
que yo me siento aquí en el alma! Imagina todo esto, a horcajadas sobre una
innoble mula” (45). Entonces, si aquí hay un ademán irónico, éste no es el
resultado del gesto desmitificador, consciente, de Martí; sino que más bien
ocurre a
pesar suyo. La mula, el animal que lo transporta por el territorio
guatemalteco, y cuyas patas, por lo mismo, se afincan al andar en tierra
americana, constituye lo deleznable, eso que, en su vulgaridad, socava y vacía,
y hace imposible el paisaje deseado: el aprendido mayormente en los libros
importados, en las fantasías orientalistas europeas. Tan pronto como la realidad
del andar de la mula lo trae de vuelta a la realidad, el corcel de Arabia se
desvanece. El momento merece inmortalizarse, reclama una tarja, otro busto:
esta es una de las muy raras ocasiones en que Martí ha estado más cerca de
hacer un chiste; y lo que es mejor: un chiste sobre sí mismo.
Pero no nos hagamos
ilusiones. Nosotros podemos reírnos, pero con Martí estos chistes salen caros.
Aquí el único que no ríe es él. La mula de Martí, mal que le pese, todavía
tiene que cargar con el bestiario que Martí sentía ahí, “en el alma;” y con “aquellos cortinajes de verdura” que
también a él “como alas se habían pegado a [su]
alma.” Sobre esa mula se mantenía firme un alma elevada. Pero las otras mulas
de la comitiva, bueno, eso era otra cosa: “Bien está que yo empiece por la
descripción de la viajante comitiva. (Éramos una persona, y cinco mulas, a no
ser que, por un exceso de piedad, descontemos del bestiaje, al arriero y su
mujer. ¡Oh, la mujer del arriero!)…” He ahí, en todo su exceso (no se equivocaba) la piedad
de Martí. Todo el desprecio dirigido hacia el animal que no ha sido tocado por
la gracia, se vuelca sin miramientos sobre la pareja de arrieros que lo acompañan,
y sin los cuales se habría perdido en las selvas de Guatemala. Se reserva para
sí, monopolizándola, la condición humana – el ser de persona – mientras a todos los demás lo subsume el bestiaje. De esta manera la mula y los
arrieros son el gozne que sirve de punto de articulación al binarismo civilización-barbarie. Es lo que sucede a
veces cuando Martí deja de hablar del «hombre natural» y pasa a interactuar con
él. Así, al describir a la mujer – notemos que no se ocupa del hombre que va
con ella – expresa:
Su perfil es
correcto, menuda la nariz, breve la boca, bien hecha la frente; aguda la barba;
acaba la figura un tocado casi griego, puesto que con las trenzas del cabello
se ciñe el casco a manera de corona; mas todas estas perfecciones de la forma,
abrutadas por la incultura, se convierten en fealdades numerosas por la falta
de transparencia espiritual. Ni un rayo de alma se abre paso por entre esa tez
de bronce. Mira como las onzas y las zorras; arruga el ceño, no para expresar
una ira que no siente, sino para recoger el pensamiento que no entiende (45).
El retrato de esta
«mujer natural», es decir, inculta, resulta sorprendente y revelador a un
tiempo en la medida en que las perfecciones
que pudieran celebrarse en aquélla son las de esa Grecia a la que, en “Nuestra
América,” Martí se referirá como “la Grecia que no es nuestra,” precisamente
para defender “Nuestra Grecia” (“Nuestra América” 342). Pero cuando el ser
americano natural se le aparece (americano, indígena y mujer) lo rechaza sin
miramientos. Lo curioso es que Martí no da ninguna razón objetiva, no refiere
ningún hecho que justifique su repulsión. La imagen revela un racismo visceral.
El comentario de que “ni un rayo de alma se abre paso por entre esa tez de
bronce” sugiere una de las imágenes más estereotipadas del indígena: encerrado
en su mutismo e impermeable a cualquier acción civilizadora. Eso es lo que
justificaría en última instancia, implícitamente al menos, el uso de la violencia.
No hay que minimizar el importe simbólico de la asociación de la mujer con dos
animales que pueden ser objeto de cacería: la zorra y la onza (especie de
pantera). Compárense la mirada de zorra y osa que Martí le atribuye a la mujer
con el “león rugiente,” el “corcel de Arabia,” y el “águila altanera” que
reserva para su alma. Y véase como se acerca a la Grecia nuestra – el pasado precolombino – cuando lo ve inscrito en
esta mujer indígena: “El pensamiento de esta mujer es una piedra azteca; no se
puede leer en ella sin ayuda de su marido.” El comentario misógino, toma a su
vez distancia del «hombre natural»: “Me entrego a mis urbanos pensamientos, y
dejo su fraseo de
bípedos a estas rocas talladas en lo humano” (OC 19, 46). Contemplando el panorama desde
las alturas de la montaña por la que cabalga, Martí se olvida de su humildad.
