Primera Parte
Francisco
Morán, Southern Methodist University©
Introducción
I
Ya
en mi estudio previo, Martí o la justicia
infinita (2014), había afirmado y demostrado a través de la lectura
minuciosa de textos martianos publicados y/o escritos entre 1880 y 1895, ese
racismo. Ahora bien, aunque en ese estudio comenté trabajos referidos
específicamente a los negros cubanos, mi atención recayó sobre todo en las
representaciones de los inmigrantes, y en las que la xenofobia se presenta con
fuertes colores racistas. Entonces hice un comentario sobre “Mi raza,” pero en una nota al pie. En la próxima entrega revisitaré esa nota para ampliarla en una discusión más
contextualizada del racismo de Martí en lo tocante al negro cubano. Aquí solo ofrezco una serie de reflexiones con la finalidad de preparar el camino del siguiente post.
“Mi raza” ha sido leído habitualmente
como uno de los textos claves y antológicos del anti-racismo martiano. Como
señala Aline Helg, “[l]os textos de
Martí que forman la base del mito de la igualdad racial en Cuba son: «Mi raza»
(Patria, 16 de abril de 1893) […] y
«Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití» (1894)” (Helg 1999,
232, n. 10). Su análisis del mito racial es de la mayor importancia
para comprender la índole racista de muchos postulados martianos. “Ya en 1892,” nos
dice Helg, “Patria […] apoyó la campaña
por la igualdad de derechos [del Directorio].[i] No
obstante, aclara, “el apoyo de los separatistas blancos al Directorio a menudo
estuvo más motivado por consideraciones estratégicas que por creencias
igualitarias.” Y si bien “en su mayor parte los separatistas blancos coincidían
con Martí en que sin una participación masiva de los afro-cubanos, nunca se
alcanzaría la independencia, muchos de estos blancos se adhirieron totalmente a
la ideología de la supremacía blanca.” Ahora bien, lo que apunta Helg ¿no
demuestra, o sugiere, que no solo el apoyo de esos separatistas blancos a la
igualdad de derechos, sino también el de Martí, se basaba en “consideraciones
estratégicas”? Después de todo, ¿puede negarse acaso que Martí era un separatista blanco? Y si son los textos
de Martí justamente los que fundan el mito de la igualdad racial en Cuba, ¿no
merecen por lo mismo una indagación crítica que, cuando menos, explique cómo fue que esos mismos textos llegaron
a ser instrumentales en el mantenimiento y legitimización de la discriminación
del negro en Cuba?
En este sentido, el estudio de
Helg hace valiosos señalamientos que permitían avanzar en una lectura menos
complaciente de Martí, pero lo significativo a mi juicio es la ambivalencia de
la autora. Para ella, Martí, tal y como han concluido tantos estudiosos,
sin
duda se destaca entre los pensadores blancos latinoamericanos de fines del
siglo XIX por sus posiciones antirracistas. Aunque
no exento de estereotipos (especialmente de los chinos inmigrantes) […],
reconoció que las Américas eran un nuevo mundo compuesto de europeos, de indios
nativos, y de africanos. Su visión de la integración latinoamericana, sin embargo, incluyó algún evolucionismo
en la medida en que pensó que los negros “ascenderían” al nivel de los blancos
a través de la educación moderna y de matrimonios mixtos. También, los descendientes de africanos, más que afirmar el valor
de su herencia africana, aceptarían la cultura occidental. No obstante, en el contexto de su tiempo, las ideas de Martí eran
excepcionalmente progresistas. Estaba convencido de que Cuba no se redimiría a
sí misma sin llegar a ser una nación independiente, lo cual requería la
eliminación de las diferencias de raza y de clase (1995 45) (énfasis mío).
Los
prejuicios de Martí, como puede verse, son minimizados y, desde luego, no son
examinados. A pesar de los aunque y de
los sin embargo, Martí sobresale entre los pensadores de su
tiempo, y naturalmente cae de pie: sus ideas eran excepcionalmente progresistas. Ahora bien, a pesar de conclusiones
tan contundentes, más adelante Helg dice algo que sugiere que quizá debamos
volver a la mesa de juego, porque éste no ha concluido.
Ella afirma que la primera parte del mito de la igualdad racial en Cuba, “reprodujo la interpretación de José Martí de
la Guerra de los Diez Años y enfatizó que los esclavos cubanos habían sido
liberados por sus propios amos.” Con acierto, expone los propósitos de
este discurso: los amos habrían expiado entonces “el pecado de la posesión de
esclavos, asegurado el perdón de sus antiguos esclavos, y eliminado la
posibilidad de su resentimiento contra los blancos por haberlos esclavizado.”
Entonces, continúa, “[l]a segunda parte del mito transformó en realidad la visión de Martí de la guerra de independencia
y su resultado igualitario. En consecuencia, el legado del ejército
independentista no fue solo el haber eliminado la discriminación racial en sus
filas, sino también haberla expulsado para siempre de la sociedad cubana.” De
este modo, el mito “subrayó la fraternidad entre blancos y negros en el
liderazgo y en las tropas, en lugar de la sobrerrepresentación de los
afrocubanos en las tropas, y los intentos de los blancos de mantenerlos en un
segundo plano.” Así, ese mito “atribuyó el lugar marginal de los negros tras el
armisticio solo a su falta de ‘méritos’.” Helg concluye que el mito de la
igualdad racial cumplió las siguientes funciones: 1) “buscó justificar la
jerarquía racial existente en la sociedad;” 2) “eximió a la elite blanca de tener
que hacer restitución por la explotación
de los esclavos, permitiéndoles mantener a los negros en posiciones
inferiores;” 3) “el mito sirvió para tildar de racista cualquier intento de los
negros de organizarse separadamente y de protestar contra la discriminación
racial,” toda vez que “[c]ualquier expresión de conciencia negra podía ser
vilipendiada como amenaza a la unidad nacional, y en consecuencia reprimida; 4)
“el mito les hizo sentir a los cubanos blancos de que, al menos en un aspecto,
eran superiores a los anglosajones: trataban a los negros mejor que en el
Norte” (105-6) (énfasis mío).
Puede decirse que si
el mito se articuló reproduciendo
primero la interpretación martiana de la primera guerra, y luego transformando
en realidad – entiéndase, realizándola
– la visión de Martí de la guerra, para llegar a la raíz de ese mito se impone un examen meticuloso de las ideas raciales del propio Martí. En efecto, Helg expresa que Martí “predijo que, al pelear juntos blancos y negros, los restos de la
discriminación racial desaparecerían, y los hombres
y las mujeres serían juzgados solo
sobre la base de sus propios méritos”
(45) (énfasis mío).[ii] De modo que no sería exagerado concluir que, al negarles sus méritos a los negros, la élite blanca estaba, en
efecto, haciendo realidad lo que predijo Martí. ¿O es que resultaba tan difícil
prever lo que iba a pasar cuando llegara el momento de juzgar los méritos de
cada cual?
El estudio de Helg es de gran utilidad porque su
incisivo análisis de la génesis, estructura y funcionamiento del mito de la
igualdad racial en Cuba será una herramienta de inestimable valor en mi
análisis de los textos martianos. Además de que ya hay otros colegas que le han
sacado provecho, como es el caso de Jorge Camacho al analizar la retórica de la
deuda en algunos escritos de Martí que precisamente se enfocan en la cuestión
del negro cubano.
II
A
continuación voy a presentar someramente algunas de las conclusiones a las que
han llegado los estudiosos de Martí en Cuba respecto a “Mi raza.” Se trata de
mostrar qué es lo que a mi juicio ha fallado en la lectura de este artículo,
así como lo que está en juego ahí, no solo con respecto a la visión que muchos se han formado de Martí, sino también en el contexto del debate actual
en Cuba sobre la discriminación racial.
En
“José Martí: ‘Mi raza’ un siglo después” (1994), Dionisio Poey Baró, historiador
e investigador del CEM, comenta que el susodicho texto de Martí puede ser
considerado “el más acabado de sus textos dedicados a las relaciones
interraciales.” Según él:
De las diferentes maneras en que el negro cubano abordaba el llamado
problema de razas, Martí parece estimar como vía más acertada la proclamación
de la identidad espiritual de todas ellas, por encima de los factores
específicos que supuestamente brindan alguna superioridad, tendencia, esta
última, desarrollada como forma de autovalorización negra en el presente siglo.
El comentario es evidencia de uso
del mito de la igualdad racial para chantajear al negro, tal como lo explica Helg, pero
lo significativo es que sea la lectura, o la interpretación de Martí lo que le
sirve de apoyo a Poey Baró. Nótese que la raza aparece aquí como un problema del negro. A
esto hay que añadir la deliberada tachadura de la raza negra, de su
especificidad – no puedo creer que se trate de un error, en ese razas. Pero, ¿no se trata acaso de
propugnar esto? La única conciencia de su negritud que puede tener el negro es
la “espiritual;” es decir, la que no está gravada por el peso de la historia,
por la trata negrera, por la esclavitud; o, para decirlo con las palabras del
autor – por los factores específicos –, puesto que apelar a ellos no puede sino
significar aspirar a “alguna superioridad,” obviamente sobre el blanco. La desigualdad queda en evidencia, puesto que la afirmación de la negritud es interpretada inmediatamente como afirmación de superioridad. Desde luego, esta es la perspectiva del blanco que no se examina a sí mismo, ni cuestiona - y permanece ciego a - las formas en que afirma cada día su propia superioridad. El peligro que supone la afirmación de la negritud es lo que pone de manifiesto el siempre presente miedo al negro. Y continúa Poey Baró, tras citar naturalmente a Martí: “‘El negro
que se aísla provoca aislarse al blanco’ y viceversa. En ese error de forma han
caído voluntaria e involuntariamente numerosos partidarios de los derechos
civiles en África y Afroamérica. No son pocos los casos de investigadores
interesados en la solución de estos problemas,” puesto que buscando “contrarrestar las falsas ideas racistas […]
dan la impresión de que defienden cierto exclusivismo
racial” (énfasis mío). Hagamos un paréntesis para recordar la pregunta que hace
Helg respecto a la masacre de afrocubanos de 1912, y que es precisamente una de
las que su estudio responde: “¿Cómo uno puede explicar […] una masacre que fue a menudo dirigida por veteranos blancos del ejército independentista, y que tuvo lugar mayormente en la provincia que había sido el lugar de nacimiento del movimiento nationalista cubano?” En su opinion, esta massacre “mostró que la libertad y la igualdad
eran valores flexibles que los blancos en el poder podían modificar a voluntad
a través de la reforma legal para asegurar la continuación de su dominio” (1995
2). En Cuba el Congreso “había desafiado el derecho
constitucional a la
libertad de pensamiento y de asociación, e ilegalizó al Partido Independiente
de Color en nombre de la igualdad entre
los cubanos” (6) (énfasis mío). Pues en 1994, Poey Baró apela a la misma
argucia retórica. Sucede que aquellos que dan la impresión de defender “cierto
exclusivismo racial,” a veces “fijan tanto su atención en los elementos
supervivientes de las culturas africanas originarias, que en su apasionamiento
o falta de proporción, dejan en el público no avisado la impresión de olvidar
que Cuba es una nación biológica y culturalmente mestiza” (Poey Baró 1994, 82).
El mestizaje así invocado no tiene otra función que borrar la negritud. La
masacre de 1912 no solo no es cosa del pasado, sino que sigue produciéndose. Si
antes el objetivo era blanquear, ahora se trata de mestizar; pero no hay que
engañarse: en ambos casos se trata de eliminar al negro. Los “modernos estudios
realizados por antropólogos cubanos,” expresa Poey Baró, “dan una cifra
aproximada entre un 70 y 75% de población mestizada,” – ahora viene lo eliminación sistemática de esa Afroamérica, que no de otra cosa se trata, se hace visible en toda su violencia institucionalizada, en la erosión diaria del “proceso transculturador” que deslíe al negro, y con él, su historia. De este modo el negro es objeto de una violencia doble e incesante. El autor pide asumir “la tesis de ‘los dos abuelos,’ como diría Guillén,” y añade más adelante: “‘Deben mezclarse las razas’ escribió Martí como solución final del problema” (83). “Solución final” del “problema [negro].” El inconsciente le jugó cabeza a Poey Baró en esta frase que encapsula la violencia racial de la historia de Cuba. Según él, Martí escribió “Mi raza” con el fin de “restarles peligros a la patria.” En la República, continúa, Martí “no concebía discriminaciones oficiales ni necesidad alguna de fundar partidos basados en el color de la piel” (85). Pero esto es, no solo una de las manifestaciones del mito de la igualdad racial en Cuba, sino también, como lo explica Helg, una en las que se puede apreciar mejor sus funestas consecuencias, pues ello aplica tanto al pasado republicano como a la historia de la revolución cubana: “[s]i la discriminación no existía en Cuba [y si tampoco existe ya, añado], de esto se sigue que los negros que protestaban [o intenten protestar] fuera de la política dominante sólo podían hacerlo contra los blancos y contra la fraternidad racial. Eran [y son], por lo tanto, racistas anti-blancos y enemigos de la nación, y la sociedad debía [y debe] reprimirlos (1995 16-7).