Ahora sus ojos coinciden con los ojos imperiales que se complacen en la
fantasía de dominio que le ofrece la visión panorámica: “Yo, hombre, habitante
de la tierra, soy desde aquí más dueño de ella. […] Todos los hombres están
destinados a ser reyes. Esta es la cumbre del monte, y ése es el mar que lame;
ese gigante obedece a éste, y sobre éste, ahora piso yo.” Por un instante
fugaz, perdido en su delirio de grandeza, descuida la guardia: “La selva abre
el apetito, y se siente uno un poco tigre cuando llega la noche” (47). Mas, no
acaba todavía de abrir los ojos a sus propios antros, ni acaba de caer la
utilería de su supuesta superioridad moral, cuando corre con nuevo trabajo de
albañilería estilística a clausurar el boquete por donde escapó el
inconsciente: “¡Feliz quien como yo, pueda atravesar una selva, sin que le
figuren jueces y difuntos los troncos de los árboles! Feliz quien puede oír una tempestad entre los bosques, sin que nada dormido se levante a pedirle justicia contra sí mismo en su conciencia” (49). Tendrá que repetírselo muchas veces para acallar el tigre, el de adentro. Acerquemos finalmente el oído a la privacidad de su correspondencia con Mercado, a quien le habla de su experiencia en Guatemala: “Es verdad que había una disconformidad absoluta entre su brutal modo de ser y mi alma libre: es verdad que yo los poetizaba ante mí mismo para poder vivir entre ellos – pero estos secretos no han salido nunca de mi alma” (Correspondencia 111). Poetizó hasta el cansancio a Cuba y a Nuestra América. ¿Quién sabe cuán difícil le fue, quizá, imaginarse viviendo entre nosotros? ¡Cuánto más placenteros le habrán resultado, quizá, sus “pensamientos urbanos” de Nueva York.
Obras Citadas
Huish L, Robert and W. George Lovell.
“Under the Volcanoes: The Influence of Guatemala on José Martí. Cuban Studies 39, 2008: 25-43.
Martí, José. Obras Completas
19. La Habana: Editora Nacional de Cuba, 1964.
--- Correspondencia a Manuel
Mercado. México: CEM-DGE Ediciones, 2001.
Martínez Estrada, Ezequiel. Martí
revolucionario. La Habana: Casa de las Américas, 1974.
Martínez, Mayra Beatriz. “‘Estos son mis aires y mis pueblos’. Hombres
y mujeres de la tierra en los textos de viaje martianos.” Tierra Firme 83. Año XXI (2003): 351-369.
Mañach, Jorge. Martí el Apóstol.
Madrid: Austral, 1998.
Pratt, Mary Louise. Imperial Eyes. Travel Writing and
Transculturation. London and New York : Routledge,
2008.
[i] Esta es la versión revisada de la ponencia que
presenté en la conferencia del ACLA (The American Comparative Literature
Association) en Vancouver en 2011.
[ii] Cito de Ezequiel Martínez Estrada: “Según Salvador Massip (en ‘Martí
viajero’), ‘Martí hizo más de cuarenta viajes de importancia’, y ‘él mismo
habla de su manía de viajar, ocasionada a dar sorpresas’ [sic]. Podemos asentir
también a su observación de que ‘el impulso a viajar era innato y consustancial
con su naturaleza’, pues ‘fue viajero por temperamento… insular.’ Marinello
sentencia lacónicamente: ‘La de Martí es una vida andadora.’ (En ‘José Martí,
razón de su presencia reciente,’ 1945) (Martí
revolucionario 224). Robert L. Huish y W. George Lovell, aludiendo específicamente
a textos de Martí como esos que fueron el fruto de su viaje a Guatemala, se preguntan
“por qué una escritura más descriptiva, menos analítica, una miscelánea que no
figura de manera predominante en las evaluaciones críticas de la vasta
producción de Martí tendría que ser desdeñada (conscientemente o no) en los
debates sobre su filosofía.” Y añaden: “Mantenemos que el breve hechizo de
Martí en Guatemala, uno de sus más animados períodos de expresión, arroja luz
sobre su visión de las Américas y sobre el proyecto de edificación nacional en
el interior de aquélla” (“Under the Volcanoes” 26–7).
[iii] Resulta interesante la conexión simbólica que propone Martínez
Estrada entre la libertad que supuestamente Martí experimenta al entrar en
contacto con la naturaleza, más específicamente con la tierra, y la figura mitológica
de Deméter: “La tierra, la madre tierra – Deméter – recupera a su hijo, y él se
siente tan feliz cuando empieza como cuando termina de vivir, en Cuba como en
Guatemala” (237). Dicha asociación vincula a Martí tanto con el ciclo de las
estaciones como con las fuerzas oscuras del mundo subterráneo; con la muerte y
con la vida.
[iv] Mayra Beatriz Martínez, del CEM, en su artículo “‘Estos son mis
aires y mis pueblos’. Hombres y mujeres de la tierra en los textos de viaje
martianos” expresa: “La subalternidad y la participación en una economía
agraria, y no únicamente la real autoctonía, parecen ser, a la postre, índices
importantes en la definición del hombre o mujer natural.” Y añade: “A su paso
por Livingston, [Martí] se refiere al ‘negro de la raza pura’ que ‘alegra los ojos’, y es un grupo humano que habla
‘su caribe primitivo, su dialecto puro: ellos no lo han mezclado [dice]
con palabras españolas para las innovaciones españolas. O han inventado sus
palabras, o las tenían, lo que acusa natural
riqueza’” (358-9). Beatriz Martínez omite los comentarios de Martí sobre los
negros de Belice, sin lo cual no es posible comprender la naturaleza racista de
esa defensa del negro de raza pura.
Por otra parte, si, como sugiere Beatriz Martínez, la condición subalterna es
indisociable de la de hombre natural, esto – que se expresaría claramente en
este caso en la celebración martiana del caribe
primitivo, del dialecto puro – no
puede sino implicar a su vez mantener esa misma condición subalterna, necesaria
al discurso de la emancipación y de los letrados.
[v] En las OC se nos dice
que los apuntes estaban dirigidos a los hermanos Fermín y Eusebio Valdés
Domínguez (OC 19, 41).
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