No subestimemos en lo más mínimo
lo que argumenta la historiadora. Basta con recordar lo que ocurrió cuando el New York Times publicó el 13 de marzo de
2013 el artículo “For Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t Begun,” del
escritor cubano Roberto Zurbano, quien fue despedido de su puesto de director
del Fondo Editorial de Casa de las Américas.[iii] No
voy a entrar aquí en una discusión fondo del asunto, sino a llamar la atención
sobre al auge de la conversación y estudios sobre el mestizaje en Cuba, al
mismo tiempo que se empezaba a reconocer que, en efecto, el racismo no era una
cosa del pasado. De 1994, saltemos entonces, primero, a 2008, cuando la edición
electrónica de Juventud Rebelde
publicó – sin firma – un artículo titulado como el de Martí: “Mi raza.”
El artículo comienza recordándonos
que se cumplían 115 años del artículo martiano, y en cuyo mensaje “se mezclaban
[…], la posición política y la convicción científica del Apóstol,
expresada en atisbos visionarios
(énfasis mío). El autor o la autora del artículo, tras citar a Martí, expresa:
Subrayo especialmente esta idea martiana referida a «las relaciones
internas» del color «graduado» de los individuos, y sobre todo cuando afirma
que ese color es «en sus grados a veces opuesto», recordando que hace unos
meses, en el espacio de la Mesa Redonda de la televisión cubana, la doctora
Beatriz Marcheco, directora del Centro Nacional de Genética Médica, hacía
referencia al estudio que por primera vez se ha realizado en Cuba para
investigar el comportamiento del mestizaje de nuestra población directamente en
los genes de los individuos.
Según el artículo, ese estudio
genético reveló “el escaso valor del
concepto de «raza» como sistema de clasificación biológica de los individuos en
Cuba” (énfasis mío). O sea, insisto, mientras por un lado se admitía, por fin, que
la discriminación racial sigue siendo un tema pendiente, por el otro – y
simultáneamente – se le resta valor al “concepto de «raza».”[iv]
Cierto que se especifica que “como sistema de clasificación biológica,” pero
todos sabemos que esa clasificación es indisociable de las prácticas de
discriminación racial. De lo que se trata, como sutil, pero inequívocamente se
sugiere en el artículo, es de borrar la negritud, y con ella su historia, en
aras de la armonía y unidad nacional: “La mezcla
que da lugar a este mestizaje de hoy,
ha ocurrido a lo largo de siete generaciones, lo que ocupa un espacio en el
tiempo de aproximadamente doscientos años, coincidiendo
también con la fecha en que
comenzaron a forjarse nuestros
sentimientos como nación.” La raza se convierte en un asunto meramente
genético y, se infiere, el mestizaje es la fórmula ideal para fijar la nación
como comunidad ética. Lo importante, sin embargo, y que no se puede olvidar, es
que en el mestizaje desaparece el negro, pero no la hegemonía del hombre
blanco.
Demos ahora otro salto, esta vez
al 2013, y teniendo como contexto lo sucedido con
Zurbano. En ese momento, o
alrededor de este hecho, se publicaron en Cuba numerosos artículos que atacaron
a Zurbano, particularmente en La
Jiribilla, que no perdió tiempo en compilar un «dossier». Lo que me
interesa ahora, sin embargo, no es lo que se publicó contra Zurbano, ni su
respuesta, sino más bien lo que algunos de esos artículos dejaron entrever
sobre el debate racial en la isla. Por ejemplo, también en Juventud Rebelde, Ricardo Ronquillo Bello publicó el 4 de abril de
2013 un artículo titulado “¿La sedición de la raza?” El título mismo es
revelador. Una sedición, dice el
Diccionario de la RAE, “Alzamiento colectivo
y violento contra la autoridad, el
orden público o la disciplina militar, sin llegar a la gravedad de la rebelión”
(énfasis mío). Pero sedición tiene
también otro significado: “Sublevación de las pasiones.” El problema es que la
sedición puede convertirse en rebelión, sobre todo por su carácter colectivo.
En la colonia fue persistentemente usado para juzgar las rebeliones de los
esclavos y los alzamientos independentistas.[v] Se
trata sobre todo de un término legal, aunque posiblemente fue más conocido por
la población durante la colonia y la República. En el tomo X de El viajero universal, o noticia del mundo antiguo
y nuevo (1797), en el índice de la Carta CXX, titulada “Tratado de los
negros,” leemos “Primera sedición de los esclavos” (368). Igualmente, en Biblioteca de legislación ultramarina en
forma de diccionario alfabético: P-S, bajo el epígrafe «sedición», se
comenta el descubrimiento de un plan de insurrección de esclavos en Cartajena
de Indias (418). Por eso no es extraño que el historiador Fernando Portuondo al
introducir el levantamiento de José Antonio Aponte, escribiera: “Las sediciones
de las negradas de los ingenios eran cada vez más frecuentes” (Portuondo 267.
Véase también 350). Como quiera que sea, lo importante es la peligrosa
asociación que la pregunta del título sugiere al enlazar “sedición” a “raza,”
puesto que esto no falla en evocar el fantasma del miedo al negro, y más
específicamente a una revuelta de negros. Si a esto se une la persistente
asociación del negro con las pasiones descontroladas – recuérdese lo que dice
Martí en la primera entrevista del New
York Daily Tribune que publicamos en este blog – no veo como pueda tomarse
a la ligera la insinuación de Ronquillo Bello. Aunque éste no menciona a Zurbano ni una sola vez, tanto la fecha de la publicación, como el texto mismo remiten al conocido incidente: “Cuando se trata de acabar con la Revolución, a sus enemigos no les interesa si inventarse una caribeñísima y soberana nación «mandinga» o el archipiélago independiente Sabana-Camagüey... Lo importante es partir el cake, porque como una sola Cuba, sin las cuchilladas correspondientes, es muy difícil de tragar.” De un plumazo, la “sedición de la raza” que, desde luego, no puede ser sino la de la raza negra, es encausada como un alzamiento contra la revolución, y por lo mismo esa raza adquiere rápidamente el contorno del enemigo, y en consecuencia, algo que debe y que hay que destruir, pues lo que está en juego es nada menos que la supervivencia misma de Cuba, que es lo mismo que la revolución. Curiosamente, el invento del enemigo, que puede ser “una caribeñísima y soberana nación «mandinga»,” echa en el mismo saco – como la otredad abyecta de Cuba y de la revolución – lo caribeño y lo africano. Más aún, esa amenaza se perfila con más fuerza en el exceso de lo caribeño, designado por el superlativo. La conclusión del artículo muestra a las claras su impronta racista:
No podemos ignorar que la filosofía racista no siempre es tan evidente
y agresiva o se expresa en dramas sociales o económicos. En ocasiones se cuela
o pervive sigilosamente. Y entonces puede caerse en la irracional e inadmisible
creencia de que quienes representan esa raza no pasan de ser una caricatura,
cuando menos risible, condenados por los milenios a padecer en las «injurias»,
o en las periferias, ya sean sociales, justicieras o culturales. O como se
pretende sembrar desde Estados Unidos, en perpetuo estado de «blanquísima»
manipulación.
Al ninguneo con que se desecha
cualquier disensión en Cuba se une aquí, como decía, el obvio desprecio al
negro – “esa raza” – así, como no
solo la advertencia, sino también la legitimación del racismo que implica
afirmar que los negros están “condenados
por los milenios a padecer en las «injurias», o en las periferias, ya sean sociales, justicieras o culturales”
(énfasis mío).
Guillermo Rodríguez Rivera publicó
el artículo “Una opinión” en el blog Segunda
Cita, de Silvio Rodríguez, y de donde lo tomó La Jiribilla para incluirlo en el dossier contra Zurbano. Dice
Rodríguez Rivera: “Me pareció escandaloso que un negro cubano y revolucionario
afirmara de modo terminante que “para los negros cubanos, la revolución no ha
comenzado” (énfasis mío). Esto demuestra que los negros cubanos de hoy siguen
enfrentando el mismo dilema que, como explica Helg, confrontaron antes, y que
se expresa en “la combinación de un mito de igualdad racial con un sistema
racial de dos niveles”. Si aquéllos “negaban la veracidad del mito, se exponían
a ser acusados de ser racistas y antipatriotas;” si, por otra parte, lo
aceptaban “tenían también que conformarse con las representaciones negativas de
los negros.” Como ella afirma, el mito “convirtió en una blasfemia que los
negros proclamaran su negritud y su patriotismo” (1995 7). En tanto negro, al
exponer o denunciar el racismo en Cuba, Zurbano no puede ser patriota (cubano);
puesto que si fuera tal, tendría que aceptar el mito de la igualdad racial y
permanecer callado ante la discriminación. Ya lo dice Helg, que la revolución
“proclamó la igualdad racial y declaró el racismo y el ‘problema negro’ cosas
del pasado, relacionados con el capitalismo y
el imperialismo norteamericano.”
Así, “de manera simultánea, la experiencia única de la negritud fue obliterada,
y a los afro-cubanos solo se les permitió, como antes, integrarse a la cultura
dominante” (9). Hoy no se niega la existencia del racismo en Cuba, pero
cualquier de suscitar un debate público tropieza con la sospecha o la
hostilidad. Dice Rodríguez Rivera: “Creo que Roberto Zurbano necesita conocer
mejor la conformación y las peculiaridades de la población cubana, para
entender mejor las de su zona negra,
que es la que parece importarle” (énfasis mío). La oposición es tan clara como
tajante: para Zurbano habitar en su zona
negra equivale a salirse de la población cubana. No es posible reclamar
ambas cosas. Al mismo tiempo “su zona negra” revela la profundidad de la raíz
racista que reconcentra al negro al subsumirlo en un no-lugar (su zona), y de
hecho lo aparta, o lo expulsa, en un gesto que lo incluye excluyéndolo, haciendo
de él un homo sacer, tal como la
teoriza Giorgio Agamben. El mestizaje, usado de esta manera, se revela entonces
precisamente como la piel del homo sacer, toda vez que incluye al negro
borrándolo.
Si hay alguna duda, véase lo que
dice Rodríguez Rivera en un artículo que publicó en La Jiribilla en respuesta a otro en que Victor Fowler defendía a
Zurbano:
Hay algunos amigos negros que piensan que esa es una tarea que solo
les corresponde a ellos y, a su manera, van conformando un “camino de Harlem”
de nuevo tipo.
En uno de sus primeros artículos antirracistas, el poeta Nicolás
Guillén, depositario de la herencia libertaria e integracionista que es la
esencia de Cuba, y que tuvo luchadores como Carlos Manuel de Céspedes, José
Martí, Antonio Maceo y Juan Gualberto Gómez, advertía contra la separación de
blancos y negros cubanos, que nos llevaría a ser una nación segregada, a
caminar por ese “camino de Harlem”, que decía Guillén que los cubanos teníamos
y parece que todavía tenemos el deber de cegar
(“Un comentario…) (énfasis mío).
Esa “esencia de Cuba” a que alude
el autor se acuerda siempre de Céspedes y de Martí, y menos, mucho menos de
Maceo y, por supuesto, menos aun de Juan Gualberto Gómez. No obstante, lo
revelador de la política del mestizaje que defienden Juventud Rebelde, Poey Baró y Rodríguez Rivera muestra a las claras
su estirpe racista. A Rodríguez Rivera le parece “suicida” el “desconocer a nuestro abuelo español, que es “el
agente trasmisor de la lengua en la
que hablamos y en la que han escrito José Martí, Alejo Carpentier, Nicolás
Guillén, José Lezama Lima, en la que escribimos nosotros y que es uno de los
elementos que nos une a esa patria grande que es nuestra América.” Añade que:
Ese
abuelo existe también para el cubano que tiene la piel negra; como existe para
mí, declaradamente, el abuelo africano,
en sus pasiones, en sus cantos, que se mezclaron con los del
abuelo español para hacerse cubanos. Esos dos abuelos están en nuestro
espíritu, que es la única racialidad que verdaderamente importa. Ese es el
auténtico “color cubano” del que escribió Nicolás Guillén” (énfasis mío).
Hay un significativo desbalance
entre la amenaza del suicidio –
de extinción
– que implica para él desconocer al abuelo
blanco, que contrasta con la mera afirmación de que el abuelo negro “existe,” como si su extinción no implicara el mismo
peligro. Y si hace suyo y cubano al
primero – nuestro – solo
señala al segundo: el abuelo
africano. Obsérvese, además, que mientras el abuelo español es el trasmisor de
la lengua – el logos, la escritura, la razón – el africano, en cambio, no tiene
otra cosa que aportar que aquello que tradicionalmente ha marcado el exotismo y
la barbarie negra: sus cantos (Martí
diría sus tambores) y sus pasiones. Bien puede entonces este
abuelo negro esfumarse en el espíritu, trascendente del “color cubano.” Ahí, en
ese borrón y cuenta nueva, se consuma la solución
final del problema negro. Porque
lo que olvida Rodríguez Rivera es que el abuelo español del conocido poema de
Guillén es el traficante de esclavos. Por esta razón, la simetría que intenta
el poeta solo puede conducir al olvido de la pesadilla que por otra parte el
poema registra muy bien: “¡Qué de barcos, qué de barcos! / ¡Qué de negros, qué
de negros! / ¡Qué largo fulgor de cañas! / ¡Qué látigo el del negrero!” No son
ellos los que se abrazan, sino el poeta que crea un escenario de reconciliación
donde no ha habido reconocimiento de la culpa. El “¡me muero! del abuelo negro
no puede equipararse con el “¡me canso!” del abuelo blanco. La asonancia no
implica consonancia. Además, ¿de qué se cansa el abuelo blanco? La igualdad es
un espejismo, y como se desprende del comentario de Rodríguez Rivera, un
espejismo peligroso en la medida en que no exige ni siquiera un perdón, sino un
olvido allí donde no hubo restitución. En esa falsa igualdad, el poeta ahoga el
grito – el dolor, la rabia – para que solo quede el canto, el color cubano:
los dos del mismo tamaño,
ansia negra y ansia blanca,
los dos del mismo tamaño,
gritan, sueñan, lloran, cantan.
Sueñan, lloran, cantan.
Lloran, cantan.
¡Cantan!
El mestizaje entendido de este
modo perpetúa, como ya dije, la discriminación racial. En ese dúo se corre la
cortina y desaparecen la historia de violencia, el restallar del látigo del
negrero.
Ahora bien, todos los textos que
he comentado hasta aquí, que toman como punto de partida “Mi raza,” de Martí,
no pasan de citar un puñado de citas que solo se usan como “ilustración” del
supuesto anti-racismo martiano, y en las que – en ningún caso – los autores
mencionados discuten, para, por lo menos, articular su argumento de modo
coherente. Pero quizá ninguno de ellos llegue tan lejos en sus desaguisados, o
muestre el más mínimo esfuerzo intelectual y crítico como Roberto Fernández
Retamar en el breve artículo “‘¿Tú casarías tu hija con un negro?’ Martí
antirracista. Ética, ciencia verdadera y liberación en un pensamiento
ejemplarmente antirracista,” publicado en Bohemia el 21 de enero de 2013. Dos
ejemplos que el autor de Calibán usa para persuadirnos del antirracismo
martiano es este:
Mucho después, en el poema XXX de sus autobiográficos Versos sencillos (1891), Martí escribió: Un niño lo vio: tembló/ De
pasión por los que gimen:/ Y al pie
del muerto, juró/ Lavar con su vida
el crimen! La vida de Martí fue
enteramente fiel a ese precoz juramento. Cuando en su adolescencia produjo su
poema dramático Abdala (1869), se
identificó con un héroe africano.
En primer lugar, apela a uno de
los ejemplos más manidos del antirracismo martiano. Cualquier estudiante de
secundaria básica lo hubiera usado. Fernández Retamar afirma, además, que “[l]a
vida de Martí fue enteramente fiel a este juramento precoz.” Pero ¿qué quiere
decir esto? ¿Cómo podría alguien – no
solo él – demostrarlo? Vemos, entonces, que sucede lo de siempre: todo cuanto
dice Martí se toma al pie de la letra; y para eso, no todo cuánto dice, sino
las citas que se rezan, se reciclan ad
infinitum. Pero el asunto es más serio, porque lo que se revela aquí es el
más elemental desconocimiento de la obra de Martí, por un lado, y a qué conduce
ese desconocimiento cuando se enreda con las genuflexiones del culto. Porque,
¿de dónde sacó Fernández Retamar que Martí “se identificó con un héroe
africano” en Abdala. Claro, le basta saber que la acción transcurre en Nubia
para dar el salto. En Abdala no hay ni la más mínima mención o alusión a nada
que tenga que ver con la raza. Por el contrario, el personaje de Abdala de
quien está más cerca es del héroe espartano. Al escribir esa obra, en lo menos
que pensó Martí fue en un héroe africano:
[…] más que intentar establecer la persona de los negros a través de
la lógica contradictoria de un sentimiento compartido y de un distintivo
carácter racial, como en Stowe o en sus propios textos sobre Charleston, la
visión de Martí de la persona de los nubios es axiomática – no se menciona en
la obra. En efecto, Martí no marca en lo absoluto en términos raciales, ni a
Abdala, ni a los nubios: no describe su color de piel, ni comenta sobre el
supuesto carácter racial de los nubios en modo alguno” (Luis-Brown 81).
En cuanto a “Mi raza,” que es lo
que nos interesa aquí, Fernández Retamar escribe: “Uno de los textos en que con
mayor claridad y firmeza abordó la cuestión racial fue su artículo ‘Mi raza’,
que en 1893 publicó en Patria, y por
su excelencia es difícil no citar completo. Escribió allí: “Esa de racista…..”
Y por supuesto, lo que sigue, como él mismo dice, es una cita extensa del texto
de Martí sobre el que no dice absolutamente nada. Y no se piense que esta
ligereza es solo por tratarse de un artículo breve en una publicación periódica
de difusión masiva. En Calibán, por
ejemplo, se limita a decir el acercamiento de Martí al indio “existe también
con respecto al negro,” y en un nota al pie nos remite a “Mi raza,” que también
cita extensamente, sin comentarlo porque ¿para qué?, si todo está allí muy
claro.[vi]
III
Para concluir comentaré brevemente otras dos lecturas de "Mi raza," y a propósito de esto, de la cuestión racial en Martí, pero hechas fuera de la isla.[vii]
Voy
a concluir esta introducción al estudio de “Mi raza” comentando algunas de las
lecturas que quizá ejemplifican mejor las tensiones subyacentes en aquellas
aproximaciones que si no se involucran en el debate de los problemas, de las
profundas contradicciones de la escritura martiana no pueden, sin embargo,
ignorarlos del todo. Es esto justamente, así como aquellos importantes detalles
de los textos de Martí a los que estas lecturas permenecen ciegas – no obstante
citarlos – lo que pavimentará el camino hacia la discusión de “Mi raza” en la
próxima entrega. Y aclaro que excepto en el caso de una cita de una carta de
Martí que me parece de la mayor importancia, me circunscribiré a las interpretaciones
del artículo apuntado.
En
el volumen Re-Reading José Martí one
hundred years later (1996), editado por
Julio Rodríguez-Luis, y publicado
con motivo de la conmemoración del centenario de la caída de Martí en Dos Ríos,
encontramos el artículo “Martí and the Discourses on ‘Race’ in Latin-America:
1840-1910s,” de Lourdes Martínez Echazábal. Como ella reconoce, “[l]os asuntos
de ‘raza,’ racismo y política racial, emergen con bastante frecuencia a través
de toda la obra de Martí.” Para su artículo, eligió enfocarse en tres textos:
una carta a Antonio Maceo (1882), “Nuestra América” (1891) y “Mi raza” (1893).
De este último nos dice que Martí “no solo representó una noción de cubanidad
que, en efecto, implicaba ‘la descolorización racial de los ciudadanos,
fundidos todos en un mismo arco iris de paz’ (Ortiz 112),[viii]
sino que también ofreció una manera de trascender las connotaciones raciales
del paradigma ‘civilización o barbarie’ al reemplazarlo con un modelo abarcador
de democracia social y racial.” De ahí que, para ella, este, junto a los otros
textos de Martí que mencionó antes, representaría “uno de los más tempranos
intentos, si no el primero, de desracializar el discurso político en América
Latina” (Martínez-Echazábal 116).
Las limitaciones de esta lectura
son prácticamente las mismas que uno puede encontrar en otros estudiosos. Se
trata de que casi siempre se citan unas líneas de Martí – líneas que, además,
suelen ser las mismas a la que recurren la mayor parte de los estudiosos – de
un también reducido repertorio de textos para ilustrar el argumento, que con
las variaciones del caso suele ser el mismo. Sin embargo, la verdadera
limitación reside en tomar a Martí al pie de la letra sin interrogar o
cuestionar lo que nos dice: “En un despliegue ejemplar de humanismo, dogma
cristiano y liberalismo filosófico, ‘el Apóstol’ como lo llaman con frecuencia,
deja sentado que ‘[n]o hay odio de razas, porque no hay razas. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos
diversos en forma y en color’ (‘Nuestra América’ 150)” (116-17). La autora
señala que “no obstante esta afirmación, dos años más tarde, en ‘Mi raza’ Martí
reconocería, si bien es cierto que como parte de un contrargumento liberal que
proclamaba la ‘raza’ como moralmente irrelevante, la existencia de diferentes
razas (aunque él despojó el concepto del tipo de fatalismo congénito que le
habían asignado los discursos sociológicos y científicos de su tiempo” (117).
Martínez-Echazábal contrasta la visión racista de José Ingenieros sobre los
negros con la declaración de Martí de que “los hombres no tienen ningún derecho
especial porque pertenezcan a una raza u otra; dígase hombre y ya se han dicho
todos los derechos” (‘Mi raza’) (117).
Hagamos una pausa para reflexionar
sobre esta interpretación. Empecemos, pues, con la cita de “Nuestra América.” Martí
no expresa el deseo de que desaparezca el “odio de razas” – el racismo – sino
que simplemente declara, como si un decreto suyo tuviera la fuerza para hacerlo
realidad, que el racismo no existía
en el momento de hacer su enunciación: “no hay odio de razas.” ¿Por qué Martí
puede hacer esta declaración que, además de que a todas luces no era cierta,
solo podía serle útil… al racismo de su época? La respuesta se encuentra en el
punto de vista desde el que se dice esto, y que no podía ser sino desde el del
hombre blanco. Todo lo que uno tiene que hacer es preguntarse a qué negro, o
chino, o indígena nativo – de los Estados Unidos, y de América Latina – se le
habría ocurrido declarar algo semejante. ¿Podían de veras creer estos sujetos
que las razas no existían?[ix]
Al decretar de un plumazo la no-existencia de las razas, ni del racismo, niega
también la violencia institucionalizada que los sostenía. Descalifica, por lo
mismo, cualquier intento de resistir esa violencia. Pero hay todavía un detalle
de la mayor importancia que no puede escapársenos, porque es uno de los más
reveladores, si es que no el más, del racismo solapado de Martí. ¿Qué nos
sugiere la expresión odio de razas,
que no sea un odio mutuo – y por lo
mismo igualmente culpable – entre las
razas? No se trataba, pues, para Martí, del racismo del blanco, sino de una
culpa compartida, insisto, equitativamente por todas las razas. Detrás, pues, de la pretendida igualdad racial que
tantos estudiosos le han atribuido a Martí se agazapaba la legitimación de la desigualdad fundante del racismo. Lo
mismo sucede con la cita de “Mi raza,” y que no pasa de ser una afirmación vacía,
sin ninguna base en la realidad. Pretender negar que la raza jugaba un papel
fundamental en el reconocimiento y en la negación de derechos – incluso de la
humanidad misma – de los negros; insisto, pretender negar esto al mismo tiempo
que se recababa de los negros su contribución a la guerra con su dinero y sus
vidas era, en el mejor, de los casos una irresponsabilidad; y en el peor, una
actitud cómplice con el propio racismo. Todavía, sin embargo, hay otro ejemplo
que evidencia la legitimación de la desigualdad en el discurso igualitario de
Martí. Debo advertir, además, que me refiero a una cita que no solo reproduce
Martínez-Echazábal, sino también Oscar Montero en su artículo “José Martí
Against Race” (2006). Ambos citan una carta de 1882 en la que Martí, habiéndole expresado a Maceo que
la solución del problema cubano no era política, sino social, añade que dicha
solución “no puede lograrse sino con aquel amor y perdón mutuos de una y otra raza”
(Martínez-Echazábal 123; Montero 110). En ninguno de los dos casos se va más
allá de la cita misma. Aquí, si se quiere todavía de manera más explícita que
en “Nuestra América,” Martí afirma que ambas razas – la negra y la blanca –
debían perdonarse y amarse mutuamente.
Ahora bien, ¿puede alguien explicarnos que era aquello que, supuestamente, la
raza blanca tenía que perdonarle a la negra? Es importante notar que la idea
misma del perdón implica necesariamente la de la culpa, pero a esto, desde
luego, Martí no podía referirse sino de manera oblicua, a través de un término
menos áspero, amoroso incluso: el perdón. Así y todo, ello implicaba la culpa;
por lo que se hace necesario preguntar: ¿cuál era la culpa de los negros? ¿Y cómo esperar, entonces, alguna solución de
la cuestión social toda vez que esta igualdad retórica – engañosa por demás – le
cerraba el paso a la admisión de la culpa, y por tanto de cualquier reparación? En la mencionada cita de la carta podemos ver, entonces, un eco anticipado de "La balada de los dos abuelos," de Guillén, y de lo que nos propone ese mestizaje. La idea de Martí de que la raza blanca y la negra debían perdonarse y amarse mutuamente es justamente lo que propone el poema de Guillén. La diferencia es que, mientras Martí esconde la violencia que fundó la desigual y el desamor, Guillén la muestra en toda su tragedia, pero solo - esto es importante - a través de un viaje cuyo final feliz borra la memoria de esa tragedia. Podrá argumentarse que el poema mismo no permite olvidar la historia, pero tampoco que su propuesta es, en definitivas, como en Martí, la de una reconciliación que no pasa ni por el reconocimiento de la culpa, ni por la restitución. Además de que, como Martí, Guillén incurre en el grave peligroso error histórico de equiparar, o al menos de sugerir la equiparación, de las dos experiencias históricas: la del negro, y la del blanco.
En su artículo, Montero, desde el
principio, sugiere un vínculo entre la posición de Martí y la de Paul Gilroy
ante la cuestión racial; y esto, hasta el punto de que, según él, “[e]n el
título Against Race: Imagining Political
Culture beyond the Color line,” de Gilroy, “hay un notable eco de los
propios textos de Martí ‘contra la raza’.” Siguiendo esta línea de pensamiento,
Montero añade que “[e]n un clima de prejuicio y odio racial, Martí trabajó para
sugerir el poder de un ‘universalismo estratégico,’ el término de Gilroy.” Lo
que sucede, sin embargo, es que Gilroy y Martí escriben sobre la raza en épocas
diferentes – a pesar del innegable racismo en ambas – y, en el caso específico
de Martí sus textos sobre el racismo no pueden separarse de una doble finalidad
estratégica: conseguir por un lado la unidad nacional para garantizar el
triunfo de la guerra de independencia; y por el otro, asegurar la contribución
de los negros a la guerra. Martí, nos advierte Montero, “vio de primera mano
cómo el racismo y el odio racial estaban destruyendo los ideales democráticos
que él admiraba,” y por tanto, “ni era ciego al color, ni ingenuo sobre las
divisiones reales provocadas por la raza” (95).
A pesar de la relación con el
pensamiento anti-racista de Gilroy que Montero quiere ver en Martí, reconoce
que “[e]n las escenas callejeras del Nueva York de Martí, las instantáneas de
un tipo nacional afila el panorama de las masas inmigrantes. Ahí están los
irlandeses coléricos, los suecos agitados, y los judíos astutos” [o arteros].
Pero, como señala Ivan Schulman, también hay elogios para la contribuciones de
los muchos grupos que hacían la ingente ciudad” (97). Podemos ver cómo es que,
casi invariablemente podemos decir, proceden los críticos cuando se trata de
cuestionar a Martí. Se mencionan de pasada, con prisa por dejarlas atrás, sus
inconsecuencias. Y no solo esto; también se minimiza su importancia. Es este
gesto encubridor el que permite establecer la alianza entre Martí y Gilroy. Lo
que no se dice aquí es que para Martí, sí, aquello que destruía “los ideales
democráticos que él admiraba” tenía relación con la raza, pero sobre todo con
la raza de los inmigrantes europeos y asiáticos – específicamente el chino –
mucho más, pero mucho más, que la discriminación del negro. Esto se explica
porque la xenofobia martiana estuvo coloreada, muy coloreada, de racismo. De
manera que eso que Montero solo menciona, al tiempo que le resta importancia,
es justamente lo que no permite afirmar un pensamiento anti-racista en Martí.
Montero nos dice que Martí “defendió el derecho a la tierra y a la libertad de
los indios americanos,” pero olvida que apoyó la Campaña del desierto contra
los indios en Argentina, hecho que Camacho ha estudiado exhaustivamente. Y ya
que hablamos de los indios, en 1875, Martí publicó en la Revista Universal, de México, un artículo en el que respondió de
esta manera al argumento de La Colonia
Española de que los españoles habían hecho con los indios en Cuba ni más ni
menos que lo que los norteamericanos estaban haciendo con los suyos: “Esto es
inexacto. Los norteamericanos combaten a los indios salvajes que los atacan: no
extinguen ni esclavizan a una raza que los recibe como hermanos, que los acoge
en sus playas cuando naufragan, que les brinda la paz la paz en un banquete,
para que aten y maten al monarca y a su pueblo que los obsequia y se la
brinda.” Y añade: “No es lo mismo rechazar a unos indígenas de carácter
agresivo y fiero, que esclavizar a una raza buena y sencilla […].” Esto no
significa, desde luego, que Martí no estuviera enterado de la violencia de que
eran objeto los indios en los Estados Unidos: “No disculpo yo los actos crueles
que en sus ataques de represalias
suelen cometer con los indios los americanos del Norte” (OC 1, 267) (énfasis mío). Podemos ver que Martí solo en apariencia “no”
disculpa esa violencia, puesto que la presenta como represalia, es decir, como castigo o venganza por alguna agresión u
ofensa cometida antes por los indios.
Y respecto a lo que dije antes
sobre los inmigrantes europeos, véase lo que dice Martí en 1886 en el contexto
de Haymarket:
Importa mucho a los pueblos que se acrecen con la inmigración de
Europa ver en qué ayuda y en qué daña la gente que inmigra, y de qué países va
buena, y de cuál va mala.
Los Estados Unidos, que están hechos de inmigrantes, buscan ya
activamente el modo de poner coto a la inmigración
excesiva o perniciosa: viendo de
dónde viene el mal a los Estados Unidos, pueden librarse de él los países que
aún no han sido llevados por su generosidad o su ansia desmedida de
crecimiento, al peligro de inyectarse en las venas toda esa sangre envenenada (EEU,
631) (énfasis mío).
No vaya a pensarse que Martí solo
tiene en mente a los anarquistas cuando nos habla de “inmigración perniciosa.” Ahí
incluyó grupos enteros como los chinos y los italianos.
Casi invariablemente, tanto “Mi
raza” como la cuestión racial en la que se circunscribe el artículo de Martí han
sido interpretados de manera similar a lo que hemos
visto hasta aquí.[x] Contamos
ya, sin embargo, con otras lecturas que han abierto el camino a una indagación
crítica y más compleja del racismo en la escritura de Martí. Me ocuparé de
ellas en la próxima entrega en la que discutiré varios textos de Martí que
anteceden a “Mi raza,” y también, por supuesto, de este artículo. No quiero
concluir, sin embargo, sin hacer un par de comentarios. La raza es sólo uno de
los tres problemas fundamentales que requieren nuestra atención a la hora de
dilucidar la cuestión social en Martí. Los otros dos son los derechos de los
trabajadores y los de la mujer. En este sentido hay que decir que el miedo al
negro tiene su imagen especular en el miedo al trabajo organizado, puesto que
en ambos casos se trata del miedo a otro persistentemente asociado con la
violencia. De ahí que no debamos olvidar que los negros a los que interpeló Martí
eran también trabajadores. Y advierto que es importante, e incluso
imprescindible acercarse al problema de la mujer en Martí también desde la
perspectiva del miedo. En los tres casos se trata, en última instancia, de una
amenaza que ponía en peligro, con solo cuestionarlo, la hegemonía del orden patriarcal
y blanco. Para concluir, y regresando a la cuestión racial, afirmo que en el
caso específico del negro en la obra de Martí el racismo no puede entenderse al
margen de su origen – la institución de la esclavitud –, y por lo mismo no
basta con detenernos en las representaciones de la raza, del negro en la obra
martiana. Hay que regresar también a la fascinación de Martí con Céspedes, así
como a la noción de la deuda – que es
precisamente lo que asegura la pervivencia de la esclavitud – y de lo que ya se
han ocupado, entre otros, Enrique Patterson, Aline Helg, Jorge Camacho, y el
que escribe estas líneas.
Obras citadas
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Camacho, Jorge. Etnografía,
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Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2013.
De Laporte, Joseph y Pedro Estala. El viagero universal: Ó, Noticia del mundo antiguo y nuevo. Tomo X. Madrid: Imprenta de Villalpando, 1797.
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Fernández Retamar, Roberto. “‘¿Tú casarías tu hija
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---. Todo
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Toledo Sande, Luis. “¿Petimetres contra José Martí?”
Cubarte. El Portal de la Cultura Cubana,
18 de marzo de 2015. http://www.cubarte.cu/es/letraconfilo/petimetres-contra-jos-mart/21573
Zamora y Coronado, José María. Biblioteca de legislación ultramarina en forma de diccionario
alfabético: P-S. Madrid: Imprenta de J. Martin Alegría, 1846.
[i] Helg se refiere al Directorio Central de las Sociedades de las
Razas de Color que se había creado en La Habana en 1887 “para representar
‘dentro de la más estricta legalidad’ los intereses de la gente de color en sus
relaciones con las autoridades.” […] “Su meta última [era] ‘elevar el bienestar
moral y material de la raza de color’ a través de la promoción de la educación
formal y de ‘mejores hábitos.’ Dicho de otro modo, se esforzó por la
integración de los niños y la asimilación institucional” (Helg 1995, 36) (mi
traducción. A menos que se indique lo contrario, este será el caso de las
traducciones subsiguientes, a menos que se especifique lo contrario).
[ii] La autora incluye aquí una nota (capítulo 1, nota 102) que remite
a varios textos de Martí. Uno de ellos es “Para las escenas,” publicado el Anuario Martiano vol. 1 (1978), pp.
33-34. La nota de introducción del CEM nos dice que debe datar de la época en
que Martí escribió “Mi raza,” y que hasta parece una continuación del mismo. El
texto martiano comienza con una pregunta: “Y ahora viene la cuestión toral – la
cuestión del matrimonio. La eterna pregunta. ¿Y tú casarías tu hija con un
negro?” A su debido tiempo nos ocuparemos de este trabajo.
[iii] Véase:
http://www.nytimes.com/2013/03/24/opinion/sunday/for-blacks-in-cuba-the-revolution-hasnt-begun.html?_r=0
[iv] Debo aclarar que incluso el problema de la discriminación no se
explicita en el artículo con la franqueza que a esas alturas era de esperar.
Véase como presenta el asunto: “En Cuba, con el triunfo revolucionario de enero
de 1959, quedaron hechas trizas legalmente las instituciones que mantenían, en
la neocolonia yanqui que éramos hasta entonces, la discriminación del negro. La
igualdad jurídica, sin embargo,
siempre será más fácil de conseguir que la igualdad
total en el seno de la sociedad, por cuanto la ley puede ser cambiada en un
día, pero un sedimento cultural
formado a lo largo de cinco siglos y basado en retorcidos conceptos acerca de
la inferioridad social de un grupo
determinado de individuos, no puede ser cambiado de igual manera. Este
último cambio requiere no solo de tiempo sino de voluntad colectiva, de
crecimiento cultural y espiritual de todos los grupos humanos que interactúan
en la sociedad. Al iniciarse la batalla de ideas y al calor de los diversos
programas sociales que se generaron para alcanzar en nuestra tierra «toda la
justicia», como quería Martí, Fidel llamó la atención sobre la diferencia entre
igualdad de oportunidades e igualdad de posibilidades, enfatizó en
lo que llamó la reproducción de la cultura de la pobreza y de la marginalidad,
y en tal sentido se generaron nuevos programas y medidas (énfasis mío). La
reticencia a mencionar incluso a los negros cubanos – se habla de la
“inferioridad social de un grupo determinado de individuos” – demuestra la
resistencia a coger el toro por los cuernos, pero también la creación “de
nuevos programas y medidas” de que se habla, añade la nota optimista del logro,
lo que, desde luego, desvía la atención de la inefectividad de la revolución
para resolver el problema, puesto que habría que reconocer a su vez que la
revolución misma, sus instituciones, no son ajenas al problema de la
discriminación.
[v]
En el tomo X de El viajero universal, o
noticia del mundo antiguo y nuevo (1797), en el índice de la Carta CXX,
titulada “Tratado de los negros,” leemos “Primera sedición de los esclavos”
(368). Igualmente, en Biblioteca de
legislación ultramarina en forma de diccionario alfabético: P-S, bajo el
epígrafe «sedición», se comenta el descubrimiento de un plan de insurrección de
esclavos en Cartajena de Indias (418). Por eso no es extraño que el historiador
Fernando Portuondo al introducir el levantamiento de José Antonio Aponte,
escribiera: “Las sediciones de las negradas de los ingenios eran cada vez más
frecuentes” (Portuondo 267. Véase también 350).
[vi]
Roberto Fernández Retamar. Todo Calibán,
p. 42.
[vii]
Véase: Luis Toledo Sande, “¿Petimetres contra José Martí?,” en Cubarte. El
portal de la cultura cubana, 18 de marzo de 2015; Cubadebate, ídem.
[viii]
Martínez-Echazábal cita de “Martí y las razas,” de Fernando Ortiz.
[ix] El 17 de marzo de 1893, es decir, apenas un mes antes de la
publicación del artículo martiano, el Hornellsville
Weekly Tribune (Nueva York) publicó el siguiente suelto: “Vagrant Negro
Sold” (“Vendido negro vagabundo”): “Fayette. Mo. , 15 de marzo. George Winn, un
negro vagabundo, fue vendido ayer en subasta bajo la ley de vagabundos de
Missouri. P. S. McCampbell, de Glenn Eden Spring, compró sus servicios por seis
meses por $20,” p. 1. Y el 18 de marzo, uno de los periódicos neoyorkinos más
importantes – The Brooklyn Daily Eagle – publicó el artículo “Mob Rule in the
case of Harris,” donde se expresaba que: “[…]. Hay lugares en este condado [de
Nueva York] en los que prevalecen las reuniones masivas de justicia. En estas
inmediaciones lo llamamos el gobierno de la turba. Cuando en un estado sureño
un negro ultraja a una mujer blanca, el caso es sacado de la corte – o más
bien, casi nunca llega a la corte – y en el árbol más cercano cuelgan al
criminal. A veces lo torturan y lo queman hasta que morir. […], p. 4.
[x] Véase, por ejemplo, Anne Fountain. José Martí, the United States, and Race
(2014)
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